|Capítulo treinta y dos|

El silencio en el coche fue opresivo durante todo el trayecto de regreso. Ninguno de los dos se atrevió a hablar, como si las palabras pudieran romper algo aún más frágil que lo que ya estaba roto entre ellos. Ariel miraba por la ventana, pero no veía nada. Su mente estaba envuelta en una nube de confusión y tristeza. Todo había cambiado en cuestión de días, y ahora su vida pendía de un hilo, un hilo que apenas lograba sostener. Alejandro, a su lado, mantenía ambas manos firmemente aferradas al volante, con el rostro tenso y la mente en un torbellino de culpa y remordimientos.

Cuando finalmente llegaron a la casa, Ariel apenas pudo contenerse. Caminó lentamente hacia la sala y se desplomó en el sofá, como si sus piernas ya no pudieran sostenerla más. Había estado conteniendo el dolor durante todo el viaje, intentando mantenerse firme, pero la sensación de vacío y desesperanza la consumía. Alejandro la observó por unos segundos desde la entrada, con los hombros caídos, como si llevara
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