Deriva

El tiempo en la nueva ciudad tenía un ritmo extraño.

Algunos días se arrastraban, espesos y monótonos, entre intentos fallidos de escribir y ratos de ocio que se sentían más largos de lo normal. Otros pasaban demasiado rápido, como cuando consiguió trabajo en una cafetería del centro y, de repente, ya estaba familiarizándose con la máquina de espresso, esforzándose por no quemarse con el vapor ni derramar café en el mostrador.

Cuatro días a la semana. No estaba mal. La paga era suficiente, el ambiente era tranquilo y, con el tiempo, incluso había empezado a recordar los nombres de los clientes frecuentes.

Algunos eran amables y charlaban un poco, otros apenas soltaban un murmullo al pagar. Con ellos, Wyn no tenía problema.

Pero había otros… esos que tenían un aire demasiado serio o una presencia que simplemente resultaba incómoda.

Como él.

El recuerdo de su primer encuentro en la biblioteca seguía flotando en su mente, apareciendo de vez en cuando en momentos aleatorios.

¿Por qué seguía pensando en eso? No había sido nada especial, solo un tipo extraño y un poco desagradable. Ni amable, ni particularmente grosero, solo… difícil de ignorar, de una manera irritante.

No debería importarle. Y sin embargo…

—Cuidado.

La voz de Evan, su compañero en el turno, la sacó de golpe de sus pensamientos, justo cuando el líquido caliente alcanzó sus dedos.

El dolor fue un pinchazo agudo que la hizo soltar un leve jadeo y apartar la mano de golpe. La jarra tambaleó peligrosamente antes de que Evan la sujetara con rapidez.

—¿Estás bien? —preguntó, con el ceño apenas fruncido.

Wyn sacudió la mano en el aire, como si eso fuera a aliviar la quemazón.

—Sí… creo.

Evan dejó la jarra a un lado y tomó su muñeca con cuidado, revisando su piel enrojecida.

—Deberías ponerle agua fría.

Wyn reaccionó por instinto y retiró la mano antes de que él pudiera sujetarla por más tiempo. No le gustaba que la tocaran, al menos no cuando no lo esperaba. Evan no dijo nada al respecto, solo la observó por un segundo antes de soltar un ligero suspiro.

—Si quieres, puedes irte a casa antes. Yo cubro el resto del turno.

Ella parpadeó, sorprendida por la oferta, pero no intentó discutir. Solo asintió con la cabeza, se quitó el delantal y salió sin prisas de la cafetería.

 ***

Afuera, el aire fresco hizo que la quemazón se sintiera más latente. Miró su mano mientras caminaba, viendo el ligero enrojecimiento en su piel.

Suspiró y siguió avanzando sin un rumbo claro. Sus pies parecían moverse por inercia, llevándola de una calle a otra mientras el bullicio de la ciudad llenaba el aire. Voces, motores, pasos sobre la acera… todo sonaba lejano, como si su cabeza estuviera envuelta en una neblina ligera.

Cuando se detuvo frente a la parada de taxis, ni siquiera recordaba en qué momento había decidido venir aquí. Se quedó quieta un segundo, pensando si debía simplemente caminar de regreso a casa, pero la idea de seguir vagando le pareció demasiado agotadora.

Un taxi se acercó y, antes de pensarlo demasiado, levantó la mano.

Se acomodó en el asiento trasero con un suspiro y el conductor la miró por el espejo retrovisor.

—¿A dónde?

Wyn parpadeó.

Hubo un pequeño silencio en el que su mente buscó algo, cualquier cosa.

Y entonces, sin saber por qué, soltó la primera dirección que le vino a la cabeza.

El auto arrancó suavemente, y ella apoyó la cabeza contra la ventana. Afuera, las luces de la ciudad se deslizaban en líneas difusas sobre el vidrio, mezclándose con su reflejo. Se frotó los ojos con una mano y parpadeó lentamente, sintiendo el peso del cansancio asentarse en sus párpados.

Solo los cerraría un momento.

El murmullo del tráfico y el leve traqueteo del auto sobre el asfalto se fundieron en un sonido lejano, uniforme. Su respiración se hizo más pausada, sus pensamientos se volvieron más dispersos… y, antes de notarlo, el vaivén del auto la arrastró a un sueño profundo.

 ***

Unas voces distantes se mezclaron con el ruido de la ciudad. Alguien tosió. El sonido de una bocina en la lejanía la hizo fruncir el ceño en sueños, pero fue otra voz, más cercana, la que terminó por sacarla de su letargo.

—Señorita.

Parpadeó lentamente, sintiendo los párpados pesados.

—Ya llegamos.

La confusión fue lo primero que sintió. Se irguió un poco en el asiento y giró la cabeza hacia la ventana, con el ceño levemente fruncido.

Se quedó en silencio.

El edificio frente a ella era inconfundible.

Exhaló hondo y se frotó la cara con ambas manos, arrastrándolas hasta su cabello, como si pudiera acomodar sus pensamientos en el proceso. Pero no lo logró. Todo seguía siendo un revoltijo de cosas inconexas, de momentos sueltos y cansancio acumulado.

Pagó al taxista casi por inercia y bajó del auto. El aire fresco la envolvió en cuanto cerró la puerta, un contraste sutil pero notorio con el calor adormilado del interior del vehículo.

Se quedó en la acera unos segundos, inmóvil, con la mirada fija en la entrada de la biblioteca. La sensación de irrealidad aún pesaba sobre ella, como si su cuerpo hubiese llegado ahí por cuenta propia mientras su mente seguía atrapada en algún punto entre el trabajo, el cansancio y la quemazón persistente en su mano.

Luego, con un parpadeo lento, levantó la vista.

La ventana del tercer piso estaba entreabierta, dejando ver apenas un recorte del interior. A través del pequeño espacio, distinguió los estantes repletos de libros apilados, desgastados y mal colocados.

Se pasó la lengua por los labios, soltando un suspiro.

Entraría.

Sí...

Solo un rato.

Porque la última vez, no había podido leer los libros de ese piso.

Porque le molestaba dejar las cosas a medias.

Porque la idea de no haber hojeado siquiera uno de esos libros le resultaba casi insoportable.

Sí, solo por eso.

Nada más.

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