VIDA DE ORO

ISABELLA

Desde que tengo memoria, mi vida ha sido perfecta. O al menos, así es como se supone que debo verla.

Nací en una cuna de oro, en el seno de una familia influyente. Mi padre, Octavio del Bosque, es un hombre poderoso, respetado y temido en los círculos más altos de la sociedad. Crecí rodeada de lujos, con todo lo que cualquier persona podría desear: ropa de diseñador, viajes exóticos, fiestas exclusivas, acceso a los mejores restaurantes, los eventos más importantes, los contactos más valiosos.

Pero también crecí con restricciones.

Mi vida ha estado llena de normas no escritas, de límites disfrazados de protección, de una vigilancia constante que me hace sentir como un ave enjaulada. La jaula es de oro, sí, pero sigue siendo una jaula.

Mi padre nunca me ha dicho exactamente a qué se dedica, pero sé que no es un simple empresario, como él finge ser. Hay demasiados secretos, demasiados silencios en nuestra casa. Mi madre murió cuando yo era una niña, y él nunca habla de ella. Crecí sin respuestas, con la única certeza de que mi mundo está lleno de sombras disfrazadas de luces.

Y, a pesar de todo, aquí estoy, cumpliendo con mi papel. La hija perfecta. La heredera intachable.

—Isabela, deja de soñar despierta.

Parpadeo y miro a mi mejor amiga, Renata, que me observa con diversión mientras ambas nos sentamos en una de las mesas del evento benéfico.

—No estaba soñando despierta —miento, tomando un sorbo de mi copa de vino.

—Claro que sí. Llevas toda la noche con cara de querer salir corriendo.

—Porque quiero salir corriendo.

Renata suelta una risita y sacude la cabeza.

—¿Y por qué no lo haces?

—Porque mi padre me mataría.

Ella alza las cejas, como si eso lo explicara todo. Y en cierto modo, lo hace. Mi padre tiene expectativas claras sobre cómo debo comportarme, con quién debo hablar, qué imagen debo proyectar. Soy su carta de presentación. La prueba viviente de su prestigio.

Miro alrededor. La misma gente de siempre, los mismos vestidos caros, los mismos discursos vacíos. Todos aquí pretenden preocuparse por las causas sociales, pero en realidad solo están jugando su papel en este teatro de apariencias.

—A veces me pregunto… —Renata baja la voz, acercándose un poco— si sabes realmente quién es tu padre.

Me tenso.

—¿Qué quieres decir?

Ella juega con su copa entre los dedos, evitando mi mirada.

—Solo que… hay rumores, Isa. Gente que dice que Octavio del Bosque no es solo un empresario.

Suelto una risa sin humor.

—Eso ya lo sé.

Renata me mira sorprendida.

—¿En serio?

Me encojo de hombros.

—Nunca lo dice, pero lo veo en sus ojos. Es un hombre que oculta muchas cosas.

Ella asiente lentamente, como si estuviera considerando mis palabras.

—Entonces deberías tener cuidado.

Frunzo el ceño.

—¿Cuidado de qué?

Renata duda un segundo antes de responder.

—De los enemigos que pueda tener.

Antes de que pueda preguntar más, noto algo.

Una sensación extraña.

Es como si me observaran.

Me enderezo en mi asiento y miro a mi alrededor. El evento sigue como siempre, la música suena, la gente ríe y conversa, pero hay algo en el aire.

Y entonces lo veo.

Está apoyado en la barra, vestido de negro, con un porte relajado pero calculador. No parece encajar aquí, y sin embargo, nadie parece notarlo. Sus ojos están fijos en mí.

Oscuros. Penetrantes.

Algo en él me inquieta.

Me encuentro atrapada en su mirada durante unos segundos que parecen más largos de lo que deberían. Y luego, con una tranquilidad desconcertante, toma dos copas de vino y camina hacia mí.

—Isabela, deja de mirar así o vas a derretirlo —bromea Renata.

Sacudo la cabeza y me obligo a apartar la vista.

—No sé de qué hablas.

—Claro que no.

Pero lo siento acercarse. Puedo notar su presencia incluso antes de que su voz suene a mi lado.

—No deberías estar aquí sola, princesa.

Me sobresalto levemente y giro el rostro.

Está más cerca de lo que esperaba.

Lo miro de cerca por primera vez. Su rostro es afilado, su mandíbula marcada, su cabello oscuro y un poco despeinado, como si no se molestara en mantenerlo perfectamente ordenado. Pero lo más impactante son sus ojos.

—¿Perdón? —pregunto, sin saber qué otra cosa decir.

Él me ofrece una copa.

—Un brindis. Por esta noche.

Lo miro con cautela. No es un hombre que conozca. No es alguien que pertenezca a este círculo.

Pero tomo la copa.

—¿Te conozco? —pregunto con una ligera sonrisa, tratando de mantener el control de la conversación.

Él sonríe.

—No. Pero me conocerás.

Me estremezco. Hay algo en su tono que me pone nerviosa.

Brindamos, nuestras copas chocan suavemente. Bebo un sorbo, sin apartar los ojos de él.

—Gael —dice, como si eso fuera suficiente presentación.

—¿Gael qué?

—Solo Gael.

Misterioso. Interesante. Peligroso.

Conversamos unos minutos más. Sus respuestas son ambiguas, pero hay algo en su forma de hablar que me mantiene intrigada.

Hasta que…

Un mareo repentino me golpea.

Parpadeo, intentando aclarar mi visión.

—¿Estás bien? —su voz suena lejana, distorsionada.

¿Qué me pasa?

Miro mi copa.

La solté sin darme cuenta. Está en el suelo, rota en pedazos.

Gael me sostiene del brazo.

Intento decir algo, pero mi lengua se siente pesada.

Mi vista se nubla.

Y lo último que veo antes de que la oscuridad me reclame…

Son sus ojos.

Oscuros. Letales.

La oscuridad me envuelve en una fracción de segundo.

Mi cuerpo se siente extraño, como si flotara en un vacío donde todo suena lejano, amortiguado. Intento abrir los ojos, pero mis párpados pesan toneladas. Un zumbido punzante se instala en mis oídos, haciéndome difícil concentrarme en algo más que en el vértigo que me sacude.

No sé cuánto tiempo pasa. ¿Segundos? ¿Minutos?

Intento mover los dedos, pero mi cuerpo no responde.

De repente, siento algo. Una presión firme en mi cintura.

Mi piel reacciona al contacto, a la calidez de unas manos que me sostienen. No es un agarre rudo, pero tampoco es gentil. Es controlado. Firme.

Intento respirar hondo, pero el aire se siente espeso.

—Tranquila, princesa. No te resistas.

La voz…

Esa voz.

Gael.

La conciencia me golpea como una ola helada.

¡Me drogaron!

Un pánico visceral se extiende por mi pecho, electrificándome desde adentro. Mis ojos se abren a medias, pero todo a mi alrededor es borroso, como si estuviera viendo a través de un velo de niebla. La música del evento suena lejana, como si perteneciera a otro mundo.

Siento mi cuerpo inclinarse, mi peso recayendo contra algo sólido. Un pecho. El de él.

¡Mierda!

Intento hablar, pero mi lengua se siente torpe.

—S… suéltame…

Mi voz apenas es un murmullo.

Un susurro de risa me roza el oído.

—No tan rápido, princesa.

El mareo es insoportable. No sé si es el efecto de lo que me dieron o el miedo hirviendo en mis venas, pero todo mi ser grita peligro.

Intento obligar a mi cuerpo a reaccionar, pero mis piernas son de plomo. Apenas si puedo pestañear.

Puedo sentir que nos movemos.

El sonido de la música se atenúa. Pasos. Aire frío.

Salimos del salón.

¡No, no, no!

Una ráfaga de adrenalina me recorre el cuerpo y, con un esfuerzo sobrehumano, intento zafarme, pero él es más fuerte.

—Shhh… —musita junto a mi oído, con la calma de alguien que tiene todo bajo control—. No me hagas esto más difícil, Isabela.

Mi nombre en su boca me eriza la piel, y no de la forma correcta.

Quiero gritar. Luchar.

Pero soy una marioneta en sus manos.

La oscuridad me reclama una vez más.

La oscuridad viene y va en oleadas. A ratos siento que estoy flotando en un mar espeso, pesado, que no me deja moverme. Otras veces, mi cuerpo responde lo suficiente como para sentir la fuerza con la que me sostienen.

Un perfume amaderado y masculino me envuelve. Es una fragancia intensa, con un toque de tabaco y cuero, que se adhiere a mi piel y se graba en mi mente.

El olor de él.

Intento aferrarme a la conciencia, pero es como tratar de atrapar arena con los dedos. La realidad se me escapa.

Un golpe de aire frío me sacude.

El cambio de ambiente me ayuda a recuperar un poco la lucidez. Ya no estamos en el evento.

Intento abrir los ojos, y aunque siguen pesados, consigo entrecerrarlos lo suficiente para ver destellos de luz artificial, la silueta de Gael y su mandíbula apretada. Se mueve con decisión, como si llevarme con él fuera la cosa más natural del mundo.

Un coche negro nos espera con la puerta abierta.

No.

NO.

Un pánico animal, puro y primitivo, me recorre el cuerpo.

¡Me está secuestrando!

La adrenalina perfora la neblina de mi mente y, con un último intento desesperado, flexiono los dedos, luego el brazo. Un poco más. Un poco más.

Antes de que pueda hacer algo más, él me acomoda entre sus brazos como si no pesara nada.

—Relájate, princesa. Te prometo que no dolerá. —Su voz es baja, casi sedosa, y eso solo me hace odiarlo más.

Él cree que me tiene dominada.

Que no puedo hacer nada.

Pero todavía me queda algo de fuerza.

Aprovecho que baja la guardia por un segundo y, con toda la energía que puedo reunir, intento liberarme.

Giro bruscamente en sus brazos, tratando de soltarme, pero su agarre se endurece en un instante.

—No —gruñe, su tono transformándose en una orden dura.

Mi pecho se infla con desesperación, el corazón latiéndome con furia. Intento patearlo, golpearlo, hacer algo, cualquier cosa, pero el mundo a mi alrededor se tambalea, mis extremidades se sienten torpes, inútiles.

El sedante aún corre por mis venas.

—Hiciste que esto fuera más difícil de lo que debía ser —masculla, y sin darme tiempo a reaccionar, siento una punzada en mi cuello.

Un pinchazo.

Algo helado inunda mis venas.

La oscuridad regresa.

Y esta vez, me arrastra completamente.

El sonido de un motor me arranca del letargo.

Es como si estuviera flotando entre dos mundos: el de la conciencia y el del sueño. Pero poco a poco, la realidad empieza a abrirse paso.

Siento el roce de algo suave bajo mi mejilla.

El vaivén del movimiento.

El zumbido monótono de la carretera.

Estoy acostada.

Mi cuerpo se siente extraño, pesado, pero la neblina en mi mente empieza a disiparse.

Con un esfuerzo monumental, entreabro los ojos.

El interior de un coche de lujo me rodea. Los asientos de cuero negro, el ambiente silencioso. Afuera, las luces de la ciudad pasan como destellos lejanos.

Intento moverme, pero algo aprieta mis muñecas.

¡Dios!

Estoy atada.

El pánico regresa con fuerza, pero antes de que pueda dejarme dominar por él, una voz calma y peligrosa suena a mi lado.

—Veo que la princesa ha despertado.

El aliento se me congela en la garganta.

Giro la cabeza con esfuerzo y lo veo.

Gael Montenegro.

Sentado a mi lado, con una pierna cruzada sobre la otra, su brazo apoyado despreocupadamente en el respaldo. Podría parecer relajado, pero algo en su postura me dice que está listo para actuar en cualquier momento.

Su mirada oscura se clava en mí, estudiándome con una intensidad que me hace sentir expuesta.

—¿Dónde…? —Mi voz es un hilo quebrado.

—Muy lejos de la jaula de oro de tu padre —responde con una media sonrisa.

El aire se me queda atrapado en los pulmones.

Mi padre.

Dios, esto es real.

No es una pesadilla. No es una alucinación.

Estoy en un coche con un hombre que no conozco, con las muñecas atadas, lejos de todo lo que me es familiar.

Mi respiración se acelera, mi pulso se dispara.

Gael lo nota.

—Si sigues hiperventilando, te desmayarás otra vez. Y sería una lástima, princesa. Me gusta verte consciente.

Su tono es suave, pero hay algo en él que me dice que todo esto es un juego para él.

Que disfruta verme indefensa.

Y eso me hace enfurecer.

La rabia crece en mí como una llama.

—¡Eres un maldito enfermo! ¡Déjame ir!

Intento moverme, pero las ataduras muerden mi piel.

Gael chasquea la lengua, como si mi reacción le pareciera entretenida.

—Ya veo que la princesa tiene carácter. Eso hará esto más interesante.

Mi mandíbula se tensa.

No le daré el gusto de verme débil.

Levanto la barbilla, mirándolo con todo el desprecio que puedo reunir.

—¿Quién carajo eres? ¿Qué quieres de mí?

Él me observa por un largo segundo antes de responder.

—No te preocupes por eso ahora.

—¡No me vengas con m****a! ¿Dónde me llevas?

Gael sonríe levemente.

—A un lugar donde tu padre no podrá encontrarte.

El corazón se me detiene.

Esto no es solo un secuestro.

Es algo más grande.

Mi padre.

Lo que Renata dijo antes en la fiesta regresa a mi mente con una claridad brutal.

¿Sabes realmente quién es tu padre?

Mi estómago se revuelve.

—Él vendrá por mí. —Intento sonar segura, pero mi voz tiembla ligeramente.

Gael me sostiene la mirada y su expresión se oscurece.

—Eso es exactamente lo que quiero.

El coche da una vuelta, y la última imagen que veo por la ventanilla antes de que nos adentremos en la noche…

Es la Ciudad de México desapareciendo detrás de mí.

Mi hogar.

Mi vida.

Todo lo que conocía.

Desapareciendo en el retrovisor.

Y lo único que queda frente a mí…

Es él.

Gael Montenegro.

Mi captor.

Mi verdugo.

O quizás… algo peor.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP