3. Deshágase de ella.

—Está muerta — dijo uno de los guerreros tras agacharse e intentar encontrar el pulso de la joven sin lograrlo.

El eco de la masacre aún flotaba en el aire, mezclándose con el olor a sangre, traición y muerte que impregnaba el claro.

Los cuerpos sin vida de los caídos cubrían el suelo como hojas marchitas tras una tormenta. Los gritos se habían apagado, sustituidos por el pesado silencio que deja la muerte a su paso.

Evelyn, con el vestido rojo empapado en sangre ajena, avanzó con hasta donde yacía el cuerpo de Isolde. La luna, testigo de su victoria, brillaba sobre su piel pálida y su mirada chispeó con una satisfacción oscura.

—¿Estás seguro? —preguntó, observando el cuerpo inerte de su prima.

—No hay respiración, mi señora —confirmó el guerrero— Su pecho no se mueve y tampoco fui capaz de encontrarle el pulso.

—Bien.—La sonrisa de Evelyn fue lenta, cruel, victoriosa.

Se agachó, sus dedos acariciaron con desdén la mejilla de Isolde, manchándola de la sangre que aún tenía en la mano. La había odiado durante tanto tiempo que verla así, inerte, sin el brillo orgulloso en sus ojos, sin su altanera seguridad, sin tener todo lo que ella había querido siempre, era casi poético.

Había esperado demasiado para este momento.

—Desháganse de ella —ordenó, irguiéndose con dignidad— Láncenla al acantilado.

Los guerreros asintieron.

Tomaron el cuerpo de Isolde y la arrastraron con rudeza hasta el borde del precipicio. Evelyn los siguió, observando con los ojos brillantes de triunfo como por fin le había ganado a su prima.

—Hoy —murmuró, dejando que la brisa nocturna acariciara su piel— la verdadera luna de la tribu nace.

Los soldados empujaron el cuerpo sin vida de Isolde al vacío.

Evelyn observó con satisfacción cómo su prima desaparecía entre las sombras del acantilado. El sonido del impacto jamás llegó hasta sus oídos, devorado por la brisa nocturna y la inmensidad de la caída.

Con un último vistazo al precipicio, se giró con elegancia y caminó de vuelta al campamento, seguida de sus guerreros. La batalla había terminado.

—¿Muerta?

La voz del Alfa Damian se elevó en la tienda, su ceño fruncido en una expresión difícil de leer.

Evelyn asintió con una sonrisa.

—La tiramos por el acantilado. No hay forma de que haya sobrevivido.

Damian no respondió de inmediato.

Un cosquilleo extraño se deslizó por su pecho, una sensación que no pudo identificar del todo. Su mandíbula se tensó y cerró los puños, pero la incomodidad persistió.

Era una victoria. Lo que su manada había planeado durante tanto tiempo se había cumplido a la perfección. Los traidores estaban muertos, el territorio era suyo, y Evelyn… Evelyn ahora sería su luna ese había sido el trato … pero no pudo evitar un gesto de fastidio ante ese pensamiento, por el momento la haría únicamente su concubina.

Y sin embargo…

Su corazón latió más fuerte de lo normal.

Un cosquilleo, como un leve tirón en su interior.

—Damian —la voz de Evelyn era suave, casi melosa — Lo logramos.

Él alzó la mirada, pero su mente seguía atrapada en esa extraña sensación.

Lo ignoró.

Lo que sentía no tenía importancia.

—Sí —murmuró al final, girando el rostro hacia ella — Lo logramos.

⋆ ⭑ ⋆

La oscuridad era infinita.

Isolde cayó.

El viento silbó en sus oídos conun rugido constante mientras su cuerpo descendía en el abismo.

El dolor, sin embargo, no era lo que esperaba.

Había algo más.

Un calor.

Un calor que ardía en su estómago, que envolvía su vientre como una llama suave pero implacable.

No era normal.

No era suyo.

Era algo más.

Algo vivo.

Isolde sintió cómo ese calor la rodeaba, cómo amortiguaba su caída, cómo la protegía.

Su conciencia flotaba en la frontera entre la vigilia y el sueño, entre la muerte y la vida.

Y entonces, en lo profundo de su ser, lo entendió.

No estaba sola.

Algo dentro de ella… alguien dentro de ella había respondido al peligro.

Su cachorro.

Era su cachorro quien la había protegido.

El impacto no fue como debería haber sido.

No se sintió como huesos rompiéndose, ni como carne desgarrándose.

Se sintió como una caricia cálida, como un abrazo de energía envolviéndola en el último segundo.

Isolde jadeó débilmente cuando su cuerpo golpeó contra una superficie más blanda de lo esperado. Se desplomó sobre un cúmulo de enredaderas y ramas que crecían en una grieta de la roca, una bendición inesperada en la noche más oscura de su vida.

El aire abandonó sus pulmones, pero no el aliento de la vida.

No estaba muerta.

No todavía.

El sonido del agua la despertó más tarde.

Isolde abrió los ojos lentamente sintiendo su cuerpo entumecido por el impacto.

Le dolía todo.

Pero estaba viva.

Su respiración era pesada, sus músculos apenas respondían, pero su vientre aún ardía con ese calor protector.

Instintivamente, sus manos se posaron sobre su abdomen.

Un temblor recorrió su cuerpo.

Sus labios se separaron en un susurro tembloroso, apenas un pensamiento convertido en palabras.

—¿Me… me salvaste?

No hubo respuesta, pero lo sintió.

Sintió la calidez dentro de ella, como un faro en medio de la tormenta, como una promesa de que aún no era el final.

Lentamente, giró el rostro y vio dónde estaba.

Había caído en una cueva estrecha entre las rocas del acantilado, su cuerpo atrapado en un nido de raíces y musgo que, de alguna manera, había amortiguado su impacto.

Pero no podía quedarse allí.

No cuando sabía la verdad.

No cuando entendía que su gente no había sido simplemente vencida, sino traicionada.

No cuando en su interior crecía la última esperanza de su manada.

Sus dedos se aferraron a las raíces.

Se obligó a moverse, a levantarse, a ignorar el dolor que gritaba en cada músculo de su cuerpo.

No podía rendirse.

Porque ahora no era solo ella.

Era ella… y su cachorro.

Y no permitiría que Damian y Evelyn le hicieran daño, ella debía ponerse a salvo y proteger a la pequeña vida que crecía en su vientre.

Con un último aliento de determinación, Isolde comenzó a arrastrarse fuera de la cueva.

La luna la observó en su lucha.

Y en lo más profundo de su corazón, supo que la batalla apenas comenzaba.

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