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|Capítulo treinta y nueve|

Ariel abrió los ojos lentamente. Todo parecía estar envuelto en una neblina pesada, como si el mundo entero estuviera sumergido en agua. El silencio de la habitación de hospital era interrumpido solo por el leve pitido de las máquinas que monitoreaban sus signos vitales. Su cuerpo se sentía débil, agotado, como si no le perteneciera. Pero entonces lo recordó. La sensación de vacío en su vientre regresó como un golpe directo al pecho, y junto con ella, la imagen de Alejandro, llorando, diciendo esas palabras que no quería aceptar.

Su bebé.

Quiso moverse, gritar, levantarse de inmediato, pero su cuerpo apenas respondió. Una enfermera apareció al lado de su cama, hablándole con suavidad.

Le dijeron que la habían sedado, que su cuerpo y mente habían llegado a un punto crítico y no podían permitir que el estrés la dañara aún más. No respondió. Su mirada, fija y vacía, encontró a Alejandro, que estaba sentado junto a la cama, con el rostro cansado y los ojos aún enrojecidos por el llanto.

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