Capítulo8
Al final no resistió lo suficiente para esperar a que llamara a la ambulancia y se desmayó.

Estuvo tirada en el suelo media hora, hasta que Luan la encontró y la llevó al hospital.

Tras más de veinticuatro horas inconsciente, finalmente despertó. El dolor en su pecho era insoportable. Tres costillas rotas hacían que cada respiración fuese una tortura.

Su cuerpo estaba tan débil que ni siquiera podía coordinar movimiento; cada leve intento se sentía como si mil agujas le atravesaran la piel.

Eduardo y Rosa no se apartaron de su lado ni un solo segundo, con rostros llenos de preocupación.

Cristian no dejaba de preguntarle al médico, buscando una manera de aliviar su dolor.

Luan le sostenía la mano con fuerza, limpiando el sudor frío que perlaba su frente. Era raro, pero tras el accidente, toda la atención parecía haber vuelto a centrarse en ella.

Camila sabía que no estaban allí únicamente por preocupación, tampoco para cuidarla.

—El médico dice que el dolor es temporal. Aguanta un poco, en menos de nada va a mejorar todo. Viviana no lo hizo a propósito, perdónala, por favor —dijo Rosa.

—Es mi culpa, no le enseñé bien y por eso pisó mal el acelerador. Si vas a culpar a alguien, cúlpame a mí —agregó Luan.

—Somos una familia, fue solo un accidente. No le des importancia, lo que realmente importa es que te recuperes rápido —insistió Cristian.

Esa mañana, escuchó las mismas frases una y otra vez. Parecían preocupados, pero cada palabra que pronunciaban no era más que una excusa para justificar a Viviana.

El dolor la consumía, pero ya no podía distinguir si era físico o algo mucho más adentro suyo. Y sus lágrimas, incontrolables, comenzaron a caer sin cesar.

Las figuras en la habitación se volvieron borrosas, como sombras difuminadas en una niebla. Sus rostros eran imposibles de distinguir.

Tal vez el dolor le estaba provocando alucinaciones, porque su mente empezó a dispararle imágenes de su pasado.

Sus padres, llamando a un médico para vendarle hasta el más mínimo corte en un dedo. Cristian, quien sabía cuánto odiaba los medicamentos y, para animarla, tomaba una dosis junto a ella.

Luan, que cuando se torció el pie, se quedó a su lado veinticuatro horas seguidas, asegurándose de que no tuviera que apoyar el pie en el suelo.

Todo eso, se había quedado atrás.

Al verla llorar, el corazón de Luan se encogió con fuerza. Alzó la mano, queriendo secarle las lágrimas, pero en ese preciso momento, la puerta se abrió.

Una enfermera entró con prisa.

—Una muchacha afuera de esta habitación se desmayó por un ataque de tristeza. ¿Es familiar de alguno del cuarto? Si es así, que por favor la atienda.

Al escuchar que era Viviana, todos se olvidaron de Camila en un instante y salieron corriendo de la habitación.

El bullicio desapareció de golpe. En cuestión de segundos, la habitación quedó sumida en un silencio absoluto.

Pero las lágrimas de Camila seguían subiendo en intensidad. Lloró y lloró, hasta que, sin darse cuenta, el cansancio la venció y se quedó dormida.

Cuando despertó, la habitación seguía sumida en un silencio absoluto, y el dolor que recorría su cuerpo no había disminuido en lo más mínimo.

El celular junto a la almohada se iluminaba de vez en cuando. Camila lo tomó y, al desbloquearlo, encontró varios mensajes de Viviana:

[Obviamente tus heridas son más graves, pero todos están preocupados por mí. Camila, eres un chiste.]

Más abajo, los mensajes iban acompañados de videos.

En uno, Luan le llevaba a Viviana una taza de avena, soplando con delicadeza para enfriarla antes de ofrecérsela.

En otro, Cristian le contaba chistes, intentando mejorarle el ánimo.

También estaban Eduardo y Rosa, arropándola con cuidado, asegurándose de que no pasara frío.

El último video, de un minuto, mostraba a toda la familia girando alrededor de Viviana, consolándola sin cesar.

—Viviana, sabemos que no fue tu intención, tu hermana no te va a culpar. No te sientas mal —decían sus padres.

—Si tú estás triste, nosotros también lo estamos. Deja de llorar o se te hincharán los ojos y te verás fea —agregó Luan con dulzura.

—Camila solo necesita unos días de reposo, no es nada grave, así que tranquilízate, ¿sí? —dijo Cristian intentando apaciguar la situación.

Cada palabra se hundía en el corazón de Camila como una aguja afilada.

Cerró los ojos con fuerza, intentando contener las lágrimas, sin darse cuenta de que sus uñas se clavaban en la palma de su mano, perforando la piel.

En ese momento, un solo pensamiento se instaló en su mente:

El día que se casara, no quería volver a verlos.

Una semana después, Camila salió del hospital. El doctor le recomendó quedarse unos días más, pero ella rechazó el consejo sin dudar. No podía esperar.

Porque hoy era el día en que debía partir para casarse en Binorte. Al regresar a la villa, la encontró vacía. Solo su celular vibraba sin cesar con los mensajes provocadores de Viviana.

Los ignoró por completo.

Por la mañana, mientras Viviana enviaba fotos de Eduardo y Rosa llevándola al parque de diversiones, los tres riendo felices en el carrusel, Camila se sentó a la mesa con una cara inmutable.

Con mano firme, escribió una carta de ruptura con la familia. Luego, la dejó en la habitación de Eduardo y Rosa. A partir de ese momento, dejó de ser hija de la familia Morales.

No tenía padres.

No tenía hermano.

Al mediodía, Viviana envió un video en el que Cristian la cargaba a un caballo, mientras le prometía que la cuidaría y protegería toda la vida.

Camila no reaccionó. Solo llamó a los jardineros y ordenó arrancar todos los tulipanes del jardín trasero. Cada una de esas flores había sido sembrada por Cristian cuando supo que eran sus favoritas. Durante más de diez años, las había cuidado con empeño.

Solía decirle que, cuando ella se casara, esos tulipanes la seguirían a donde fuera, porque representaban el amor de su hermano por ella.

Pero ahora, Camila ya no quería tener ningún hermano.

Por la noche, Viviana envió un audio. En él, se escuchaba la voz de Luan encendiendo fuegos artificiales a la orilla del río, diciéndole que ella siempre sería la persona más importante en su vida.

Camila no respondió. En cambio, tomó una caja y la llevó a la casa de la familia Santos.

Dentro de la caja estaba el tesoro familiar que Luan le había entregado cuando ella tenía diecisiete años.

En aquel entonces, ella bromeó diciendo que darle algo tan valioso tan pronto era arriesgado y le preguntó qué pasaría si las cosas se iban al carajo.

El joven, con los ojos brillando de fervor, la abrazó con fuerza y le prometió:

—Camila, en esta vida solo quiero casarme contigo. Si no es contigo, no me casaré jamás.

Pero ahora, ella estaba a punto de casarse, y el novio ya no era él.

Después de hacer todo esto, el sonido de un motor de auto rugió fuera de la puerta. Camila la abrió y vio a un hombre de mediana edad, vestido con un traje formal, de pie en la entrada.

—Buenos días, futura señora Ocampo. Soy el mayordomo de la familia Ocampo. He venido para llevarla a Binorte —anunció con voz respetuosa.

Camila asintió, tomó el equipaje que había dejado preparado y murmuró:

—Vamos.

El mayordomo cargó sus maletas y echó un vistazo a la villa vacía.

—¿No quiere despedirse de su familia? —preguntó.

Sunimar y Binorte estaban separados por miles de kilómetros y, además, ella se casaría con una familia poderosa. Una vez que se fuera, ¿quién sabía cuándo volverían a verse?

Camila negó y subió directamente al auto.

—Vamos —dijo Camila.

«No hace falta despedirme de nadie. Porque desde hoy, ya no tengo más familia»,pensó ella.

En la oscuridad de la noche, un auto arrancó y avanzó lentamente en dirección al aeropuerto.

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