LXVIII La de la mala suerte

—Queridos hermanos y hermanas, estamos aquí reunidos para honrar la memoria de nuestra querida Jacinta Olivares, que ha partido al encuentro con el señor.

A Alfonso se le escapó una pequeña carcajada de incredulidad. Nadie lo oyó por la lluvia que caía a cántaros sobre el camposanto y por el abundante llanto de Unavi. Vestida completamente de negro y con un hermoso sombrero de ala ancha, se limpiaba las lágrimas con un blanco pañuelo.

Se sintió atrapado en una comedia del absurdo.

—¡La matamos, Al! ¡La matamos! —chillaba ella con horror.

—No digas eso, nadie se muere por ver un pene. Debió tener alguna enfermedad de base, estaba bastante vieja.

—¡Apenas tenía sesenta años! Mi abuela decía que los sesenta eran los nuevos cuarenta... ¡La matamos! ¡Qué Dios se apiade de nosotros por ser tan indecentes!... Pecadores...

—Voy a solicitar su expediente médico para que veas que no fue nuestra culpa.

—Ya nunca voy a poder verte desnudo sin recordar sus dedos tiesos, sus ojos resecos mirando
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