XXVI Suyo

Con un destello de malicia ensombreciendo su mirada, el rey depositó la daga en manos de Eris. Una vez más, ella se debatía entre lo que debía hacer y lo que realmente quería, lamentando que, en esta ocasión, el Asko saldría herido de una manera u otra. Si no se atrevía a hacerlo ella, alguien más lo haría. Sospechaba que la esposa del recaudador moría de ganas por estar en su lugar, pues la miraba con la envidia de la más vil serpiente.

Suspiró, aferrando la daga, y avanzó con paso vacilante hasta quedar frente al Asko, vestida con sus galas de reina y las mentiras y secretos que llevaba a cuestas. Por un instante encontró los ojos tras la máscara y su frialdad le causó un dolor punzante. Anhelaba tener la ocasión de ofrecerle las explicaciones que se merecía, pues ella seguía trabajando por ambos, ella no dejaba de trabajar.

De repente, un estremecimiento la sacudió y, llevándose una mano al vientre, tuvo una arcada. La primera fue seguida de otra y, a la tercera, vomitó deliberada
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