Encuentro Hostil

El interior de la biblioteca era un reino de silencio. No había el murmullo habitual de lectores perdidos en sus páginas, ni el sonido de dedos pasando hojas con delicadeza. Solo el eco de sus propios pasos y, a lo lejos, el raspar perezoso de una escoba contra el suelo.

El primer piso, al menos, estaba pasable. No era precisamente un modelo de orden, pero los estantes se mantenían relativamente limpios y los libros, aunque algo desordenados, no estaban en completo caos.

Wyn avanzó entre las estanterías, sus ojos escaneando los títulos dispersos sin ninguna lógica aparente. Exhaló con fastidio. Qué desastre de sistema. Se acercó a la única persona visible, un anciano que barría en una esquina sin prisa.

—Disculpe, ¿hay alguna sección específica para thrillers? —preguntó, sin muchas esperanzas.

El hombre ni siquiera levantó la vista.

—No sé. Yo solo limpio.

—Claro —murmuró para sí misma. Hizo una pausa, luego insistió—. ¿Hay alguien más aquí que pueda ayudarme?

—No. Si quieres un libro, busca. Están donde cayeron.

Wyn entrecerró los ojos.

«Genial.»

 ***

Tras unos minutos explorando la planta baja, revisando pasillos estrechos y estanterías repletas de libros en desorden, subió al segundo piso.

Más caos. Más estanterías sin orden, más libros fuera de lugar.

Frunció el ceño. Esto no era lo que esperaba.

Pero en lugar de darse por vencida, subió otro nivel.

La diferencia fue inmediata.

El tercer piso tenía una quietud extraña, como si el tiempo aquí se hubiera detenido hacía años. Polvo cubría los estantes y libros desgastados yacían esparcidos por el suelo como cadáveres olvidados. En un rincón, una mesa de madera envejecida sostenía una máquina de escribir antigua, sus teclas ennegrecidas por el tiempo. Wyn deslizó los dedos sobre la superficie polvorienta, arrugando la nariz ante el abandono evidente.

—¿Es mucho pedir que al menos intenten organizar esto? —soltó con una mezcla de exasperación y asombro—. ¿Quién demonios deja una biblioteca en este estado?

—Si tanto te molesta, puedes largarte.

La voz surgió de entre las sombras de los estantes, profunda y carente de toda paciencia.

Wyn se giró de inmediato, su cuerpo tensándose por reflejo.

Entre las sombras de las estanterías, un hombre la observaba con un libro en las manos. Alto, de complexión fuerte, vestido de negro como si la luz le resultara indiferente. Sus ojos oscuros la perforaban con un brillo afilado, y había algo en él—en su simple presencia—que hacía que el aire pareciera más denso a su alrededor. No era el tipo de persona con la que quisieras cruzarte en un callejón vacío. Y, sin embargo, era atractivo. Incómodamente atractivo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó sin alterar su expresión.

Él sostuvo su mirada un instante, con fastidio apenas contenido, antes de volver al libro.

—Alguien que no tiene paciencia para visitas ruidosas.

Wyn arqueó una ceja.

—Entonces vas a tener un problema conmigo.

Él no levantó la vista de su libro. Pasó la página con un movimiento lento, deliberado, como si la presencia de Wyn no mereciera ni una fracción de su atención.

—Haz lo que quieras. —Su voz tenía un filo seco, casi desdeñoso.

Wyn entrecerró los ojos, analizando su lenguaje corporal. No había sido una invitación, sino un descarte.

—Vaya, qué hospitalario.

Él exhaló con una ligera nota de irritación, pero no respondió.

—¿Siempre eres así o solo cuando alguien te interrumpe? —insistió Wyn.

—No tengo paciencia para gente que no sabe cuándo callarse.

Wyn ladeó la cabeza, sin inmutarse.

—Sí, me di cuenta —dijo con calma—. Pero ignorar a alguien así es de mala educación.

Él cerró el libro de golpe. El sonido retumbó en el espacio silencioso.

—¿Y quién dijo que me importa ser educado?

Había un filo seco en su tono, un aviso disfrazado de simple respuesta. Wyn lo sostuvo con la mirada, analizando cada detalle: la rigidez en su postura, la manera en que sus dedos aún presionaban con fuerza las cubiertas del libro, la tensión acumulada en la línea de su mandíbula.

No era simplemente indiferencia. Era fastidio.

Y por alguna razón, eso la impulsó a seguir.

—Generalmente, la gente que no tiene modales es porque no sabe cómo usarlos.

Él soltó una risa baja, sin rastro de humor.

—¿Y tú generalmente hablas tanto o es tu manera de sentirte valiente?

Su mirada se clavó en ella con precisión quirúrgica, buscando alguna grieta, algún signo de incomodidad. Wyn mantuvo la compostura, pero sintió un ligero escalofrío recorriéndole la columna.

Abrió la boca para responder, pero él se movió. No lentamente, no con un aviso previo, sino con la clase de fluidez que solo alguien acostumbrado a moverse con precisión podía tener.

El espacio entre ellos se redujo en un parpadeo.

Wyn no pudo evitarlo. Retrocedió.

No mucho, pero lo suficiente para que el brillo burlón en los ojos de él se acentuara.

—Qué adorable —murmuró, inclinándose apenas—. Primero juegas a desafiarme, y ahora retrocedes.

Wyn apretó la mandíbula, sintiendo el calor en su piel por la frustración más que por el miedo.

—No retrocedí.

Él inclinó la cabeza con lentitud, estudiándola como si acabara de escuchar algo particularmente ingenuo.

—Claro que lo hiciste.

Wyn sostuvo su mirada, con la mandíbula tensa.

—No retrocedí —repitió, esta vez con más firmeza.

Él entrecerró los ojos, como si midiera la credibilidad de sus palabras. Luego, en lugar de alejarse, se inclinó un poco más, reduciendo la distancia entre ellos con una deliberación calculada.

—¿Seguro? Porque a mí me pareció lo contrario —murmuró, su voz más baja.

Wyn sintió el instinto de moverse, pero esta vez se obligó a quedarse en su sitio.

No iba a darle la satisfacción.

Él la observó por un instante más, sus ojos oscuros examinándola con una intensidad molesta. Entonces, como si hubiese perdido el interés, soltó un resoplido y se apartó.

—Olvídalo —dijo con un desdén despreocupado mientras giraba sobre sus talones—. No importa.

Se movió hacia una de las estanterías y deslizó los dedos por el lomo de varios libros antes de detenerse en uno. Lo sacó con calma, con una familiaridad que sugería que ya lo había leído antes.

Wyn exhaló lentamente, obligando a su cuerpo a relajarse. Apartó un mechón de cabello de su rostro y ladeó la cabeza antes de soltar, con evidente molestia:

—¿Siempre invades el espacio personal de la gente?

Él no la miró, solo pasó los dedos por el borde de la cubierta, como si estuviera decidiendo si valía la pena responder.

—Solo cuando alguien se empeña en ignorar mis señales.

Wyn bufó, sin ocultar su molestia.

—Eres insoportable.

—Y tú eres persistente —dijo con un aire despreocupado—. Supongo que estamos empatados.

Wyn entrecerró los ojos, sintiendo una punzada de curiosidad inesperada.

—Todavía no me has dicho tu nombre.

Él se detuvo. No completamente, pero sus dedos, que hasta entonces acariciaban distraídamente el lomo del libro, se quedaron inmóviles por un instante.

—Si tienes suerte, lo descubrirás.

Wyn soltó un suspiro frustrado, pero antes de poder replicar, él le dedicó una última mirada—un desafío silencioso—y se giró sobre sus talones con el libro en mano.

Lo vio alejarse, dejándola con palabras no dichas y la molesta certeza de que, de algún modo, había caído en su juego.

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