BIENVENIDO AL INFIERNO

GAEL

El silencio en la habitación es denso, cargado de un tipo de oscuridad que no necesita palabras para sentirse.

Desde mi posición, observo cómo su cuerpo comienza a reaccionar. La respiración entrecortada, el leve temblor en sus pestañas, el movimiento involuntario de sus dedos. Su mente está regresando de ese letargo forzado, despertando en un lugar que no reconoce, en un mundo donde ya no tiene el control.

La espera es entretenida.

Me mantengo apoyado contra la pared, los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada fija en ella. He presenciado esta escena cientos de veces, en diferentes circunstancias, con diferentes personas. Pero ella…

Ella es diferente.

No por quién es.

Sino por lo que significa.

Cuando sus ojos finalmente se abren, el desconcierto es inmediato. Se notan vidriosos, confusos, tratando de adaptarse a la escasa luz que ilumina la habitación.

Parpadea varias veces.

Toma una respiración profunda.

Entonces, el miedo la golpea.

Puedo verlo en su cuerpo cuando se tensa, en el temblor sutil de sus labios, en la forma en que sus pupilas se dilatan al recorrer con rapidez cada rincón de la habitación.

Ella sabe que algo está mal.

Pero aún no entiende qué tan mal.

Su mirada finalmente me encuentra.

Y ahí está.

Esa chispa que esperaba.

No es solo miedo.

Es furia.

Interesante.

—Hijo de puta… —su voz es apenas un susurro áspero, rasgado por los efectos de la droga.

Sonrío.

—Dormiste como un angelito. Casi me da pena despertarte.

Su cuerpo se mueve instintivamente, tratando de incorporarse, pero la realidad la golpea de inmediato.

Sus manos.

Atadas.

Lo intenta de nuevo, tironeando con fuerza, pero la cuerda no cede.

Su reacción es automática: más furia.

Los ojos oscuros me perforan con rabia pura mientras se revuelve en el colchón fino donde la dejé.

—¿Dónde m****a estoy?

Su tono es áspero, desafiante. Me gusta.

—Eso no importa. —Me acerco un par de pasos, con las manos en los bolsillos, disfrutando de la manera en que su cuerpo reacciona a mi proximidad—. Lo que importa es que aquí, mando yo.

Ella se queda inmóvil por una fracción de segundo. Es sutil, casi imperceptible. Pero lo noto.

El miedo aún está ahí.

Apenas contenido bajo capas de orgullo y enojo.

—Eres un maldito enfermo —escupe con asco.

Suelto una carcajada baja.

—¿Apenas te das cuenta?

La tensión en su mandíbula me dice que quiere lanzarse sobre mí.

Pero no puede.

Y lo odia.

No es el tipo de mujer que está acostumbrada a la impotencia. Lo veo en la forma en que sus manos se crispan sobre las ataduras, en cómo su espalda se endereza a pesar de la situación.

Ah, princesa.

Esto apenas comienza.

—Si crees que voy a llorar y suplicarte, estás jodidamente equivocado —su tono es duro, afilado.

Levanto una ceja, divertido.

—Ah, princesa… No quiero que llores. Quiero que entiendas.

Su mirada se oscurece aún más.

—¿Entender qué?

—Que todo esto… —extiendo un brazo, señalando el cuarto, su estado, la situación— es culpa de tu padre.

Su reacción es automática.

Los músculos de su mandíbula se tensan, su respiración se acelera.

Está furiosa.

Bien.

—¡No metas a mi padre en esto! —gruñe con los dientes apretados.

—¿No meterlo? —arqueo una ceja, con calma absoluta—. Si no fuera por él, tú estarías en tu mundo perfecto, rodeada de lujos, creyendo que la vida es color de rosa.

—¡Mi padre no tiene nada que ver con esto! —grita, y la fuerza de su voz resuena en la habitación.

Ahí está.

La debilidad.

—Ahí es donde te equivocas.

Camino hasta la mesa de metal y tomo la carpeta de documentos que había preparado. Me acerco lentamente, disfrutando cada segundo de la incertidumbre que brilla en sus ojos.

Se la lanzo con descuido, dejándola caer frente a ella.

—Léelos. Luego dime quién es el verdadero villano.

Sus labios se presionan en una línea tensa. No la toca.

—Vete a la m****a.

Sonrío.

—¿Tienes miedo de la verdad, princesa?

—¡No tengo miedo de nada!

Ah, qué divertido.

—Entonces léelos.

El aire se siente espeso en el silencio que sigue.

Sus ojos oscuros se clavan en mí con rabia, con odio, con una lucha interna que no puede ocultar.

Finalmente, con movimientos torpes por las ataduras, toma la carpeta y la abre.

Comienza a leer.

Su expresión cambia.

Primero, incredulidad.

Luego, desconcierto.

Y finalmente…

El golpe de realidad.

Su respiración se entrecorta.

La hoja tiembla en sus manos.

Y entonces, su furia explota.

Con un grito desgarrador, me lanza la carpeta con todas sus fuerzas. Los papeles vuelan por el aire y caen a mi alrededor.

—¡Eres un maldito mentiroso!

El rugido en su voz es casi visceral.

Se lanza hacia mí, con toda la rabia acumulada en su interior.

Pero no llega lejos.

Mi cuerpo reacciona antes de que ella pueda hacer algo.

La atrapo fácilmente, girándola con fuerza y empujándola contra la pared de concreto.

Mis manos se cierran alrededor de sus muñecas, inmovilizándola.

Su respiración es errática.

El calor de su furia choca contra el mío en el escaso espacio que nos separa.

Ella forcejea.

Se retuerce.

Incluso intenta morderme.

Pequeña salvaje.

—Si sigues desafiándome, voy a hacerte entender a la mala, princesa.

Mi voz es baja, un susurro cargado de advertencia.

Su cuerpo se congela por una fracción de segundo.

Sabe que lo digo en serio.

Pero aún así…

La muy cabrona me escupe en la cara.

La rabia burbujea dentro de mí, caliente y letal.

Pero en lugar de explotar, respiro hondo.

Y sonrío.

Porque esto apenas comienza.

Me aparto lentamente, limpiándome con la manga de la chaqueta.

—Bien. Veo que eres más testaruda de lo que pensé.

Ella me mira con el mentón en alto, como si todavía tuviera el control.

La jodida princesa.

Camino hacia la puerta con calma.

Antes de salir, le dedico una última mirada.

—Bienvenida al infierno, Isabela.

Y cierro la puerta tras de mí.

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