NO ME RENDIRÉ

ISABELLA

El aire está helado. O tal vez solo soy yo.

El miedo persiste, reptando bajo mi piel como una serpiente venenosa. Lo siento en la rigidez de mis músculos, en la forma en que mi pecho sube y baja con respiraciones forzadas.

Pero no voy a dejar que me controle.

No voy a derrumbarme.

Apreté los dientes, obligándome a inhalar profundamente.

No sé cuántas horas han pasado desde que ese desgraciado cerró la puerta tras de sí. El silencio es absoluto. Ni un solo sonido del exterior. Solo mi propia respiración, el eco de mis pensamientos y el dolor punzante en mis muñecas por las ataduras.

Gael Montenegro.

Un nombre que nunca había oído, pero que ya está grabado en mi mente. Su odio por mi padre era evidente, algo visceral. Lo vi en sus ojos, en su sonrisa burlona, en la manera en que me miró como si fuera una pieza insignificante en su retorcido juego.

¿Pero por qué me odia tanto? ¿Qué hizo mi padre para que este hombre me viera como una simple herramienta para vengarse?

La respuesta me llega de golpe. Mi padre. Él fue quien arruinó a su familia. Él quien despojó a los suyos de todo, con una sonrisa y promesas vacías. Yo no soy más que un instrumento para su venganza.

Mi mente se detiene en ese pensamiento. ¿De verdad merezco ser parte de su guerra?

Piensa, Isabela. Piensa.

Cerré los ojos por un segundo, enfocándome en cada detalle de la habitación. El colchón fino y áspero bajo mí, la pared de concreto fría y húmeda, la única bombilla parpadeante en el techo, lanzando sombras extrañas sobre el suelo de cemento.

Y lo más importante, la puerta metálica con la cerradura visible.

Nada sofisticado. Si puedo conseguir algo afilado, podría intentar escapar.

Mis ojos recorren la habitación nuevamente, con más calma esta vez. Detalles que antes no había notado: una bandeja de metal en el suelo, una silla vieja en la esquina, algunos tornillos sueltos en la pared. Y lo más prometedor: una astilla de metal en la base de la cama, oxidada pero lo suficientemente afilada.

Mi corazón late más rápido.

Una oportunidad.

Me arrastro hacia el borde del colchón, manteniendo los movimientos mínimos para no hacer ruido. Estiro los dedos, forzándome a alcanzar la astilla con la punta de mis dedos.

Casi…

Mi cuerpo se arquea con un esfuerzo silencioso hasta que siento el frío del metal contra mi piel. La arranco con un tirón.

El sonido es mínimo, pero aún así me detengo, conteniendo la respiración.

Nada.

No hay nadie vigilándome.

Con el pulso acelerado, deslizo el fragmento afilado bajo la tela de mi ropa, ocultándolo en el elástico de mis pantalones.

Gael Montenegro no tiene idea con quién se metió.

Pero si quiero que esto funcione, tengo que jugar bien mis cartas.

Y eso significa fingir.

Me senté lentamente, apoyando la espalda contra la pared. Dejaría que me viera más frágil, más asustada. Jugaría el papel de la niña rica y mimada que él cree que soy.

Así bajaría la guardia.

Así encontraría mi oportunidad.

La puerta se abrió sin previo aviso.

El sonido del metal rechinando me hizo estremecer, pero mantuve la cabeza baja, aparentando sumisión.

No lo miré directamente, no hasta que estuvo lo suficientemente cerca.

—Vaya, qué cambio tan drástico —su voz era baja, burlona—. ¿Dónde quedó la fierecilla que me quería arrancar los ojos hace un rato?

Guardé silencio.

Él avanzó un par de pasos más. El olor de su colonia y el leve aroma del tabaco flotaron en el aire. Su sombra se proyectó sobre mí.

—¿Nada que decir, princesa? —Su tono estaba lleno de sorna.

Levanté la mirada lentamente, dejando que mi labio temblara un poco, fingiendo vulnerabilidad.

Sus ojos oscuros me escanearon, llenos de desconfianza.

—Supongo que la realidad ya te golpeó.

No respondí.

Solo tragué saliva, forzando mi respiración a sonar más entrecortada.

Gael chasqueó la lengua.

—Pensé que serías más interesante.

Entonces se inclinó.

Y ahí estaba mi oportunidad.

Con un movimiento rápido, saqué la astilla de metal y la dirigí directo a su garganta.

Pero él ya lo esperaba.

Antes de que pudiera tocarlo, su mano atrapó mi muñeca con una rapidez aterradora.

Me jaló con fuerza, haciéndome girar bruscamente hasta que mi espalda chocó contra su pecho. Su brazo se cerró como una trampa de acero alrededor de mi cintura, y su aliento caliente rozó mi oído.

—¿En serio crees que no vi lo que hiciste?

El terror me paralizó por un segundo. ¿Cómo?

—Suéltame, cabrón —gruñí, forcejeando.

Pero él solo rió.

—Eres lista, lo admito. Pero te falta experiencia.

Me giró bruscamente y me empujó contra la pared. Su cuerpo era una prisión, una amenaza tangible que me dejaba sin salida.

El filo de la astilla de metal aún estaba en mi mano.

Pero ahora él la sostenía también.

Su mirada se clavó en la mía, intensa y peligrosa.

—Voy a darte un consejo, princesa —susurró, con la boca peligrosamente cerca de la mía—. No me subestimes.

Presionó mi muñeca con fuerza hasta que la astilla cayó al suelo con un sonido metálico.

Yo respiraba agitada, sintiendo mi corazón martillar en el pecho.

Pero no aparté la mirada.

No iba a dejar que me viera débil.

Gael sonrió, inclinando la cabeza con diversión.

—Si vuelves a intentarlo, haré que te arrepientas.

No respondí.

Solo lo miré con la misma intensidad.

Y luego, sonreí.

Una sonrisa desafiante.

—Pues prepárate, porque lo volveré a intentar.

Él se quedó en silencio por un segundo.

Entonces, soltó una carcajada baja.

Pero no era una risa ligera.

Era una risa oscura, peligrosa.

Sus dedos se deslizaron por mi mandíbula en un roce apenas perceptible antes de apartarse bruscamente.

—Me gusta tu espíritu, princesa. Pero te advierto algo… —Su sonrisa desapareció—. Aquí, las reglas las pongo yo.

Se giró y caminó hacia la puerta.

Antes de salir, me lanzó una última mirada.

—Duerme bien, Isabela. Mañana será un día interesante.

La puerta se cerró de golpe.

Y yo me quedé ahí, con el pecho subiendo y bajando, con la sangre latiendo con fuerza en mis venas.

Gael Montenegro no iba a doblegarme.

No importa cuánto lo intentara.

Yo no me rendiré.

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