Capítulo2
Cuando Camila volvió a abrir los ojos, ya había caído la noche. Miró a su alrededor y se encontró en una habitación vacía de hospital. De la nada, una mueca de desagrado apareció en su cara.

Poco después, una enfermera entró con un informe médico en mano. Le explicó brevemente su estado y le informó que debía pagar la cuenta, pues recibiría el alta al día siguiente.

Camila se tomó su tiempo para revisar el informe, mientras su celular, a un lado de la cama, vibraba sin parar.

Eran mensajes de Viviana. Le había enviado decenas de fotos, presumiendo sin parar.

En ellas, se veía a Luan cargándola en su espalda hasta casa, a Cristian con un delantal cocinándole la cena, a ambos hombres rodeándola con un cariño desbordante. A sus pies, una montaña de regalos.

Entre los mensajes, destacaba uno en particular:

[Camila, Cristian y Luan me quieren demasiado. Soy la muchacha más afortunada del mundo.]

Echó un vistazo a las fotos y los mensajes, pero no respondió ni uno solo.

Después de descansar esa noche, tramitó su alta y regresó a casa. Al entrar en la sala, encontró a los tres sentados en el sofá viendo una película. Cristian y Luan la rodeaban como si fueran su sombra. Cristian le daba fruta en la boca, mientras Luan le pasaba una bebida.

La impactante mancha de sangre que había quedado en el suelo la noche anterior… no existía más. Como si nada hubiera sucedido. Como si a nadie importara.

Apartó la mirada sin mediar palabra y subió a su habitación.

Sacó una caja de cartón y comenzó a meter sus cosas dentro. Cuando estuvo llena, la abrazó contra su pecho y salió con ella. Muy pronto, las llamas que ardían en el patio captaron la atención de Luan y Cristian.

Fue entonces cuando se dieron cuenta de que algo no cuadraba. Se levantaron apresurados y salieron al patio.

Encontraron a Camila de pie frente a un enorme brasero, arrojando cosas al fuego sin titubeo alguno. Un peso insoportable se asentó en el pecho de los dos hombres, mientras intercambiaban miradas de desconcierto.

—Camila, ¿qué estás haciendo? —preguntó Luan,

Ella no respondió de inmediato. En su lugar, tomó un velo de la caja y lo sostuvo en sus manos, observándolo con frialdad antes de mirar a Luan.

—Luan, esto me lo diste cuando teníamos siete años —dijo con voz firme—. Jugábamos a las casitas y me abrazabas, diciendo que solo yo podría ser tu novia. Luego me entregaste este velo y dijiste que lo usaríamos en nuestra boda.

Apenas terminó de hablar, lo arrojó a las llamas.

Ante los ojos atónitos de ambos hombres, Camila sacó una cruz de la caja.

—Cristian, esta cruz me la diste cuando tenía quince —continuó con calma—. Yo me enfermaba a menudo, siempre tenía fiebre. Te preocupabas tanto que fuiste al Monte de la Virgencita, subiste mil escalones, arrodillándote en cada uno, rogando por mi salud y por mi paz.

Sin dudarlo, la tiró al fuego.

Después fue el turno de una carta de amor, aquella con la que Luan le había confesado sus sentimientos.

Luego, unos zapatos de cristal que Cristian le había regalado.

Y después, un vestido de princesa que Luan le dio cuando eran niños.

Uno a uno, cada recuerdo era consumido por las llamas. Sin dejar nada. Ni siquiera las fotos de toda su vida.

Incapaz de soportarlo más, Luan corrió hacia ella y le sujetó la mano.

—Camila, sé que sigues molesta por lo de ayer, pero Viviana es solo la hija adoptiva. Nunca ha tenido seguridad en sí misma. Pronto tendrá que casarse con la familia Ocampo en tu lugar. Le quedan pocos días de verdadera plenitud… Esto es algo que tú le debes. ¿De verdad es necesario que te enojes con ella? —intentó justificar Luan.

Cristian la miró con evidente decepción. Su voz, cargada de furia, resonó con dureza:

—Camila, solo fue un golpe en la cabeza, Viviana está a punto de perder la felicidad de toda su vida. Parece que tenía razón… Te hemos consentido demasiado. Ojalá fueras tan comprensiva como ella. Con la mitad de su generosidad, bastaría.

Ella no respondió. Solo pensó para sí misma con amarga certeza, «No, están equivocados. ¡Yo soy la que se casaría con Pedro Ocampo, no Viviana!»

Miró las llamas extinguiéndose poco a poco, las cenizas dispersas por el suelo. Sin decir una palabra más, se dio media vuelta y regresó a su habitación.

No ofreció explicaciones. No valía la pena.

A la mañana siguiente, cuando Camila estaba a punto de salir, encontró más de una docena de cajas de regalo apiladas frente a su puerta. Sabía perfectamente para qué eran.

Antes, cada vez que la hacían enojar, Luan y Cristian nunca dejaban que su malestar durara hasta el día siguiente. Cristian solía quedarse en la puerta de su habitación, vigilándola todo el día y suplicándole:

—Camilita, si no me perdonas, no me voy a mover de aquí.

Luan solía aparecer con cara de perrito abandonado, cargando un montón de regalos y diciendo:

—Camila, si sigues enojada, pégame, insúltame ¡pero no cometas una locura!

Ahora, ninguno de los dos estaba ahí. Solo quedaban esos objetos fríos e inertes, amontonados sosteniéndose en una disculpa vacía.

A Camila ya no le importaba. Con una sonrisa burlona, recogió los paquetes y los arrojó a la basura.

Justo en ese momento, Viviana, que acababa de levantarse, presenció la escena. Con fingida sorpresa, preguntó:

—¿Por qué lo tiraste todo? Camila, ¿qué pasa? ¿No te gustan estos regalitos de cortesía? Les dije a Cristian y a Luan que, como creciste siendo tan consentida, seguro no te iban a impresionar estas cosas. Les sugerí que te dieran los originales que tengo yo, pero ellos insistieron en que me los quedara. Al fin y al cabo, solo soy una pobre huérfana adoptada… y aun así, me tratan mejor.

Camila esbozó una mueca irónica y respondió con frialdad:

—Entonces felicidades, de ahora en adelante, esta casa es toda tuya.

Dicho esto, ignoró por completo la cara de desconcierto en Viviana y se marchó sin mirar atrás.

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