XXIV Siembra celos, cosecha tempestades

El tiempo que Úrsula había tardado en lucir deslumbrante fue compensado con la expresión embobada de Kamus al verla. Fueron unos cuantos segundos en que el cerebro del hombre se apagó y él dejó de respirar.

Luego el cerebro volvió a encendérsele, pero a medias. Se le dio vuelta el café cuando lo revolvía y el líquido hizo un desastre sobre el escritorio.

Úrsula fue por un paño y se inclinó frente a él para limpiar. Kamus la miraba con atención, más pasmado que antes. No se movía y había dejado de respirar de nuevo.

—¿Está bien, señor Kamus? ¿Se quemó?

Kamus carraspeó, mirando para otro lado.

—Estoy bien... Tienes... tienes una marca en el hombro, cerca del cuello. ¿Te picó un mosquito?

Úrsula se miró donde él indicaba y se acomodó la blusa para que no se viera.

—No... No fue precisamente un mosquito —confesó, avergonzada.

Kamus exhaló pesadamente. Qué iluso había sido. Qué ingenuo y estúpido. Claro que no era una picadura. Era una marca indecente, repugnante sobre su piel de porcel
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