XXXV Calentómetros

Si el restaurante al que la había llevado Mad era elegante, el escogido por Kamus era lo que le seguía. Se sintió como si fuera de la realeza avanzando por ese piso de mármol sobre el que se alzaba un techo abovedado decorado con frescos como los que había en las catedrales más importantes del mundo.

Fueron a un privado, donde sólo serían ellos dos y la tensión sexual que la estaba matando lentamente.

Úrsula deslizó los dedos por el mantel aterciopelado de un rojo purpúreo encantador. Los cubiertos eran dorados.

—No son de oro, ¿o sí? —se atrevió a preguntar, a riesgo de quedar como una pueblerina ignorante.

Así mismo se sentía, como la cenicienta. Eso convertía a Bill en su hada madrina y a Kamus en su príncipe.

—No lo sé —dijo él—, se lo preguntaremos al garzón cuando venga. ¿Te gusta este lugar?

—Es precioso, como un palacio. Gracias por traerme aquí.

Él le cogió la mano y se la besó, sin perder el contacto visual. Tal gesto añadió varios puntos al calentómetro de Úrsula, que esta
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