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II Hembra silvestre

La esperanza chorreaba del corazón de Eris como el hielo que se aguaba en los techos al menguar el frío.

El rey hizo llamar a alguien y volvió a tener frente a ella a la bestia que la había convertido en una. Las sombras de su antiguo mundo se negaban a dejarla ir.

—¿Me habías dicho que la chiquilla había matado a otra con sus propias manos, Nov? —cuestionó el monarca, enarcando una ceja.

—Así fue, majestad. La vi con mis propios ojos rebanarle el cuello sin piedad.

—¡¿Y por qué huele a perfume?! ¿Acaso con ese vestido escaló el monte arrastrando una roca? ¡Te pedí una hembra silvestre y me has traído a una princesa!

La furia en su potente voz hizo a Eris parpadear.

—Majestad, así ha sido, ella es una fiera. Su naturaleza indómita se oculta bajo esos finos ropajes. Debe haber sido obra de las siervas, han querido que estuviera presentable para usted.

—Las siervas, ¿eh? Ya hablaré con esas insensatas. He sido muy blando con ellas y puede que contigo también.

El hombre salió, con una expresión en su rostro que a Eris no ayudó. Ese hombre fiero y bestial, que para ella era más que intimidante, le temía al rey.

El monarca se sentó. Eris seguía parada junto a la entrada.

—Acércate, muéstrame las manos.

Los oscuros ojos del rey parecieron dulcificarse mientras examinaba las maltratadas manos de la muchacha. El Qunt’ Al Er le había costado algunas uñas, la piel curtida la había tenido desde siempre, de tanto escarbar bajo el hielo y la tierra oscura en busca de bulbos y raíces.

Él las tocó. Sus manos enormes eran cálidas y recorrió las pequeñas de Eris con minuciosidad, mientras ella se mantenía en vilo.

—Son ásperas. Las más ásperas que he tocado, pero también huelen a perfume —dijo tras llevarlas hasta su nariz, al tiempo que Eris tragaba saliva—. ¿A qué huelen normalmente?

—A tierra —balbuceó apenas—. A sangre de pescado.

El rey sonrió y la soltó. Bajo su oscura mirada, Eris empequeñecía y su corazón se aceleraba con un ritmo nuevo hasta ahora. Tal vez porque él sería su esposo, tal vez porque imaginaba todo lo que les esperaba.

—Quítate los zapatos y muéstrame los pies.

Eris alzó lo suficiente el faldón de su vestido. Ya estaba descalza, se había desecho de los molestos zapatos en el camino. Los había ocultado tras un jarrón.

La sonrisa del rey se amplificó. Esos pies horrendos estaban tan a mal traer como los de un vagabundo. Tenía la esperanza de que le faltara algún dedo, pero eso siempre se podía arreglar.

—¿Estás hambrienta, Eris?

—Un poco, mi señor.

—Así me llaman las siervas y eres más que eso. Llámame rey Erok.

A una orden del rey, las siervas llenaron la mesa de alimentos y nuevamente los colores, aromas y texturas llenaron la mente de Eris.

—Come mucho, estás demasiado escuálida.

Eso no tenían que decírselo, Eris ansiaba llenar su estómago tanto como su cabeza de conocimiento. El nombre de las frutas, su procedencia, de qué estaba hecho el puré que comía, qué animal había entregado su vida para deleitarlos con su tierna carne. Había tanto que ella deseaba saber, pero las ansias de información del rey eran más urgentes. Y no tenía la boca llena de comida.

—Bebe vino o te atorarás, muchacha —la azuzó hasta que ella vació la copa. Le sirvió más. La cabeza de Eris empezaba a dar vueltas—. Cuéntame sobre el Qunt’ Al Er.

—¿Quiere saber cómo escalé el monte o cómo conseguí los huevos?

—Quiero saber cómo mataste a esa muchacha, cuéntame en qué pensabas cuando su sangre te salpicaba la cara. ¿Qué viste en sus ojos cuando la luz ya no se reflejó en ellos?

Eris dejó de comer. Inhaló y de su boca no salieron palabras, pero sí algo que agradó profundamente al rey, no así a las siervas, que tuvieron que limpiar la alfombra salpicada de vómito pastoso.

Estaba decidido, habría una nueva reina en Balardia.

〜✿〜

—¿Debería darme un baño? Al rey parece agradarle más la naturaleza salvaje —se preguntaba Eris antes de meterse a la tina tan pronto.

—No seas sucia, niña —la regañó Dara—. Aséate antes de la boda que ya el rey se encargará de ensuciarte luego.

Sora la miró con enfado.

—¿A qué te refieres? —preguntó Eris.

—¿A qué más va ser? A lo que los hombres hacen con las mujeres que les pertenecen. A lo que tu padre le hacía a tu madre para engendrarte a ti.

—Yo no lo veo como algo sucio, menos si se hace con devoción —replicó Eris.

Ella se había acostumbrado a la idea de entregarse a Darko. Al menos el rey tenía mejor aspecto. Y lo harían sobre sábanas de seda y no en un lecho con heno y lana de oveja, ese era su consuelo.

—Eres virgen, por eso hablas así, pero el rey no lo es —aclaró Dara—. ¿Acaso crees que eres la primera mujer con la que fornicará? Ni siquiera eres la primera reina. ¿Quieres saber qué le pasó a la anterior?

—¡Dara! Ya has hablado lo suficiente —intervino Sora—. Deja a la muchacha prepararse. Hoy es un gran día, Eris. Intenta disfrutarlo.

Eris no se puso perfume. Su vestido de novia era el más bello que hubiera visto. En la aldea, las muchachas apenas usaban un velo bordado por sus madres. Ella había llevado el suyo, que su madre empezó a bordar el día que su sangre bajó por vez primera. Era lo único suyo mientras caminaba hacia el altar, con los pies descalzos bajo el largo vestido.

Agradeció no conocer a nadie en el salón, que nadie de su familia la viera en tan importante momento. Habría sentido vergüenza, pero no de ellos.

La boda real se celebró con un gran banquete al que asistieron los señores más importantes del reino. Se repartieron corderos en todas las aldeas y vino también, traído de las lejanas tierras de Galaea.

En la aldea Forah, los familiares de Eris brindaron por ella y se alegraron de la fortuna que les había traído.

La comida que llenaba las mesas se fue acabando y las luces de las antorchas se apagaron. La residencia palaciega fue sumiéndose en el silencio y la soledad. El rey y su consorte se retiraron a sus aposentos.

Eris miró el gran lecho y permaneció estática junto a la puerta.

El rey se quitó sus trajes de gala y se sentó en un sillón, con el torso desnudo.

—Esposa mía, ven aquí.

Eris se sentó a su lado, sin hacer el menor ruido, sin mirarlo. El rey supo lo que aquello significaba y sonrió.

—Este velo, ¿lo has traído de tu aldea?

—Es una tradición, rey Erok. Lo bordó mi madre. Conseguir hilos y telas finas es muy difícil, eso lo hace valioso.

—Huele a oveja.

—¿Quiere que me lo quite?

—Déjalo, te ves graciosa con él. Mejor sírveme vino.

En el lado opuesto al lecho había una mesa. La jarra de plata y unas copas del mismo material estaban encima. Eris le llevó una a Erok y volvió a sentarse a su lado. El rey bebió un sorbo y siguió observando a la muchacha, que temblaba levemente a la espera de consumar sus nupcias.

—¿Has visto alguna vez un animal con dos corazones, Eris?

—No, mi rey, pero una vez en la aldea encontramos un pescado con dos cabezas.

El hombre le cogió una mano y la pegó contra su pecho. Era la primera vez que Eris tocaba el pecho de un hombre. Cálido, rasposo con sus vellos entre los que se dibujaban blancas cicatrices. El velo ocultó sus mejillas enrojecidas.

—Aquí dentro laten dos corazones —contó el rey.

Eris sólo sentía el furioso palpitar de uno, pero no iba a contradecirlo.

—Uno de ellos es débil, como el calor que apenas nos llega del sol en el invierno, y que no basta para librarnos del frío. El otro es fuerte, como la montaña que se alza hacia los cielos y que no reverencia a los vientos huracanados. Es difícil vivir con dos corazones.

—Imagino que sí —murmuró ella y Erok le acarició la mano, áspera y curtida.

—Uno de esos corazones quiere tratarte con dulzura, esposa mía, porque eres joven e inexperta. Quiere cuidarte y esperar a que tu único corazón se abra y me reciba y sólo entonces tomarte en cuerpo y espíritu.

El corazón de Eris, como si supiera que hablaban de él con tanto afecto, le llenó el pecho de suave calor.

Erok acortó la distancia, e inhalando el aroma a oveja del velo, le susurró al oído.

—El otro quiere desgarrarte las ropas ahora mismo y hundirse tan profundamente dentro de ti que ya no haya espacio ni para llenar de aire tus pulmones.

El palpitar en el pecho del rey fue como un temblor. Eris quiso apartar la mano, él se lo impidió.

—Quiere oírte gritar, Eris, quiere que tus lágrimas broten como la lluvia... Quiere probar el sabor de tu sangre. ¿Cuál de los dos corazones crees que es el fuerte y cuál el débil?

Bajo el velo, los labios de Eris se movieron, pronunciando la única oración que conocía para los dioses que no los escuchaban.

—No lo sé, mi señor, pero sí sé que el mío ya le pertenece. Haga con él lo que le plazca.

En la aldea Forah, aceptar la muerte era la mayor esperanza. Eris la había aceptado hacía mucho, lo que temía era vivir. ¿Qué vida llevaría hasta que la muerte la alcanzara? La vida era incertidumbre, era miedo, la muerte era la única certeza.

El rey se levantó, ella apretó los ojos. Oyó sus pasos ir al otro lado de la habitación, la puerta. Más pasos en el pasillo, el rey volviendo a su lado. Le levantó el faldón del vestido. Eris dejó de respirar.

La suave mano del rey le cogió un pie descalzo y lo sumergió en un tibio líquido. Eris abrió los ojos.

—No puedes irte a dormir con los pies sucios —le dijo el rey, metiéndole el otro pie en el lavatorio.

Empezó a lavarlos como haría el más humilde de los siervos.

—Mi devoción será para ti si recibo lo mismo de vuelta. Mi corazón fuerte será el que te proteja siempre y cuando no me traiciones. Nunca me traiciones, Eris, sólo eso te pido.

Eris se quitó el velo, cogió el rostro de Erok y le besó la frente.

El rey sonrió. Las mejillas inundadas de lágrimas de la muchacha fueron suficiente para tranquilizar a su otro corazón, al menos por ahora.

Con una toalla secó los pies de Eris y la cargó en sus brazos hasta el lecho. Eris estaba lista para recibirlo, así como lo había estado para escalar el monte arrastrando una roca o para rebanar el cuello de Lua. Ella cumpliría con su deber de esposa y se esmeraría por complacer al rey y compensar su gentileza.

Erok la arropó en el lecho, sin intenciones de yacer allí con ella.

—Cuando la luna nueva se alce en el cielo, volveré aquí y te haré mía. Cuídate hasta entonces, Eris. Cuida tu cuerpo, que es un templo sagrado para mí —besó la frente de su joven esposa y selló así la promesa de volver a encontrarse cuando lo dictara el firmamento.

Sola en su lujosa y bella habitación, Eris se llevó una mano al pecho y creyó tener ella también dos corazones, uno que daba gracias a los dioses por retrasar lo que era inevitable y otro que clamaba porque llegara ya la luna nueva.

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