6. La loba blanca.

Cinco años más tarde:

El cuerpo cálido y perfumado de Evelyn, la prima de Isolde, seguía pegado a él como una lapa, sus manos suaves recorriendo su espalda en un intento por retenerlo.

—No te vayas aún —susurró contra su piel, dejando un rastro de besos en su hombro.

Él apartó su mano con un gesto brusco y se sentó al borde de la cama.

—Tengo cosas que hacer.

—Siempre tienes cosas que hacer —se quejó ella, incorporándose lo suficiente para observarlo molesta — Me tratas como si fuera invisible.

Damian apretó la mandíbula y se puso de pie, ignorando el ardor de sus propias emociones contradictorias. Sabía que debería desearla. Después de todo, los ancianos de la manada llevaban años presionándolo para que tuviera cachorros con ella. Si no lo hacía pronto, lo obligarían a buscarse una esposa, una que pudiera darle lo que Evelyn no había logrado en todo este tiempo.

El simple pensamiento le revolvía el estómago.

—Más te vale darme cachorros pronto —espetó sin mirarla— No voy a esperar eternamente.

Se giró para salir, sintiendo el peso de su odio hacia ella aferrarse a su espalda como un espectro. No podía alejarse, y esa dependencia involuntaria solo lo enfermaba más.

Apretó el paso, con el ceño fruncido, dirigiéndose a la sala de reuniones. Ahí lo esperaban los ancianos y los miembros importantes de la manada.

Había pasado media década desde aquella masacre. Cinco años de poder y estabilidad… o al menos, eso era lo que todos creían los pocos lobos de aquella manada que habían quedado se unioron a él quien decidió tomar a Evelyn como concubina.

Una concubina que en el fondo odiaba y a su vez hacía algo que siempre lo había volver a ella, como si tuviera una necesidad que no podía a comprender o algo fuera de su control lo obligara.

Pero en cuanto su instinto era saciado lo único que le provocaba la presencia de esa loba era querer huir rápidamente de la cama de ella, con la esperanza de que esta vez sí la hubiera fecundado y fuera capaz de darle un cachorro, eso o terminarían obligándolo a tomar una esposa.

Se transformó en su lobo en cuanto cruzó las puertas del bosque. El cambio fue brutal, desesperado, como si desgarrarse la piel le permitiera también desprenderse de la frustración. Pisadas feroces golpearon la tierra húmeda mientras corría sin rumbo fijo, el viento helado golpeándole el pelaje negro azabache.

Necesitaba despejarse. Necesitaba olvidar.

Pero entonces, el rugido de un oso desgarró el silencio.

Damian se detuvo en seco con los instintos encendidos. Sus ojos de lobo se clavaron en la escena delante de él.

Una loba blanca estaba siendo atacada.

El animal colosal la embestía con su peso descomunal, intentando aplastarla, pero antes de que Damian pudiera lanzarse al rescate, la loba reaccionó con una velocidad sobrenatural. Esquivó el golpe del oso con una elegancia feroz, y en un solo movimiento, sus colmillos se clavaron en la garganta de la bestia.

El oso soltó un gruñido ahogado, su cuerpo tembló y, tras un último estertor, se desplomó sobre la tierra ensangrentada.

Damian sintió que su propio aliento se detenía.

El lobo dentro de él reaccionó antes de que su mente pudiera hacerlo. Aulló, anunciando su presencia con una mezcla de admiración y llamado instintivo.

La loba blanca giró el rostro hacia él.

Sus ojos se encontraron por un breve instante que pareció eterno.

Y luego, sin dudarlo, ella huyó.

El no dudó en seguirla hasta que la loba entró en el claro, el claro al que ninguno de ellos había podido entrar desde el suceso, era como si la luna les hubiera vetado la entrada a ese lugar.

Damian quedó inmóvil, con el pecho agitado y las garras hundidas en la tierra. No supo cuánto tiempo pasó así, solo viendo la dirección en la que ella había desaparecido.

Su lobo acababa de elegir.

Había encontrado a su luna.

Y esta se había desvanecido en la oscuridad.

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