|Capítulo treinta y ocho|

El bebé estaba envuelto cuidadosamente, su rostro pequeño, con rasgos tan delicados que casi parecían irreales. Parecía estar en paz, como si simplemente estuviera dormido, pero Alejandro sabía que nunca despertaría.

—Hola, pequeño... —susurró Alejandro, mientras las lágrimas volvían a inundar sus ojos—. Soy tu papá...

No sabía qué más decir. El dolor era abrumador. A pesar de todo lo que habían hecho, de todas las precauciones, de todo el amor que le habían dado, su hijo se había ido antes de poder conocer el mundo. Era injusto. Todo lo que Alejandro sentía en ese momento era una mezcla de amor profundo y una rabia silenciosa contra el destino que les había arrebatado la oportunidad de ser padres.

Lentamente, Alejandro extendió la mano y tocó con suavidad la cabecita del bebé. Era increíblemente pequeño, frágil. No podía dejar de pensar en todo lo que nunca llegaría a ser. Todo lo que le habían imaginado, los primeros pasos, las primeras palabras, todo eso ya no existía.

—Te amamos t
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