Hoy es uno de esos días en los que los recuerdos parecen aferrarse a cada rincón de la casa, como si quisieran recordarnos que el pasado nunca se va del todo.Los pasillos de nuestra casa han sido testigos de tantos momentos, pero hoy tienen un aire diferente. La llegada de Diego ha cambiado la atmósfera, convirtiendo cada rincón en un escenario de silencio incómodo. No puedo evitar sentir que la casa está conteniendo la respiración, esperando algo que ninguno de nosotros puede definir.Lo veo sentado en el borde de la cama de la habitación de invitados (que supongo que ahora es su habitación desde que mis padres lo dejaron instalarse allí la semana pasada). Lo veo encorvado, clavándose los codos en las rodillas y jugueteando con un anillo de oro pesado entre sus dedos: El anillo de su abuela. Una de esas reliquias destinada a pasar de generación en generación.Levanto la mano y golpeo la puerta con los nudillos. Él levanta la mirada y me sigo sorprendiendo por la frialdad que siempre
—Está diluviando, Maggie, ¿por qué no le dices a Diego que te lleve a clase hoy? Y a ver si así...Sé lo que quiere mi madre porque es lo que todos queremos: que Diego vuelva a ser Diego.—Se lo diré, pero no me cuesta coger el autobús.Ella me lanza una mirada de soslayo, una mezcla entre preocupación y cansancio. Siento la presión, aunque también sé que obligarlo a interactuar conmigo no va a cambiar las cosas de la noche a la mañana. Mi madre me pasa una taza de café para que se la suba y de paso mequita el pelo, rubio como el de ella, de la cara. El gesto es tan automático que no puedo evitar sonreír.—Deberías hablarle más. No es bueno que esté tanto tiempo solo —dice mi madre.Subo las escaleras con pasos pesados, como si estuviera arrastrando una tonelada de incomodidad conmigo. Cuando llego a la puerta de su habitación, dudo un segundo antes de llamar. Esto es muy raro. Las cosas antes no eran así.—¿Diego? —llamo, y como no contesta aporreo con más fuerza—. Diego, Diego, Dieg
Estar en casa me sofoca, y más cuando parece que todos intentamos volver a la normalidad sin mucho éxito. No voy a decir que Diego es un intruso en casa, pero hay algo a lo que todavía nadie se acostumbra del hecho. Hablar con él sigue siendo una misión imposible. Se va temprano a la universidad, a veces me lleva a clase y otras, cuando golpeo en su puerta, él ya se ha marchado; y llega tarde a casa, casi cuando anochece.Por eso hoy, viernes, cuando Vera me ha ofrecido comer en su casa después del instituto y arreglarnos juntas para la fiesta, he aceptado sin dudar. El simple hecho de salir y respirar aire fuera de las paredes que me han estado apretando durante semanas es un alivio.En cuanto entro en su casa, me recibe el sonido de la música y el aroma de alguna comida exótica que su madre probablemente ha sacado de un libro de recetas que colecciona desde que la conozco. Lleva el delantal manchado de harina y nos agita una espátula de madera con entusiasmo.—¡Hola chicas! —nos sal
Mentiría si dijera que, de algún modo, no me siento como en una nube. Besar a Diego ha sido inesperado, repentino, puede que una completa y total locura...—¡Eh! —Vera me sacude la mano con tantas ganas delante de la cara que casi me golpea—. ¡Estas ida!Parpadeo y me inclino lo justo como si fuera un secreto a voces. Aún tengo que creérmelo.—He besado a Diego. O nos hemos besado, no sé.—¿Qué? —me agarra del brazo y se queda ojiplática —¿¡Cuándo!? ¿Dónde? ¡Cuéntamelo todo, por favor!Su entusiasmo me hace reír. Siempre ha sido así, más entusiasta de las historias ajenas que de las suyas propias. Me muerdo el labio, todavía saboreando los rastros del momento, y trato de ordenar las palabras.—Hace un rato, en el patio —murmuro.Vera me mira fijamente, y por un segundo parece a punto de explotar de emoción. La cabeza de Patty se despega del chico universitario y también sonríe con amplitud.—¿Que te has enrollado con Diego? —suelta una carcajada que resuena por encima de la música, mi
El silencio del pasillo es casi asfixiante cuando me lo encuentro. Ni siquiera escucho el sonido de mis pasos. Sólo lo veo a él, con esa expresión de distancia que cada vez me resulta más desconcertante. ¿Cómo es posible que alguien tan cercano, que he conocido durante toda mi vida, se sienta tan lejano ahora? Intercambianos miradas y cada uno sigue su camino.Sé que ha vuelto un poco a su rutina de ir a la universidad y salir con sus amigos, cosa que alegra a mi madre. Ver que Diego vuelve un poco a su rutina da esperanza a que todo este calvario termine pronto. Mis padres podrán volver a discutir a gritos, Diego volverá a ser bromista, y mi normalidad me dejará estudiar en paz.Hasta entonces, yo camino al autobús por las mañanas hundida en mi abrigo, con un paraguas enano que mi madre insiste que coja, y rezando porque la nube negra que se cierne sobre la ciudad no rompa a llover antes de que llegue a la parada. Pero todo está en mi contra últimamente: Diego y nuestro beso, el que
—Ya sabes lo que pasó la última vez que te pusiste en este plan —dice—. Luego lloriqueas.Me quedo pasmada, sintiendo el calor subirme por la cara. ¿Cómo puede decir eso? ¿Que yo "me pongo en este plan"? Él tampoco se alejó, es más, si cierro los ojos, recuerdo y siento con claridad sus manos arrimándome a él, y besándome con las mismas —o más— ganas.—¿Perdona? —pregunto, bajándome de la encimera boquiabierta—. Te recuerdo que tú te pusiste en este mismo plan también.Diego me mira con los ojos entornados. Puedo sentir la energía que emana de él, ese magnetismo irresistible. La tormenta ilumina la cocina brevemente, y su silueta enmarcada por un aura depredador. Cada paso que Diego da hacia mí parece sincronizado con los latidos de mi corazón, que se han vuelto fuertes, casi atronadores en mis oídos.—No te hagas el tonto, Diego —insisto, sintiendo cómo mi cuerpo se tensa de pura frustración. Le señalo acusadora—. No fui solo yo. Mi dedo y la intensidad con la que lo señalo no son
Hoy por lo menos no llueve a mares, y aún si lo hiciera, no se me ocurriría pedirle a Diego el favor de acercarme al instituto. Después de lo que pasó anoche en la cocina lo último que quiero es cruzarme con él. Cada vez que cierro los ojos, siento sus manos en mi piel, sus labios apretando los míos, y cómo en un abrir y cerrar de ojos, se apartó como si hubiera cometido un error. No tiene sentido, y no sé si quiero intentar entenderlo. Todo lo que sé es que hoy necesito respirar lejos de él, aunque sea por unas horas.—Oye, cariño —me frena mi madre desde el marco de la puerta, justo lo que no quería—. ¿Has conseguido hablar con Diego? Estoy preocupada. No ha dicho mucho desde que llegó.Fantástico. Como si tuviera alguna respuesta lógica que dar.—No —respondo, sacudiendo la cabeza tan rápido que la capucha del abrigo se me resbala—. Igual papá tiene razón y tenemos que dejar que él solo pase el duelo. ¡Me voy!Quizás eso ha sido demasiado frío. Lotte ya no está y Diego no tiene más
Diego y mi madre llegan unas horas más tarde, cuando ya se ha hecho de noche. Escucho el suave murmullo de sus voces entrar en casa, y mi padre y yo nos miramos brevemente por encima de la mesa de cocina, en silencio. Apenas unos segundos después, mi madre es la única que cruza el umbral de la cocina con una sonrisa serena.—¿Ha ido bien? —pregunta mi padre, dejando la pantalla del portátil a un lado.Ella asiente mientras se quita la bufanda con movimientos lentos, como si saboreara el momento de tranquilidad.—Ha sido la primera vez que volvía a casa de Lotte desde el funeral —comenta, mientras se mueve por la cocina con una liviandad poco habitual últimamente—. Todo sigue igual, un poco más desordenado, pero... bueno, puede que me pase este fin de semana a limpiar algunas cosas.Mientras la escucho parlotear sobre las pocas horas que ha pasado con Diego, no puedo evitar darme cuenta de que pase lo que pase, mi madre siempre le tendrá cariño y pasar el más mínimo tiempo con él le ha