Aquella mañana Eris dejó su lecho creyendo que se convertiría en reina y sería la mujer más poderosa de toda Balardia.
Ella, Eris, la de los cabellos negros, había sido solicitada por el mismísimo rey para convertirla en su consorte. Honor y gloria para su familia, que ahora recolectarían oro; poder y riquezas para Eris, que sería coronada reina. Desde la ventana de sus aposentos había seguido los cambios de la luna, sin que de sus pensamientos saliera el rey. Se vio a sí misma añorándolo mientras la luna menguaba. Pronto estaría oscura y volvería a verlo. Con la nueva confianza que le daba su posición, ella se había aventurado a recorrer el palacio y descubrió que estaba en una pequeña residencia apartada del edificio principal. Ella no podía salir, pero las siervas llegaban para servirla a la hora de las comidas. —¿Cómo está el rey? —les preguntó mientras ellas ponían la mesa. Vio a Dara rodar los ojos y fue Sora quien contestó. —Él está muy bien, como siempre. Muy ocupado con los asuntos del reino. —Yo también tendré que estar al tanto de esos asuntos, como su reina, quiero estar a la altura para no avergonzarlo, pero ni siquiera sé leer. ¿Habrá alguien en el palacio que pueda instruirme? —preguntó y su inocente sonrisa se marchitó con la estridente carcajada de Dara. —¡¿Leer?! Lo que menos le importa al rey es que sepas leer. Las cosas que una tiene que escuchar —se enjugó una lágrima antes de volver a reír y Eris miró a Dara, esperando de ella alguna palabra de consuelo que mantuviera el fuego ardiendo en su corazón. —Si lo que quieres es aprender a leer, podrás tener un instructor, querida. Los sacerdotes son hombres muy cultos y el rey es muy devoto. Hay un templo al dios Ebrón en el palacio, pero siempre se puede hallar a alguno en la biblioteca. Eris le sonrió, maravillada de poder ir ya a esos lugares. Un libro era algo imposible de hallar en Forah, pero el rey tenía toda una habitación llena de ellos. Tal vez el mismo monarca podría enseñarle a leer. Unas letras, unas sílabas junto a la chimenea antes de meterse al lecho. Sintió sus mejillas arder. La idea de pertenecerle en cuarpo y alma le agradaba más con cada fase de la luna y contaba las estrellas a la espera de su llegada. Nunca antes sintió tanta emoción por la llegada de un nuevo día. 〜✿〜 —El rey vendrá a verte esta noche y quiere que uses esto —le informó Sora al almuerzo, entregándole un paquete, que Eris quiso ver de inmediato. Envuelto en una gruesa tela había un vestido blanco, sedoso, con flores bordadas en el pecho. Era una prenda ligera y delicada, muy femenina y digna de una reina. —Es realmente hermoso. Dile al rey que estoy muy agradecida por un presente tan bello —dijo Eris, abrazando la prenda contra su pecho. —Ya le demostrarás tú tu agradecimiento esta noche —musitó Dara con sorna. —Me esmeraré por lograrlo —afirmó Eris. No dejaría que sus venenosas palabras la envolvieran. Guardó el vestido y siguió comiendo, aunque con el vientre apretado por la anticipación no aprovecharía mucho. Y recordar el torso desnudo del rey y que ella había tocado tampoco ayudaba. —Listo. No puedo comer más. Está delicioso, pero los nervios no me dejan tragar bocado. —No te presiones y ven aquí, querida. Dara, recoge la mesa, por favor —Sora fue a sentarse al sillón y Eris la siguió. En la mesa frente ellas estaba el paquete con el vestido y una sutil sonrisa aparecía en Eris cada vez que lo miraba. —No es mi deber de sierva hablar de esto, pero estás aquí sola, sin tu madre y se vuelve mi deber como mujer y madre también —expresó Sora y Eris le cogió una mano, agradecida de la calidez en sus ojos. —¿Tienes hijos ? Me encantaría poder conocerlos algún día. De seguro eres una madre maravillosa. —Ojalá y los dioses pensaran eso, pero ellos lo saben todo y conocerás a mi único hijo cuando vayas con ellos —sonrió al sentir que Eris le daba un apretón en la mano, en señal de apoyo y compañía—. De lo que quiero hablarte es de lo que ocurrirá esta noche. Los ojos de Eris volvieron a buscar el paquete y la boca se le secó. —¿Qué tan enterada estás de nuestras tradiciones? ¿Tu madre te habló de ellas? ¿Acaso tienen las mismas en el lugar de donde vienes? Eris se rascó la cabeza, divagando. No sabía por donde empezar para no sentirse avergonzada. —Sé que se consumará nuestra unión cuando nuestros cuerpos se unan... Desnudos. De donde vengo también lo hacen, no es tan extraño. Soy una aldeana poco instruida, pero no soy estúpida —aseguró, con las mejillas ardiendo. —No fue mi intención ofenderte, Eris. Lo que dices es así, pero hay más. Tú no estarás desnuda —señaló el paquete—. El blanco representa la pureza y en ese vestido quedará plasmada la tuya cuando tu sangre lo manche al perder la virginidad. Al amanecer, el rey lo mostrará ante el reino, como prueba de tu honor y del suyo al escogerte. Dime, Eris. ¿Estás en condiciones de honrar al rey? —Sí —respondió Eris al instante y con firmeza—, honraré al rey y al reino entero. Sora le dio unas palmaditas en la mano cariñosamente y se puso de pie. —Vendremos al atardecer para ayudar a prepararte. Las mujeres la dejaron sola con sus pensamientos y Eris aferró el vestido, lamentando que su honor fuera a estropearlo. —¿Le dijiste lo que ocurrirá esta noche? —le preguntó Dara a Sora mientras se alejaban de la residencia. —Le dije lo que sé, el resto sólo el rey lo sabe. —Pobre desgraciada, espero que los dioses la guarden. O se la lleven de una vez por todas. 〜✿〜 La luna nueva oscurecida en el cielo atrajo los suspiros de Eris, enfundada en su hermoso vestido, a la espera de su esposo. Tendría que acostumbrarse a la idea de que tenía uno y empezar a llamarlo así. «Esposo», «querido», «amado». Eran sólo palabras, pero indisolubles de sus emociones. En el pecho de Eris latía un único corazón y latía por él. El sonido de las puertas principales al abrirse acabó con la espera de Eris, no así con sus ansias. Caminó de un lado a otro en la habitación, retorciéndose los dedos. Contó los pasos cuando él llegó al pasillo, con la misma urgencia con que contaba las estrellas y aguardó verlo con el anhelo con que esperaba la luna nueva. La puerta por fin se abrió y Eris se paralizó. —¿Quién es usted? ¿Qué hace en mis aposentos? ¡Salga de inmediato! —gritó, sin esperar una respuesta del hombre andrajoso y desaseado que había llegado. Tras la frondosa barba y el cabello largo y enmarañado del intruso, se escondía la fría expresión de un depredador. La veía como las águilas a sus presas desde las alturas y acortó la distancia mientras Eris retrocedía. —¡Váyase de aquí, es una orden! ¡Soy la esposa del rey! ¡Pronto seré coronada reina y si me toca, el rey lo matará! Sus palabras eran sólo eso para el intruso, eran aire. Se abalanzó sobre ella y sus dedos de gruesas uñas le tironearon el vestido. La tocaron como sólo debía tocarla su esposo... Ese hombre salvaje quería arrebatarle el honor por la fuerza. Eris lo golpeó, con la fuerza con que había escalado el monte atada a una roca, lo pateó con sus piernas firmes, lo rasguñó para quitárselo de encima, pero acabó en el suelo, con el truhán abriéndose paso entre sus piernas. —¡Ayuda, por favor! ¡Por favor! El hombre le aferró las manos y acercó su rostro al de ella. Olía a sebo rancio y su barba le raspó la cara cuando le lamió el cuello. Por la ventana, la luna oscura le recordó la promesa que le hizo al rey, su esposo. Su cuerpo era un templo para él y lo honraría. Nadie le arrebataría el honor. Aprovechó la cercanía del bandido y aguantando las náuseas que le producía su grotesco toque, le clavó los dientes en la mejilla. El intruso aulló de dolor y se llevó las manos a la cara. Eris le asestó un golpe en la entrepierna y pudo escurrirse de su lado. Se puso de pie para correr, él le atrapó un tobillo y volvió a caer, pataleando para liberarse. Descalzos, los golpes que podían dar sus pies no eran tan efectivos. Unos pasos presurosos en el pasillo renovaron sus esperanzas. Quien llegó fue Nov, el sangriento hombre que había retorcido su destino. Iracundo, desenfundó su espada y de un jalón apartó al hombre de ella. Lo levantó como si fuera tan liviano como una pluma y pegó el frío acero a su cuello. —Pagarás muy caro por tu osadía, criminal —espetó con la mandíbula apretada en una mueca de furia—. Nadie pone sus inmundas manos en lo que le pertenece al rey. Ya estás muerto. —Fue... ¡Fue él! ¡El rey me envió, yo sólo sigo sus órdenes! —osó decir el hombre—. Dijo que si venía aquí y tomaba a esta mujer, me perdonaría la vida... ¡Me atraparon robando en el mercado! —¡Mientes! —gritó Eris, aferrando el faldón de su vestido, manchado con la sangre del intruso—. Mientes. El rey es mi esposo y jamás haría algo así. ¡Mi cuerpo es su templo! ¡Yo voy a honrarlo esta noche! Nov la vio con lástima y guardó su espada. No le dijo nada, pero de su cinto sacó una pequeña daga y la arrojó a sus pies antes de salir y cerrar la puerta. Eris intercambió miradas con el criminal y gritó incluso antes de coger la daga. 〜✿〜 La luna avanzó en el cielo y en la ahora silenciosa residencia, la melodía de un silbido resono por los pasillos. Era el rey, que estaba de muy buen humor, ansioso por consumar sus recientes nupcias. Abrió la puerta de los aposentos de Eris y sonrió, más animado todavía. —Mira nada más este desastre —avanzó pisando las manchas de sangre del criminal, que ensuciaban todo el piso, describiendo la cruenta lucha que allí se había librado. El cuerpo yacía junto al lecho y Eris, agazapada en un rincón. No pudo pronunciar palabra al ver al rey, pero sus ojos, brillantes y entornados, se lo preguntaban todo. Erok se agachó frente a ella para apreciar los daños, que no eran más que magulladuras y golpes, puede que incluso algunos arañazos. Tenía sangre del bandido hasta en el cabello y expresión enfermiza. —Mi amada esposa, la fiera silvestre de las montañas. Así como luces ahora es como siempre te imaginé —cerró los ojos e inhaló profundamente frente a su rostro—. Así debe oler una hembra digna de ser mía. Ahora quítate el vestido y entrégamelo. Del bello atuendo ya no quedaba nada, eran harapos sanguinolentos y nauseabundos. Ella se lo entregó sin más. No quería ni siquiera mirarlo. El rey se carcajeó al apreciar la prenda, que le tiñó de rojo los dedos. —Nadie podrá dudar de tu honra con esto, es una maravilla y me complace mucho —se puso de pie—. Nov vendrá por el cadáver y mañana serás llevada al palacio para ocupar tu lugar como mi esposa. Nuestra unión se ha consumado. La llorosa expresión de Eris se llenó de incomprensión y se levantó también, sin entender del todo lo que estaba pasando. —Pero... El rey dijo que sería suya hoy. ¿Cómo puede estar consumado nuestro enlace si todavía no me ha tocado? La mueva carcajada del rey la hizo contraerse y agachó la mirada, avergonzada. —Si quieres que forniquemos mientras tienes las manos manchadas con la sangre de un muerto que sigue aquí, entonces ya eres mía. Tal vez más adelante te tome de otro modo, si es que me place. Puedo tener a las mujeres más hermosas del reino y las tengo, ¿por qué querría tocar a una como tú? ¿Por qué dejaría que tus manos ásperas me tocaran? —dio media vuelta y avanzó a la puerta. —¿Y para qué me trajo aquí? —se obligó a preguntar ella, así como se había obligado a matar a Lua y al criminal, así como iba a obligarse a amar a su esposo—. ¿Por qué me hizo su esposa? Con una sonrisa que a Eris causó escalofríos, el rey alzó el vestido sobre su cabeza, como si fuera un trofeo, y dejó la habitación. Nuevamente sola, ella cayó de rodillas y lloró, cubriéndose la cara mientras, en lo alto, la luna oscura la observaba. Estaba segura de que acababa de conocer al corazón fuerte del rey.En el mundo siempre ha habido decisiones que pueden cambiar la vida de alguien por completo. La joven Eris jamás imaginó el rumbo que tomaría su destino al someterse a la prueba de Qunt’ Al Er. Toda su infancia la había pasado esperando hacer algo importante por su familia, por ella y por su honor. Y coronarse como vencedora no sólo le permitiría ganar un cordero gordo y enorme, también la convertiría en una muchacha atractiva para los señores más importantes de la región y de las aldeas cercanas. Le daría poder, eso quería ella, el poder para tomar decisiones en una tierra donde la libertad era escasa y abundaban el hambre, la nieve y la muerte. Y la gente de la aldea Forah, en las montañas de Balardia, estaba acostumbrada a las pruebas, a demostrarle a la muerte que merecían vivir. La primera era al nacer, nada más abrían los ojos debían sobrevivir a ser lanzados a las aguas gélidas. Dos hermanos y una hermana de Eris no lo habían logrado. Luego, las jóvenes debían someterse a
—¿Por qué no estás feliz, hija? Todo ha salido mejor de lo que esperábamos. Desposarte con el rey no se compara a hacerlo con Darko. Darko era el dueño de la taberna de la aldea. Había hecho fortuna vendiendo aceite de pescado y guardaba tiernas miradas para Eris. Era un hombre mayor, de modales burdos y aroma a pescado rancio, pero era lo mejor a lo que una mujer en aquella aldea podía aspirar. Eris se había resignado a convertirse en tabernera y llenarse de críos con aroma a pescado. Su familia se lo agradecería y no faltaría pan en la mesa para sus hermanos. —Ya no tendrás que oler a pescado —le dijo su hermana menor—. El rey debe oler muy bien y dicen que es muy guapo. —Huele a sangre —afirmó Eris—. No tengo pruebas, pero estoy segura. Lo persigue el tufo de la muerte y a través de su hombre ha hecho que yo huela a lo mismo. Oler a pescado sería una bendición. Una bofetada de su madre la hizo callar. —No hables así de tu futuro esposo, insensata. Le deberás honor, obediencia
La esperanza chorreaba del corazón de Eris como el hielo que se aguaba en los techos al menguar el frío.El rey hizo llamar a alguien y volvió a tener frente a ella a la bestia que la había convertido en una. Las sombras de su antiguo mundo se negaban a dejarla ir. —¿Me habías dicho que la chiquilla había matado a otra con sus propias manos, Nov? —cuestionó el monarca, enarcando una ceja. —Así fue, majestad. La vi con mis propios ojos rebanarle el cuello sin piedad. —¡¿Y por qué huele a perfume?! ¿Acaso con ese vestido escaló el monte arrastrando una roca? ¡Te pedí una hembra silvestre y me has traído a una princesa! La furia en su potente voz hizo a Eris parpadear. —Majestad, así ha sido, ella es una fiera. Su naturaleza indómita se oculta bajo esos finos ropajes. Debe haber sido obra de las siervas, han querido que estuviera presentable para usted. —Las siervas, ¿eh? Ya hablaré con esas insensatas. He sido muy blando con ellas y puede que contigo también. El hombre salió, con