Camila seguía abrazada a Adrien, sollozando contra su pecho, sintiendo un dolor que no lograba comprender del todo. Sus lágrimas empapaban la camisa de él, pero Adrien no hizo el más mínimo ademán de apartarla. Solo la sostenía, acariciándole la espalda con ternura infinita, como si su calor pudiera ahuyentar las tormentas que asolaban su alma.Su mente era un torbellino de preguntas sin respuesta. ¿Por qué haría algo así? ¿Qué habría sido tan grave como para obligarla a cambiar su identidad? ¿Qué vida había tenido antes de convertirse en Valentina Suárez? Cada pregunta era como una espina que se clavaba más hondo en su pecho.Con un temblor en los labios, Camila alzó la mirada hacia Adrien. Sus ojos, aún húmedos, brillaban bajo la suave luz de la luna. Con dedos temblorosos, acarició el rostro de Adrien, dibujando el contorno de su mandíbula con la yema de sus dedos, como si buscara asegurarse de que él era real, de que no se desvanecería como un sueño.—¿Tú sabes cuál fue la causa..
Adrien y Camila seguían compartiendo su noche mágica, esa noche que parecía suspendida en el tiempo, donde el dolor quedaba atrás y solo existía el latido acompasado de dos almas que empezaban a encontrarse. La brisa fresca de la noche acariciaba sus rostros, llevando consigo el aroma de las flores que decoraban el jardín del restaurante privado donde Adrien la había llevado.Ambos terminaron de comer, intercambiando sonrisas y miradas cómplices que hablaban más que mil palabras. Adrien dejó su copa sobre la pequeña mesa y, sin apartar sus ojos de Camila, le preguntó con voz suave:—¿Quieres que caminemos un poco?Camila, que jugaba distraídamente con el borde de su servilleta, levantó la vista. Sus ojos brillaban con una luz especial, como reflejando la tranquilidad que sentía estando junto a él. Asintió levemente.—Sí, me gustaría caminar —respondió, su voz apenas un murmullo cargado de ilusión.Adrien sonrió, esa sonrisa que parecía iluminar su rostro entero, y se levantó con movim
Adrien y Camila permanecían abrazados en la sala, inmersos en esa burbuja de tranquilidad que parecía haberse formado solo para ellos. El silencio era cómplice de su cercanía; el latido del corazón de Camila se acompasaba al de Adrien, mientras la tenue luz de las lámparas creaba sombras suaves en las paredes, envolviéndolos en una atmósfera de paz.Adrien acariciaba suavemente la espalda de Camila, sintiendo cómo ella se aferraba a él con la misma necesidad que él tenía de protegerla. Sus labios se posaron en la cabeza de ella en un beso cálido y silencioso.Pero aquel momento íntimo se vio interrumpido de pronto por una voz grave que rompió la quietud:—Disculpen... no quise asustarlos —dijo Eduardo, asomándose desde el umbral de la puerta.Adrien levantó la mirada hacia su padre, sin apartar todavía sus brazos de Camila. Camila, por su parte, se separó lentamente, un poco avergonzada, bajando la cabeza.—No te preocupes, papá —respondió Adrien, con tono tranquilo—. Llevaré a Camila
Margaret estaba frente a su enorme espejo de cuerpo completo, ajustando los últimos detalles de su atuendo. Su vestido rojo abrazaba cada curva de su figura, resaltando su cintura esbelta y sus piernas largas y torneadas. Se observaba con satisfacción, acariciando su cabello rubio perfectamente ondulado mientras ensayaba una sonrisa coqueta.De repente, su teléfono vibró sobre la cómoda de mármol. Sin apartar la vista de su reflejo, Margaret estiró la mano y lo tomó. La pantalla mostró un nombre que le arrancó una sonrisa pícara: Álvaro . Con un movimiento suave, deslizó su dedo para contestar.—¿Aló? —dijo con voz seductora.Del otro lado, la voz de Álvaro sonó cargada de deseo:—Hola, amor. Quiero verte.Margaret soltó una risita mientras giraba un mechón de su cabello.—Tengo que ir a trabajar, Álvaro. No puedo verte ahora...—No quiero que vayas. —Su tono fue dominante, firme—. Da cualquier excusa, pero te quiero aquí... ahora.Ella soltó un suspiro resignado, como si no pudiera r
La tarde caía con lentitud sobre la gran mansión Ferrer, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. Alejandro detuvo su auto frente a la entrada principal, acompañado de su primo Andrés. Ambos bajaron en silencio, arrastrando tras ellos la pesada carga de pensamientos que los perseguían desde hacía días. El portón se cerró tras ellos con un leve chirrido metálico.Al abrir la puerta principal, fueron recibidos por una ráfaga de perfume fresco y la voz alegre de sus padres, que conversaban animadamente en la sala principal.—Buenas tardes —dijo Alejandro, su voz algo ronca, mientras Andrés, más jovial, también saludaba.Emma, que estaba sentada en un elegante sillón de terciopelo, se levantó de inmediato al verlos. Con una sonrisa cálida, caminó hacia su hijo y le dio un beso en la mejilla, dejando un leve rastro de su delicado aroma floral.—Buenas tardes, hijo —dijo en tono amoroso—. Tu hija Melody está en su habitación, esperándote. Me pidió varias veces que te avisara.Una c
La noche había caído por completo sobre la ciudad. Las luces de la mansión Ferrer se difuminaban entre los árboles mientras el jardín se sumía en un silencio apacible. Bajo el cielo estrellado, Alejandro e Irma permanecían sentados en el banco de piedra, sin necesidad de hablar, simplemente contemplando el firmamento.Una brisa suave mecía las hojas y traía consigo el aroma de las flores recién regadas. El silencio entre ellos no era incómodo; era más bien un espacio compartido de comprensión mutua, de esas conexiones silenciosas que sólo nacen entre dos almas que han conocido el dolor.Irma tenía los brazos cruzados sobre su regazo. Llevaba una blusa de manga larga color crema que resaltaba el tono cálido de su piel, y sus ojos oscuros estaban fijos en el cielo, buscando algo, quizás a alguien. Alejandro, a su lado, tenía una expresión serena, aunque sus cejas ligeramente fruncidas delataban la batalla que libraba internamente.—¿Puedo saber por qué estás triste? —preguntó de pronto,
El Legado de Don Alfonso El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro. Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia. A su lado, sus padres, Carl
El restaurante al que Ricardo había llevado a Alejandro era uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, conocido por su discreción y elegancia. A pesar de la tranquilidad que ofrecía el lugar, Alejandro seguía inquieto. Ni siquiera el olor a comida recién preparada lograba aliviar la presión que sentía en el pecho. No era solo la pérdida de su abuelo, sino todo lo que implicaba la herencia que ahora recaía sobre él. —Relájate, hombre —dijo Ricardo mientras los dos se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Una comida no va a arreglar todo, pero al menos te sacará de esa nube oscura en la que te has metido. Alejandro no respondió, solo asintió, su mente todavía enfocada en los pendientes que lo esperaban en la oficina. Sin embargo, decidió hacer un esfuerzo aunque fuera por unos minutos. —Voy al baño un segundo —dijo Alejandro, levantándose de la mesa. Caminó con paso firme hacia la parte trasera del restaurante, intentando organizar sus pensamientos. Mientras regresaba, dis