13. Los tres días de celo habían pasado.

Tras ese primer encuentro. Se habían refugiado en una cueva para pasar el resto de celo.

La cueva estaba bañada por la tenue luz de la luna.

El aire fresco, cargado con el olor a tierra y a algo más profundo, los rodeaba, pero no podía calmar los latidos acelerados en el pecho de Isolde.

Los tres días de celo habían pasado. Y aunque su cuerpo ya no pedía más, algo dentro de ella seguía ardiendo, una chispa que no lograba apagar.

Damián se recostó contra la pared rocosa, su mirada fija en ella, como si estuviera tratando de leer cada uno de sus movimientos, cada respiración, cada latido.

Había algo inquietante en esa mirada, algo que la ponía al borde de la locura.

Ella, por su parte, no podía dejar de observar la forma en que la luz plateada resaltaba su rostro, tan cercano, tan perfecto, y la manera en que su cuerpo aún respiraba profundamente, como si todo en él estuviera marcado por el instinto, como si la cueva misma hubiese quedado impregnada de su esencia.

—¿Cómo te llamas?
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