14. No puede haber desaparecido.

El frío de la madrugada lo sacó del sueño de golpe. Damián gruñó bajo, su cuerpo giró instintivamente hacia el lado donde, horas antes, había sentido el calor de su hembra. Pero lo único que encontró fue el vacío.

Frunció el ceño y se incorporó, olfateando el aire con desconfianza. El aroma de Isolde aún impregnaba las mantas, dulce y salvaje, como un eco de la noche anterior. Pero en la cueva... nada. Ni un rastro de su presencia.

Su expresión se endureció. Era imposible.

Se puso de pie de un salto. La falta de ropa no fue un impedimento; la tela se había hecho jirones al transformarse tres noches atrás en el bosque, cuando su instinto lo había arrastrado a una transformación descontrolada, al influjo del celo de la loba blanca. Un celo que no podía ignorarse.

Salió de la cueva con pasos largos y agresivos, el cuerpo aún tenso por la necesidad insatisfecha. El instinto de cazador se activó en cuanto el viento le golpeó el rostro. Su hembra no podía haber ido lejos.

La buscó por horas
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