Una mujer de mediana edad, envuelta en un largo vestido de tela opaca que susurraba al moverse, se acercó a mí con pasos firmes. Sin pronunciar palabra, me indicó con un simple ademán de la mano que la siguiera. Lo hice, como si estuviera en trance, incapaz de cuestionar. La seguí hasta el pie de una escalera de roble que se alzaba majestuosa, casi como si conectara el suelo con el cielo. Una alfombra roja, gruesa y exquisita, descendía por los escalones, amortiguando cualquier ruido de nuestros pasos.
Mientras ascendíamos, mis ojos no podían evitar escudriñar cada rincón. En el centro del salón principal colgaba un candelabro plateado de proporciones desmesuradas, cada cristal relucía bajo la cálida luz que llenaba la estancia. Era como estar dentro de un castillo sacado de un sueño, pero con un toque de inquietante realidad que me hacía sentir pequeña y fuera de lugar. Al llegar al final de la escalera, la mujer giró hacia la izquierda y avanzó por un largo corredor, sus pasos resonaban suavemente sobre el suelo de madera pulida. Finalmente, se detuvo frente a una puerta de madera maciza, tan alta y ancha que parecía esconder algo monumental detrás. La abrió con facilidad, y con otro gesto me indicó que entrara. Lo que vi dentro me dejó sin palabras. La habitación era enorme, más de lo que cualquier persona podría necesitar. Una cama con dosel, digna de una princesa de cuentos, dominaba el espacio. Su estructura tallada en madera estaba adornada con sábanas y almohadas que parecían tejidas con hilos de luz. Muebles delicadamente trabajados ocupaban cada rincón, y un amplio estante, rebosante de libros, se alzaba como una promesa de conocimiento inaccesible. En la pared frente a la cama, una pantalla gigante, de al menos 50 pulgadas, parecía fuera de lugar en medio de la opulencia clásica. Candelabros pequeños decoraban las paredes, proyectando sombras danzantes, y un ventanal inmenso ofrecía una vista espectacular del río que fluía tranquilamente al borde del jardín. Todo era un contraste entre lo majestuoso y lo asfixiante. —¿Todo esto es para mí? —pregunté, sin pensar. La mujer me miró con una expresión confusa. Evidentemente no entendía mi idioma. Sin responder, salió de la habitación, dejándome sola en mi asombro. Regresó poco después, acompañada por una joven sirvienta de cabello corto y rubio, con ojos celestes tan luminosos que casi dolía mirarlos. Era hermosa, como una muñeca de porcelana animada. La mujer mayor le susurró algo en un idioma que reconocí como francés, aunque no pude comprender nada. Entonces la joven me dedicó una sonrisa cálida. —Hola, señorita. Mi nombre es Justine. Estoy aquí para traducirle. —Hola, Justine. Soy Elizabeth —dije, aún intentando asimilar la magnificencia de mi entorno. —¿Qué desea saber? —preguntó con un tono profesional pero amable. —¿Esta habitación es para mí? Justine intercambió unas palabras con la mujer mayor y luego se volvió hacia mí. —Sí, señorita. Es suya. Debe permanecer aquí hasta que el señor llegue. Sus pertenencias serán traídas en unas horas. Un escalofrío recorrió mi columna. "El señor". Solo esas palabras bastaron para despertar una tormenta de pensamientos en mi cabeza. —¿Estamos en Bélgica, verdad? —inquirí, buscando confirmar lo que había temido desde que fui vendida. —Así es. ¿Alguna otra pregunta? —su tono se había vuelto más formal. Negué con la cabeza, incapaz de formular nada más. Ambas sirvientas se retiraron con un ligero asentimiento. Me quedé sola, sentada en el borde de la cama, intentando comprender lo incomprensible. ¿Qué estaba pasando? Sabía que el hombre que me había comprado en aquel burdel era el dueño de esta mansión, pero eso no hacía más soportable mi situación. ¿Qué sería de mí cuando él llegara? Una parte de mí esperaba que fuera un anciano repulsivo, porque al menos eso era predecible. Pero si fuera alguien diferente, alguien joven, poderoso… esa idea era aún más aterradora. Mis pensamientos fueron interrumpidos por tres suaves golpes en la puerta. Entró la misma mujer de antes, portando una bandeja con comida que dejó sobre la cama antes de retirarse en silencio. El aroma me recordó que llevaba horas sin comer. Me abalancé sobre la comida, devorándola como si fuera mi última oportunidad de disfrutar algo en este mundo. Todo sabía exquisito, como si hubiera sido preparado para la realeza. Tras saciar mi hambre, mi atención se dirigió al estante lleno de libros. Tomé uno, ansiosa por sumergirme en sus páginas y escapar de la realidad, pero la decepción fue inmediata: estaba en un idioma desconocido. Revisé otros libros, con la misma frustración. Al final, me rendí y me senté junto al ventanal, observando el paisaje. El río fluía tranquilo bajo el cielo nublado, como si el mundo exterior ignorara completamente mi tormento interno. El sueño me venció antes de darme cuenta. Cuando desperté, el sol teñía la habitación con tonos anaranjados. Me incorporé, decidida a explorar la habitación para distraerme. Detrás de dos puertas encontré un armario inmenso, casi del tamaño de un salón. Los vestidos y trajes que colgaban en sus paredes eran obras de arte, cada prenda parecía haber sido diseñada para una reina. Las joyas brillaban tras puertas de cristal, tanto que por un momento creí estar en un museo. Me sentí como un ratón en un palacio, abrumada por la riqueza y el lujo. Salí rápidamente y abrí otra puerta, encontrándome con un baño más grande que cualquier habitación en la que haya vivido. La decoración dorada y plateada era casi absurda en su opulencia. Regresé a la cama, tratando de llenar el vacío con pensamientos inútiles, cuando alguien llamó a la puerta. Era Justine. —Señorita, por favor alístese para cenar. Vendré por usted en una hora —dijo, con una cortesía fría. Cuando estaba por marcharse, la detuve. —Justine… ¿él estará ahí? —Si se refiere al señor, sí, estará en la cena. Recién ha llegado de su viaje. Mi corazón se detuvo por un momento. No sabía si sentir miedo o curiosidad. Una cosa era segura: esta cena cambiaría mi destino sin dudas.Tal como me indicó Justine, tomé un baño. Al inspeccionar la espaciosa bañera, descubrí un arsenal de lujosas sales de baño y productos para la piel, cuidadosamente dispuestos como si estuvieran esperando mi llegada. El ambiente estaba impregnado de un aroma dulce y relajante, proveniente de las velas aromáticas estratégicamente colocadas. Parecía más un santuario que un simple baño. Me sumergí en el agua caliente, permitiendo que el estrés se disolviera junto con la espuma perfumada. Cerré los ojos, sintiendo cómo el calor calmaba cada músculo tenso. Nunca antes había experimentado algo tan lujoso, tan indulgente. Por un momento, me sentí como si fuera alguien diferente, alguien que no cargaba con las cicatrices de un pasado que intentaba olvidar. Tras lo que sentí como horas —aunque seguramente fueron menos—, salí del baño con la piel cálida y los pensamientos algo más ordenados. Me envolví en una toalla suave y dejé que el aire tibio de la habitación secara mi cabello. No obst
Por más que intentara analizar sus palabras desde todos los ángulos, la duda y la desconfianza seguían ancladas en mi interior. Era una reacción natural, casi instintiva en mí, resultado de haber crecido en un orfanato donde la bondad rara vez era genuina. En ese entorno, aprender a desconfiar fue una cuestión de supervivencia, y ahora, cada gesto amable parecía ocultar mentiras o intenciones veladas. —Podrías haber elegido a cualquiera de las jóvenes que estaban allí. —Me gustabas tú. Eras la más joven, hermosa y, a diferencia de las demás, eres… —hizo una pausa, como si midiera sus palabras. —¿Virgen? —completé su frase con un tono ácido. Él asintió con calma, como si no hubiese percibido mi incomodidad. —Es cierto, pero no todo en mí es lo que parece —dije, cruzándome de brazos y observándolo con desafío. —¿A qué te refieres? —arqueó una ceja, curioso. —A mi cuerpo. —¿Qué tiene tu cuerpo? —su tono seguía siendo sereno, pero había un dejo de interés genuino. —Cuando me s
Sin resignarme a aceptar tan fácilmente, insistí en tratar de persuadirlo, aunque pronto me di cuenta de que sería inútil. —Por favor, estoy perfectamente sana. No me lleves —intenté un puchero, buscando conmoverlo. Henrik dejó escapar una suave risa mientras me miraba con ternura. —Eres adorable, pero no me convencerás. Es solo un examen, nada grave. —¿Es realmente necesario? —pregunté, dejando caer los hombros en un gesto de resignación. —Totalmente. Suspiré, sabiendo que no tenía escapatoria. —Está bien, tú ganas. Me levanté con pesadez y me dirigí al baño. Después de terminar, me lavé los dientes y, al darme cuenta de que no había traído ropa, opté por una bata que encontré colgada allí. Era corta, demasiado quizás, y su tela ligera apenas cubría lo esencial. Al salir, me encaminé al armario. Henrik seguía sentado en el mismo lugar, observándome con una intensidad que me hizo sentir expuesta. —Eso que llevas puesto… —murmuró sin apartar la mirada. —
Cuando terminó, me indicó que me vistiera. Hice lo que me dijo, algo torpe, intentando ignorar el peso de su mirada fija. Luego llamó a Henrik, quien entró al consultorio con su habitual porte estoico. Se sentó junto a mí, su presencia llenando el espacio con una autoridad casi palpable. La mujer habló con él en un tono formal y sereno, mientras yo me sentía una espectadora en un diálogo del que, en teoría, era la protagonista. Al cabo de unos minutos, salimos. —¿Qué te dijo? —pregunté, intentando sonar casual. —Que los resultados estarán listos en unos días —respondió sin apartar la vista del pasillo por el que caminábamos. —¿Y qué más? —insistí, incapaz de contener mi curiosidad. —Confirmó que, efectivamente, eres virgen y que, a simple vista, estás muy sana. —Ya veo. No supe cómo reaccionar, así que simplemente me aferré al silencio. Henrik señaló una puerta frente a nosotros, y al entrar, sentí cómo un leve temblor recorría mi cuerpo. La enfermera me pidió que me s
El almuerzo transcurría incómodo. Sus comentarios me dejaron algo pensativa y el ambiente se volvió tenso entre nosotros. Levanté la vista para mirarle y en ese mismo instante él también lo hizo pillandome en el intento. Sonrió de medio lado egocéntrico y ladeó la cabeza. —Te pillé. —¿A qué te refieres? —fingí desinterés. —Me estabas mirando pequeña acosadora. —No tengo idea de qué hablas —no pienso aceptarlo. —Te vi mientras me espiabas. —No te estaba espiando y además si me pillaste es porque también me mirabas. ¿Oh no? —elevé una ceja. —Un punto para ti —rió. Sonreí ampliamente mientras él levantaba las manos en rendición. La tensión se aligeró un poco. Luego de eso fue más cómodo. No habían miradas intimidantes. Todo fue absolutamente tranquilo y agradable. Después del almuerzo regresamos a casa. En el camino me limité a mirar por la ventana, el paisaje es definitivamente hermoso. —¿Henrik puedo pedirte algo? —me atreví a hablar algo avergonzada. —Claro —respondió
Al fin, mañana es el día que he esperado durante tantos años. No puedo contener la emoción de salir de aquí, del infierno que es este orfanato. Este lugar, donde lo inimaginable ocurre, está oculto tras la sotana de un cura. Desde que empecé a crecer, comprendí que las cosas no eran normales.Aquí nos encontramos los hijos de padres fallecidos o simplemente abandonados, como yo. En mi caso, fui hallada en la entrada del orfanato, sin ningún vínculo con una familia, apenas una bebé de unos días. Sin embargo, eso nunca me ha importado. Desde que empecé a crecer, lo único que he deseado es que llegue el momento de marcharme.El orfanato se encuentra a las afueras del pueblo, en medio de un campo. Desde el exterior, parece hermoso, rodeado de un extenso jardín lleno de flores, un bosque de pinos y, cerca, un pequeño lago donde me gusta ir a leer y estudiar. Pero, lamentablemente, la belleza de este lugar es solo superficial; dentro se esconde un verdadero infierno, uno que las personas de
—¡Elizabeth, estás tardando mucho! ¿Puedes salir? —¡Sí, enseguida, señor! Salí del baño y lo encontré hablando con un médico. El hombre me inspeccionó de arriba abajo y luego dirigió una mirada significativa hacia el cura. Asintió y salió de la habitación. —Elizabeth, querida, ha llegado la hora. —¿La hora de qué? —su frase me pareció cargada de un significado inquietante. —De tu operación. —Un grupo de médicos, que me parecieron extraños, entró en la habitación. —No hace falta ninguna operación, estoy bien, se lo aseguro. —Oh, no lo estás, querida. Pero no te preocupes, después de esto, sí lo estarás. —Una sonrisa lasciva se formó en su rostro. Me llenó de miedo. Los supuestos médicos se acercaron para llevarme, me acostaron sobre una camilla y comenzaron a hablar entre ellos. Lo extraño es que sus conversaciones parecían no tener nada que ver con una apendicitis. —Creo que le hará falta un poco más de busto —dijo uno de ellos. —Así es. Los labios no, así como los tiene, es
—Perdone, señora, pero no puedo bailar ahí.—¿Y qué te lo impide?—No sé hacerlo.—Lo harás. Ya aprenderás.—¡He dicho que no haré tal cosa!—¡Escúchame, muchachita! —sostuvo mi rostro con mano firme, apretándolo con fuerza—. Que yo haya sido amable hasta ahora no significa que sea una idiota. Harás todo lo que te ordene, porque no tienes otra maldita opción. Enfádame y te haré conocer los límites del dolor.Permanecí en silencio, conteniendo las lágrimas que amenazaban con traicionarme y revelar cuán débil me sentía. Las retuve, decidida a no dejarme vencer, porque si lo hacía, conocerían mis debilidades. Y eso es algo que no puedo permitirme, especialmente ahora.—¿Has entendido, niña?Asentí ligeramente con la cabeza, y ella sonrió de lado, satisfecha.—Entonces ven aquí.Me llevó hasta una tarima donde una joven bailaba con facilidad y soltura.—Stella, acércate.La joven dejó de bailar y se acercó a nosotras.—¿Quién es ella? —preguntó, mirándome de arriba abajo.—Ella será tu nu