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Por: Melissa
Capítulo 1 El legado de Don alfonso

El Legado de Don Alfonso

El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro.

Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia.

A su lado, sus padres, Carlos Ferrer e Isabel Mendoza de Ferrer, observaban la ceremonia con expresiones solemnes. Su madre, con lágrimas silenciosas corriendo por su rostro, se aferraba al brazo de su esposo, mientras Carlos mantenía la cabeza alta, tratando de ser el pilar en medio del dolor. Alejandro los escuchaba murmurar entre ellos, pero sus palabras eran un murmullo distante para él. Su mente estaba en otro lugar, proyectándose hacia lo que vendría después de este día. Lo que sucedería con la empresa, con el legado de su abuelo... con él mismo.

Al otro lado del pequeño grupo de familiares y amigos cercanos, Alejandro vio a su primo Adrián, acompañado por sus padres. Adrián, aunque visiblemente afectado por la muerte de su abuelo, no podía esconder del todo esa chispa de ambición que siempre había caracterizado su relación con Alejandro. Ambos habían sido criados para ser competidores, y la muerte de Don Alfonso solo intensificaría esa dinámica. Alejandro lo sabía. Todos lo sabían.

El sacerdote continuaba con las oraciones, mientras las miradas de los familiares se dirigían hacia el suelo. Adrián, con los ojos enrojecidos, hizo una breve pausa para mirar a Alejandro, sus miradas cruzándose por un segundo. Había algo más que dolor en la mirada de Adrián. Alejandro reconoció esa mezcla de emociones: pesar, pero también una sutil sensación de oportunidad. No era un secreto que Adrián y sus padres deseaban una parte mayor del imperio Ferrer, y ahora que Don Alfonso no estaba, el tablero de juego cambiaría.

—Todo terminará pronto —murmuró Carlos a su hijo, rompiendo el silencio entre ellos. Alejandro asintió brevemente, sin apartar la vista del ataúd.

Cuando la ceremonia terminó y los primeros familiares comenzaron a dispersarse, Alejandro permaneció inmóvil junto a la tumba. Sabía que ese momento marcaría el inicio de una nueva etapa en su vida, una que no estaba seguro de querer enfrentar. Su abuelo había dejado más que recuerdos; había dejado un legado lleno de poder, responsabilidades... y condiciones.

Mientras sus padres se alejaban, Alejandro decidió quedarse solo. Cuando la última persona se retiró, se arrodilló lentamente frente a la tumba, acomodando las flores que el viento había desordenado. El silencio del cementerio le resultaba abrumador. Respiró profundamente y, por primera vez en todo el día, permitió que una punzada de vulnerabilidad cruzara su semblante.

—Abuelo… —murmuró, su voz rasgada por la emoción contenida—. Me harás mucha falta.

Acomodó las flores con más cuidado, como si al hacerlo pudiera encontrar un consuelo que no llegaba.

—No sé qué voy a hacer ahora, sin tus consejos, sin tus regaños —continuó, sintiendo el peso de las palabras como nunca antes—. Siempre fuiste duro conmigo, pero ahora entiendo que lo hiciste porque querías que fuera fuerte… como tú.

Alejandro se quedó en silencio por un momento, mirando la lápida que empezaba a cubrirse con pétalos marchitos.

—Adiós, abuelo —susurró al final, con un nudo en la garganta—. Te prometo que no voy a fallar.

Se levantó despacio, limpiando el polvo de sus rodillas. Mientras se alejaba de la tumba, una sensación de determinación empezó a crecer en su interior. Sabía que la responsabilidad que su abuelo le había dejado no sería fácil de llevar, pero estaba listo para enfrentar lo que viniera.

Alejandro se alejó de la tumba, el frío viento aún revolviendo su cabello oscuro mientras caminaba hacia su auto. Su mente estaba lejos, ocupada por la mezcla de dolor y responsabilidades que lo aguardaban. Sabía que el día apenas comenzaba, y que pronto tendría que enfrentar la lectura del testamento, los problemas familiares y, sobre todo, las expectativas de su abuelo.

Mientras se acercaba a su coche, una voz familiar lo hizo detenerse.

—¡Alejandro! —llamó alguien detrás de él.

Era su amigo de la infancia y compañero en los negocios, Javier. A pesar de la solemnidad del día, Ricardo mantenía su usual actitud relajada, como si siempre tuviera la habilidad de tomar la vida con una tranquilidad envidiable. Al llegar a su lado, Javier le puso una mano en el hombro, observándolo con una mezcla de preocupación y apoyo.

—¿A dónde vas? —preguntó Ricardo, bajando la voz—. Ha sido un día difícil, lo sé, pero ¿qué te parece si almorzamos juntos? Así te relajas un poco. Podríamos ir a ese restaurante que tanto te gusta. ¿Te parece?

—Lo agradezco, Ricardo —dijo con un suspiro profundo, mirando el horizonte antes de devolverle la mirada a su amigo—, pero ahora no puedo pensar en otra cosa que no sea lo que sigue. Tengo que estar en la oficina pronto. Hay muchas decisiones que tomar.

Ricardo asintió, aunque su sonrisa habitual desapareció por un segundo. Sabía bien cómo era Alejandro, y entendía que detrás de esa máscara de control y frialdad, su amigo estaba sufriendo más de lo que quería admitir.

—Lo entiendo, pero no puedes llevar todo esto solo —respondió Ricardo, con su habitual tono suave pero firme—. Don Alfonso habría querido que mantuvieras la cabeza fría, y a veces la mejor manera de hacerlo es tomarte un respiro. Aunque sea por una hora.

Alejandro suspiró y miró su reloj. Ricardo tenía razón, pero la verdad era que no sabía cómo relajarse, no en un día como ese. Sin embargo, por un instante, la idea le pareció buena.

—Está bien —dijo al fin—. Pero solo una hora. Tengo que volver a la oficina cuanto antes.

Ricardo sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—Eso es más que suficiente. Vamos, yo invito.

Ambos amigos caminaron hacia sus autos, dejando atrás el cementerio y las pesadas nubes de tristeza, aunque Alejandro sabía que su verdadera batalla aún estaba por comenzar.

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