IX Bandos

El agarre en las muñecas de Eris fue firme, pero gentil. Ella no se atrevió a jalar y tampoco habría podido hacerlo de querer, pues se había quedado inmóvil con tan repentina e inesperada maniobra del moribundo prisionero que ni para coger una espada y protegerse se movía, pero que ahora lo hacía, amparado en la oscuridad, para tocarla.

Tragó saliva al tiempo que sintió la nariz del prisionero inhalando en sus muñecas, llevando así a sus pulmones la poción en la que había depositado todas sus esperanzas.

El prisionero bestia la olfateaba como si fuera un perro que, con desespero, buscaba recuperar la huella de un rastro perdido, primero en sus muñecas, luego subió por los brazos y llegó hasta su cuello, donde inhaló más perfume y exhaló, humedeciéndole la piel con su aliento cálido.

Le olió el rostro también, que Eris mantenía pegado a los barrotes y, por un instante, compartieron el mismo aire, respirando juntos.

No respondió él con palabras a las súplicas de Eris, pero oyó el cl
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