4. Puedes llamarme Raven.

El frío la envolvía como un sudario.

Isolde respiró con dificultad, cada movimiento le arrancaba una punzada de dolor. Sus extremidades estaban entumecidas, sus músculos temblaban por el esfuerzo de arrastrarse fuera de la cueva en la que había caído. Su instinto le gritaba que debía moverse, alejarse, ocultarse antes de que alguien descubriera que aún respiraba.

Pero el agotamiento pesaba sobre ella como una cadena invisible.

Se apoyó contra la roca húmeda, intentando calmar la tormenta en su pecho. Su vientre seguía irradiando ese calor extraño, una protección silenciosa que le recordaba que no estaba sola.

Entonces, algo cambió.

La brisa nocturna se espesó de forma antinatural. Una niebla densa comenzó a deslizarse entre las rocas, avanzando con una fluidez inquietante, envolviéndolo todo en un velo plateado. Isolde parpadeó, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.

La niebla no era normal.

No era la simple humedad de la noche ni el aliento del río lejano.

Era algo… vivo.

El instinto primitivo de su lobo despertó en su interior, advirtiéndole que algo—alguien—se acercaba.

Pasos.

Lentos, firmes, seguros.

Isolde entrecerró los ojos, forzándose a ver más allá de la bruma.

Una figura emergió de la niebla, moviéndose con la gracia depredadora de un lobo cazador. Era alto, con una silueta poderosa, pero lo que más llamaba la atención era cómo la niebla parecía bailar a su alrededor, arremolinándose como si obedeciera su voluntad.

Se detuvo a pocos pasos de ella.

—No estás muerta.

Su voz era profunda, teñida de un tono áspero, como si no estuviera acostumbrado a hablar con otros.

Isolde se obligó a levantar el rostro, sus labios secos se separaron en un susurro:

—¿Quién… eres?

El hombre no respondió de inmediato. Se inclinó levemente, evaluándola con unos ojos que brillaban con un fulgor dorado, inhumano, licantrópico. Pero no era un Alfa común. Había algo más en él.

Algo antiguo.

— No aguantarás mucho sola —dijo al fin, su mirada recorriendo las heridas en su piel, la sangre seca en su vestido roto— Si quieres vivir, debes venir conmigo.

Isolde titubeó. ¿Podía confiar en él?

No tenía fuerzas para huir. Y si Damian o Evelyn descubrían que estaba viva, no le darían una segunda oportunidad de morir.

—¿Quién eres? —insistió, esta vez con más firmeza.

El hombre ladeó el rostro.

—Me llaman muchas cosas —su voz era casi un murmullo— Pero puedes llamarme Raven.

La niebla pareció intensificarse cuando pronunció su nombre, como si el mismo aire reconociera su existencia.

Isolde sintió un escalofrío. No había oído ese nombre antes, pero algo en su interior le decía que él no era un lobo cualquiera.

—No tengo razón para confiar en ti —susurró, aunque su cuerpo ya se inclinaba hacia él por puro instinto de supervivencia.

Raven bajó la mirada hasta su vientre, su expresión se endureció.

—No, no la tienes. Pero tu cachorro sí.

El impacto de esas palabras fue inmediato.

Isolde sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor.

Él lo sabía.

¿Cómo? ¿Cómo podía saberlo si ni siquiera ella había podido asimilarlo completamente?

El miedo la invadió por un segundo, pero entonces algo en la forma en que la miraba la detuvo. No había amenaza en sus ojos dorados. No había codicia, ni crueldad, ni la avaricia que había visto tantas veces en otros lobos.

Había conocimiento.

Y algo más…

Destino.

Isolde tragó saliva con dificultad y asintió lentamente.

—Llévame lejos de aquí.

Raven no dijo nada más.

Se inclinó y la tomó en brazos con una facilidad inquietante, como si su peso no significara nada para él. El contacto con su piel fue extraño: frío al principio, pero luego reconfortante, como el roce de la niebla en una noche de verano, algo de calor para una noche tan horrible como la que acababa de vivir.

La bruma se cerró a su alrededor, oscureciendo el mundo.

Y entonces, desaparecieron.

El viaje fue un susurro entre sombras, apenas perceptible para ella.

Isolde no supo cuánto tiempo pasó envuelta en la niebla. Todo se sentía borroso, irreal. Sentía el movimiento, el ritmo constante de sus pasos, la seguridad en su agarre.

Pero no hubo caminos.

No hubo ríos ni montañas.

Solo niebla.

Cuando la bruma finalmente comenzó a disiparse, se encontró en un lugar completamente distinto.

La luna seguía en lo alto, pero el paisaje había cambiado. Estaban en un claro escondido en lo profundo del bosque, rodeados de árboles tan altos que sus copas parecían rozar el cielo. El aire era distinto, cargado con un poder primitivo que erizaba la piel.

Raven la depositó con cuidado sobre un lecho de hojas secas.

—Descansa —ordenó, con la misma firmeza tranquila de antes.

Isolde se obligó a incorporarse ligeramente, ignorando el dolor que se aferraba a sus huesos.

—¿Dónde estamos?

Raven se apoyó contra un tronco cercano, cruzándose de brazos.

—En un lugar en el que ninguno de tus enemigos va a poder encontrarte.

Había una certeza absoluta en su tono.

Isolde lo miró fijamente.

—¿Por qué me ayudaste?

El lobo la observó por un largo momento, su expresión era inescrutable, pero sus ojos… sus ojos parecían ver más de lo que decían.

—Porque esta historia aún no ha terminado —dijo al fin— Y porque, aunque aún no lo sepas… tú tampoco eres solo una loba ordinaria.

Isolde sintió que su respiración se detenía.

Pero antes de que pudiera formular otra pregunta, el viento sopló entre los árboles y la niebla comenzó a alzarse de nuevo, danzando alrededor de Raven como un manto de sombras vivientes.

El lobo giró sobre sus talones.

—Duerme, Isolde. Mañana tendremos mucho de qué hablar.

Y antes de que pudiera protestar, la niebla lo devoró.

Dejándola sola.

Con más preguntas que respuestas.

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