DEBILIDADES EXPUESTAS

ISABELLA

El frío del suelo me cala hasta los huesos.

No tengo idea de cuánto tiempo llevo aquí. Sin ventanas, sin reloj, sin nada que me permita medir el paso de las horas.

Intento concentrarme en mi respiración, en el leve movimiento de mi pecho al inhalar y exhalar.

No puedo perder la cabeza.

No se lo voy a permitir.

Desde que desperté en este maldito lugar, he estado luchando contra el miedo. Al principio, me sofocaba. Sentía sus garras invisibles cerrándose sobre mi garganta, recordándome que estaba sola, que estaba atrapada.

Pero el miedo es un lujo que no me puedo permitir.

He crecido rodeada de poder, de gente que cree que puede controlar todo con un chasquido de dedos. Mi padre incluido.

Y si hay algo que aprendí en ese mundo, es que el miedo es un arma de doble filo.

Si te dejas consumir por él, estás jodida.

Así que lo entierro.

Lo convierto en rabia, en desafío.

La cerradura de la puerta suena, y automáticamente me pongo en guardia.

La puerta se abre con calma, sin prisas, como si quien está del otro lado no tuviera ninguna preocupación en el mundo.

Y entonces, aparece él.

Gael Montenegro.

Alto, imponente, con esa presencia que llena el espacio como si fuera el dueño del aire que respiro.

Lleva una bandeja en las manos. Sin prisa, avanza hasta la pequeña mesa junto a la cama y deja la comida ahí.

—Come —ordena, sin preámbulos.

Su voz es baja, controlada. Como si la paciencia le sobrara.

Lo observo sin moverme, cruzando los brazos sobre mi pecho.

—No quiero nada de ti.

Su ceja se arquea apenas. No parece sorprendido.

—No estoy preguntando, Isabela. Come.

Nos miramos fijamente. Sus ojos oscuros se clavan en los míos con esa intensidad que parece querer atravesarme.

Un segundo.

Dos.

Tres.

Gael suspira.

Se inclina ligeramente hacia mí, reduciendo el espacio entre nosotros.

—Si te debilitas, será más fácil para mí.

Cada palabra cae como un golpe directo a mi orgullo.

Me muerdo el interior de la mejilla para no reaccionar.

No quiero comer.

No quiero ceder.

Pero mi cuerpo es mi enemigo. El estómago me ruge, traicionándome.

"No muestres debilidad nunca, Isabela."

Las palabras de mi padre resuenan en mi cabeza como un eco lejano.

Siempre me exigió que fuera fuerte. Que nunca permitiera que nadie me doblegara.

A veces, de niña, intentaba desafiarlo. Pero él solo tenía que mirarme con esos ojos fríos y ya sabía que no tenía oportunidad de ganar.

Gael tiene esa misma mirada.

Pero la diferencia es que yo ya no soy una niña.

Lentamente, estiro la mano y tomo el tenedor.

Gael sonríe con burla. Una sonrisa mínima, apenas una sombra en sus labios, pero suficiente para encender mi ira.

Pincho un trozo de pollo, lo mastico y lo trago con la mirada fija en él.

No me va a ganar en esto.

Pero no puedo resistir la tentación de provocarlo.

—¿Te gusta jugar a ser Dios, Montenegro?

Su mandíbula se tensa. Por un instante, solo un instante, algo parpadea en sus ojos.

Un destello oscuro.

Un recuerdo, tal vez.

Interesante.

He tocado un punto sensible.

Gael mantiene su postura, pero noto cómo sus dedos se cierran en un puño.

—Y a ti te gusta jugar con fuego, princesa.

Sonrío con burla.

—Quizás porque no me quemo tan fácil.

El silencio que se instala entre nosotros es denso, tenso.

Él inclina la cabeza ligeramente, evaluándome.

No sé qué está buscando en mi expresión, pero no voy a darle el placer de apartar la mirada.

Finalmente, se endereza.

—Termina de comer.

Se gira para irse, pero algo dentro de mí me empuja a hablar.

—¿Montenegro?

Se detiene.

No se gira, pero sé que está escuchando.

Lo observo con atención, intentando descifrarlo.

—Tu reacción cuando mencioné tu apellido… fue interesante.

Sus hombros se tensan.

No responde de inmediato.

El aire en la habitación se siente más pesado.

Y entonces, sin previo aviso, Gael se mueve.

Con una rapidez sorprendente, me atrapa contra la pared.

El impacto de mi espalda contra la superficie dura me deja sin aliento.

Gael está tan cerca que su aliento choca contra mi piel.

Su mano se apoya junto a mi cabeza, encerrándome entre su cuerpo y la pared.

Mis latidos se aceleran, pero me niego a demostrarlo.

Él baja el rostro hasta que nuestras bocas quedan peligrosamente cerca.

—No entiendes en qué clase de infierno te has metido.

Su voz es baja, ronca, casi un susurro cargado de advertencia.

Pero no soy una niña asustada.

Levanto la barbilla y sostengo su mirada sin parpadear.

—Tampoco tú entiendes con quién te metiste.

El aire entre nosotros se vuelve sofocante.

Gael aprieta la mandíbula, como si estuviera conteniendo algo.

Su pecho sube y baja lentamente.

Su mano, la que tiene apoyada en la pared, se tensa.

Y entonces, sin decir más, se aparta bruscamente.

Me observa por un instante, con algo oscuro brillando en sus ojos.

Frustración.

No es ira.

No es rabia.

Es algo más profundo.

Como si lo que acabo de decir hubiera removido algo dentro de él.

Algo que no quiere que vea.

Interesante.

Muy interesante.

Cuando finalmente sale y la puerta se cierra tras él, no puedo evitar sonreír.

He encontrado una grieta en Gael Montenegro.

No sé qué es exactamente, pero está ahí.

Y pienso usarla a mi favor.

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