Capítulo 6

Una mujer de mediana edad, envuelta en un largo vestido de tela opaca que susurraba al moverse, se acercó a mí con pasos firmes. Sin pronunciar palabra, me indicó con un simple ademán de la mano que la siguiera. Lo hice, como si estuviera en trance, incapaz de cuestionar. La seguí hasta el pie de una escalera de roble que se alzaba majestuosa, casi como si conectara el suelo con el cielo. Una alfombra roja, gruesa y exquisita, descendía por los escalones, amortiguando cualquier ruido de nuestros pasos.

Mientras ascendíamos, mis ojos no podían evitar escudriñar cada rincón. En el centro del salón principal colgaba un candelabro plateado de proporciones desmesuradas, cada cristal relucía bajo la cálida luz que llenaba la estancia. Era como estar dentro de un castillo sacado de un sueño, pero con un toque de inquietante realidad que me hacía sentir pequeña y fuera de lugar.

Al llegar al final de la escalera, la mujer giró hacia la izquierda y avanzó por un largo corredor, sus pasos resonaban suavemente sobre el suelo de madera pulida. Finalmente, se detuvo frente a una puerta de madera maciza, tan alta y ancha que parecía esconder algo monumental detrás. La abrió con facilidad, y con otro gesto me indicó que entrara.

Lo que vi dentro me dejó sin palabras. La habitación era enorme, más de lo que cualquier persona podría necesitar. Una cama con dosel, digna de una princesa de cuentos, dominaba el espacio. Su estructura tallada en madera estaba adornada con sábanas y almohadas que parecían tejidas con hilos de luz. Muebles delicadamente trabajados ocupaban cada rincón, y un amplio estante, rebosante de libros, se alzaba como una promesa de conocimiento inaccesible. En la pared frente a la cama, una pantalla gigante, de al menos 50 pulgadas, parecía fuera de lugar en medio de la opulencia clásica. Candelabros pequeños decoraban las paredes, proyectando sombras danzantes, y un ventanal inmenso ofrecía una vista espectacular del río que fluía tranquilamente al borde del jardín. Todo era un contraste entre lo majestuoso y lo asfixiante.

—¿Todo esto es para mí? —pregunté, sin pensar. La mujer me miró con una expresión confusa. Evidentemente no entendía mi idioma.

Sin responder, salió de la habitación, dejándome sola en mi asombro. Regresó poco después, acompañada por una joven sirvienta de cabello corto y rubio, con ojos celestes tan luminosos que casi dolía mirarlos. Era hermosa, como una muñeca de porcelana animada.

La mujer mayor le susurró algo en un idioma que reconocí como francés, aunque no pude comprender nada. Entonces la joven me dedicó una sonrisa cálida.

—Hola, señorita. Mi nombre es Justine. Estoy aquí para traducirle.

—Hola, Justine. Soy Elizabeth —dije, aún intentando asimilar la magnificencia de mi entorno.

—¿Qué desea saber? —preguntó con un tono profesional pero amable.

—¿Esta habitación es para mí?

Justine intercambió unas palabras con la mujer mayor y luego se volvió hacia mí.

—Sí, señorita. Es suya. Debe permanecer aquí hasta que el señor llegue. Sus pertenencias serán traídas en unas horas.

Un escalofrío recorrió mi columna. "El señor". Solo esas palabras bastaron para despertar una tormenta de pensamientos en mi cabeza.

—¿Estamos en Bélgica, verdad? —inquirí, buscando confirmar lo que había temido desde que fui vendida.

—Así es. ¿Alguna otra pregunta? —su tono se había vuelto más formal.

Negué con la cabeza, incapaz de formular nada más. Ambas sirvientas se retiraron con un ligero asentimiento. Me quedé sola, sentada en el borde de la cama, intentando comprender lo incomprensible.

¿Qué estaba pasando? Sabía que el hombre que me había comprado en aquel burdel era el dueño de esta mansión, pero eso no hacía más soportable mi situación. ¿Qué sería de mí cuando él llegara? Una parte de mí esperaba que fuera un anciano repulsivo, porque al menos eso era predecible. Pero si fuera alguien diferente, alguien joven, poderoso… esa idea era aún más aterradora.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por tres suaves golpes en la puerta. Entró la misma mujer de antes, portando una bandeja con comida que dejó sobre la cama antes de retirarse en silencio. El aroma me recordó que llevaba horas sin comer. Me abalancé sobre la comida, devorándola como si fuera mi última oportunidad de disfrutar algo en este mundo. Todo sabía exquisito, como si hubiera sido preparado para la realeza.

Tras saciar mi hambre, mi atención se dirigió al estante lleno de libros. Tomé uno, ansiosa por sumergirme en sus páginas y escapar de la realidad, pero la decepción fue inmediata: estaba en un idioma desconocido. Revisé otros libros, con la misma frustración. Al final, me rendí y me senté junto al ventanal, observando el paisaje. El río fluía tranquilo bajo el cielo nublado, como si el mundo exterior ignorara completamente mi tormento interno.

El sueño me venció antes de darme cuenta.

Cuando desperté, el sol teñía la habitación con tonos anaranjados. Me incorporé, decidida a explorar la habitación para distraerme. Detrás de dos puertas encontré un armario inmenso, casi del tamaño de un salón. Los vestidos y trajes que colgaban en sus paredes eran obras de arte, cada prenda parecía haber sido diseñada para una reina. Las joyas brillaban tras puertas de cristal, tanto que por un momento creí estar en un museo.

Me sentí como un ratón en un palacio, abrumada por la riqueza y el lujo. Salí rápidamente y abrí otra puerta, encontrándome con un baño más grande que cualquier habitación en la que haya vivido. La decoración dorada y plateada era casi absurda en su opulencia.

Regresé a la cama, tratando de llenar el vacío con pensamientos inútiles, cuando alguien llamó a la puerta. Era Justine.

—Señorita, por favor alístese para cenar. Vendré por usted en una hora —dijo, con una cortesía fría. Cuando estaba por marcharse, la detuve.

—Justine… ¿él estará ahí?

—Si se refiere al señor, sí, estará en la cena. Recién ha llegado de su viaje.

Mi corazón se detuvo por un momento. No sabía si sentir miedo o curiosidad. Una cosa era segura: esta cena cambiaría mi destino sin dudas.

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