CONTROL ABSOLUTO

GAEL

El miedo es un lenguaje universal.

Lo he visto en los ojos de hombres rudos cuando la muerte les respira en la nuca. Lo he escuchado en la respiración entrecortada de quienes intentan negociar su vida conmigo.

Y lo he sentido en el aire de cada maldito lugar donde pongo un pie.

Es mi marca.

Pero ella…

Ella no.

Isabela del Bosque debería estar llorando, acurrucada en un rincón, con la piel helada por el terror.

En cambio, me desafía.

Y eso no me gusta un carajo.

Mis pasos retumban en el concreto de la bodega. Rodrigo, mi mano derecha, se me acerca con el ceño fruncido.

—La seguridad está cubierta —informa—. Nadie entra ni sale sin que lo sepamos.

Asiento, sin detenerme.

—Si es un problema, mátala —insiste.

Lo fulmino con la mirada.

—No hasta que termine con ella.

Rodrigo exhala con frustración.

—Sé que esto es personal para ti, pero… ¿hasta qué punto?

No respondo. Porque ni yo mismo tengo la respuesta.

Sigo caminando.

Cuando entro en la habitación, Isabela está sentada en la cama, con los brazos cruzados y la cabeza en alto. Sus ojos se clavan en los míos con una arrogancia que me crispa los nervios.

—¿Vienes a matarme o solo te gusta prolongar la agonía?

Cierro la puerta con calma.

—¿Siempre hablas tanta m****a o solo cuando estás acorralada?

—Solo cuando tengo a un imbécil enfrente.

Una sonrisa fría se me dibuja en los labios.

—Sigues cavando tu tumba, princesa.

Ella inclina la cabeza, como si mis palabras le divirtieran.

—Entonces, ¿qué esperas?

Avanzo hasta quedar frente a ella, pero no me muevo de inmediato. Quiero ver si se encoge, si desvíe la mirada, si finalmente entiende en qué m****a está metida.

Pero no lo hace.

—Tienes agallas —murmuro, inclinándome sobre ella, con las manos apoyadas en la cama—. Pero las agallas no sirven de nada cuando estás en una jaula.

—¿Eso crees? —susurra.

La tensión entre nosotros es espesa, sofocante.

Y de pronto, sin pensarlo, lo suelto.

—Tu padre le arrebató la vida a la única persona que me importaba en este mundo.

Las palabras me salen más ásperas de lo que pretendía. No me gusta compartir verdades. Pero la odio tanto que no puedo evitarlo.

Por primera vez, su expresión cambia. No hay miedo, pero sí algo distinto. ¿Comprensión? ¿Duda? No lo sé.

Lo único que sé es que su sola existencia me recuerda el pasado que quise enterrar.

—Nos lo quitó todo —escupo, con la mandíbula tensa—. Y ahora tú estás aquí, creyendo que puedes desafiarme.

Ella se mantiene en silencio unos segundos. Luego, con una calma irritante, cruza las piernas.

—Qué ironía. Me tienes atrapada en este lugar… pero el único que parece encadenado al pasado eres tú.

Mis puños se cierran con furia.

Me giro hacia la puerta, pero antes de salir, le lanzo una última advertencia:

—Si intentas algo estúpido otra vez, te juro que lo pagarás caro.

Su risa baja y burlona me sigue hasta el pasillo.

—Entonces prepárate, porque lo volveré a intentar.

Me detengo un segundo.

No es una amenaza vacía.

Y eso… jodidamente, me gusta.

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