Los sueños de Eris de convertirse en reina seguían floreciendo a mediodía, cuando Sora y Dara llegaron a buscarla para escoltarla al palacio. Dara la miró con sorpresa, Sora no se atrevió a mirarla.
—¿Qué te pasó en el ojo, Sora? ¿Acaso lo mismo que a Dara en la oreja? Ninguna de las siervas contestó y siguieron caminando delante de ella como un par de hormigas. —No he hecho con el rey lo que hacen los hombres y las mujeres, pero sí que se encargó de manchar con sangre el vestido. Creo que he visto su peor cara, el lado oscuro de su corazón. Las siervas la ayudaron a instalarse en los nuevos aposentos, tan finos y bellos como los anteriores. Cuando salían, Dara la miró de reojo y murmuró. —¿De verdad crees que el rey tiene corazón? El sueño de Eris de convertirse en regia soberana acabó al atardecer, con la puesta del sol. El ocaso la encontró en una sala, en el área del palacio donde compartiría habitaciones con cinco mujeres más. Eris se había convertido en la sexta esposa del rey y su camino al trono estaba tan sepultado como los huesos de sus ancestros, todos recolectores. Pero no todo estaba perdido, Eris no era mujer que se rindiera tan fácilmente. Dar a luz un hijo del rey la catapultaría de forma inmediata al primer lugar en importancia, directo al trono junto a su majestad. ¿Y cuándo sería eso? Tal vez en la próxima luna nueva. Eris ya no tenía apuro en ser tomada por su esposo y había dejado de mirar hacia el cielo. Sentada en el palco real, pero en la cuarta fila junto a las damas de compañía de las otras esposas, se preguntaba por qué ninguna de ellas tenía hijos. —¡El mejor vino para acompañar al mejor espectáculo! —proclamó el monarca. Su copero repartió el afamado trago venido de las tierras lejanas de Galaea, más allá del mar Udisto, pero Eris no alcanzó copa. «Son seis esposas ahora, debes traer seis copas», quiso gritarle al muchacho, pero prefirió callar. A un costado del palco real, un hombre de pie se dirigió a la audiencia que se reunía alrededor de la arena: —Ahora, para deleite de los presentes, nuestros mejores soldados representarán la histórica batalla del Atolón, donde nuestro dios Ebrón triunfó sobre las hordas Askas. Eris aplaudió. No era reina, ni poderosa, menos gloriosa, su honor era la sangre que derramaba y para ella no alcanzaba el vino, pero al menos gozaría de un gran espectáculo artístico. La arena, de principio a fin, era una construcción impresionante y en ella se reunían las gentes más importantes de la región. Sus ojos, admirados por cuanto veían, no perdieron detalle de las escuadras de soldados que aparecieron desde ambos extremos y formaron los dos bandos que se enfrentarían. Entre los recuerdos que guardaba de su abuelo paterno estaban las historias de batallas y la del Atolón era su favorita. Sonrió de emoción. Eris sonrió porque merecía algo bueno luego de tanto sacrificio y se sintió afortunada de poder apreciar tan magna representación artística hasta que el primer actor fue decapitado y su cabeza rodó sobre la arena. Las gentes brincaron de sus asientos y celebraron el horroroso acto, que ella veía con pavor. Y el espectáculo sólo estaba comenzando. No había engaño ni ilusión, no había actuación, los soldados libraban una batalla de verdad y se estaban masacrando a vista y paciencia de la enfervorizada multitud, que vitoreaba cada muerte y gozaba con cada gota de sangre derramada. Los combates en la arena eran el espectáculo favorito del rey, que hasta más joven parecía con su espíritu inflamado por la barbarie. No era sólo el rey, era todo el reino que allí se congregaba. Eris se cubrió el rostro y a punto estuvo de soltar unas lágrimas ante los fragmentos de sus sueños deshechos. La misma malicia que la había obligado a empuñar el acero contra su amiga ahora obligaba a esos hombres a convertirse en bestias y a matarse entre ellos. Las exclamaciones de sorpresa y estupor a su alrededor la hicieron mirar de nuevo la arena. Un soldado Asko, el único que quedaba en pie, se enfrentaba con el mismísimo dios Ebrón, que debía medir el doble y tener el triple de su fuerza. Hábilmente escapaba de sus ataques con agilidad felina, pero no contraatacaba. Esperaba y daba a un tiempo un grandioso espectáculo. Nadie perdía detalle de sus gráciles movimientos. El soldado, cuyo destino grabado en piedra dictaba que debía morir bajo la bota del dios, lo alzó del cuello y se lo rompió con la fuerza de sus dedos. El tronar de huesos aceleró el corazón de Eris, pequeña y silenciosa, llena de renovada esperanza. Sus sueños volvían a florecer. —¡¿Qué es esto?! —graznó el monarca— ¡El dios Ebrón debía ganar! ¡¿Quién es el indeseable rufián que se atreve a ultrajar la honra de nuestro dios protector?! La muchedumbre enfervorizada se silenció a la espera de oír las palabras del Asko, que no era otra cosa que un muerto andante. Su desobediencia no conocería el perdón, su atrevimiento tenía un precio superior al de su vida. Ni muriendo cien veces lograría enmendar el agravio al dios que encumbraba al sol en las alturas y hacía llover para nutrir la tierra en invierno. El soldado, con el rostro cubierto con una máscara negra, símbolo del reino al que había sido obligado a representar, gritó. Y un grito como el suyo no se había oído jamás en las tranquilas tierras de Balardia, acariciadas dulcemente por el sol y besadas con clemencia por la lluvia. Potente, soberano, aterrador, el grito le puso la piel de gallina a todos los presentes, incluida a Eris, pequeña como cuando estaba ante el poderoso rey, que se le hizo también pequeño en comparación. La fuerza que irradiaba aquella voz traspasaba las barreras de la humanidad, su volumen, su color, su intensidad bestial, no parecían de este mundo, pero allí estaba, provenía del cuerpo de un hombre que sangraba. Un poder así era algo con lo que Eris sólo podía soñar y si quien se ocultaba tras la máscara Aska había podido liquidar a un dios, un rey ya viejo, que había dejado atrás sus días de gloria, no sería nada para él. Eris sería reina y ya tenía un plan para lograrlo.El grito del soldado Asko se silenció, pero su eco siguió oyéndose en el latir de los corazones atemorizados de los presentes, que se miraron unos a otros, como si todos fueran protagonistas del mismo sueño.El monarca clavó sus ojos en el hombre que dirigía el espectáculo. El grito le había hecho temblar las rodillas y caer sobre las gradas, pero se recompuso, sosteniéndose del siervo que lo acompañaba. —Esta... Esta afrenta sin precedentes no puede ser pasada por alto. ¡La historia no será reescrita por un simple esclavo! El reino decidirá si el infame que ha desafiado al dios Ebrón deberá pagar con su vida por su osadía. Manifiéstense.Una ola de murmullos se expandió por el público, turbados todavía por el remezón de haber oído un sonido con sus almas mismas. El rey se impacientaba con la tardanza y pidió más vino. Eris habría deseado aunque fuera una gota porque tenía la garganta seca.—¡Manifiéstense! —volvió a pedir el hombre y desde algún lugar de la arena, alguien gritó.«¡Q
Con los fríos ojos de Nov se encontró Eris al despertarse en medio de la noche. Él habló y su aliento se sintió igual de gélido que el aire de las montañas de las que la sacó. —Vístete, el rey solicita tu presencia. Eris se puso un vestido, el primero que encontró. Quiso peinarse el cabello, pero no tenía sentido. Y que Nov fuera por ella y no alguna sierva lo tenía menos aún. El hombre la esperaba en el pasillo. En cuanto la vio, la empujó contra el muro y comenzó a tocarla por todas partes. Eris gritó, creyéndose presa de un vil ataque hasta que Nov encontró la daga que él mismo le había dado y que ella llevaba oculta entre las ropas. Se la guardó en el cinto y emprendió la marcha. —No seas estúpida —dijo antes de doblar unos pasos más adelante—. Sólo los tontos pelean batallas que ya están perdidas. Eris siguió andando tras él, segura de que no era ninguna tonta. Los tontos eran los que se rendían sin intentarlo. Si no lo intentaban, no podrían ganar. Una melodía empezó a oí
Eris llegó al comedor y el puesto junto a ella permaneció vacío todo el tiempo que duró el desayuno. La muchacha que tanto temía ser la siguiente en desaparecer parecía haberlo sido por fin y nuevamente nadie mencionó nada sobre su ausencia. Los temores que la hacían temblar se habían convertido en una profecía ineludible y Eris supo que se le acababa el tiempo, así que fue con Eladius. Que el rey fuera un hombre ocupado, con tantas esposas y otras mujeres para entretenerse le daba la ventaja de la poca importancia. A nadie le importaba que ella anduviera dando vueltas por ahí, hasta su nombre era sabido sólo por unos pocos. Nadie preguntó nada cuando Eladius salió con ella del palacio para dirigirse al templo. Si lo hubieran hecho, ella habría dicho que iría a dejar unas ofrendas florales para el dios Ebrón por la gloria del rey y el reino. Sospechaba que incluso la habrían escoltado.La grandeza del templo y su monumental belleza la hizo inclinar la cabeza y entró siguiendo al much
Eris se atrevió a mirar cuando, al grito de sorpresa de la multitud, le siguió uno más embravecido aún. En la arena, el Asko seguía de pie pese al golpe que a otro hombre habría mandado a volar luego de romperle varios huesos. Alter, colérico, puso en movimiento la bola una vez más y le asestó un golpe en la pierna izquierda, cerca de la corva de la rodilla. Debió partirla en dos, pero sólo lo desestabilizó un poco. —¿De dónde has sacado a semejante prisionero? —preguntó Darón, muy asombrado por la resistencia del Asko.—De Balardia —mintió el rey—. Si así son nuestros esclavos, imagina cómo son nuestros soldados. —La fuerza y resistencia son meras galanuras si la voluntad se ha perdido —repuso Darón—, y ese hombre parece anhelar morir. No hay goce en una batalla así. No es batalla, es masacre. El rey apretó la mandíbula. Justo ahora el Asko no quería pelear, pero bien que había matado antes a su mejor peleador.Alter se posicionó a un costado del Asko, hizo girar tres veces la bo
El agarre en las muñecas de Eris fue firme, pero gentil. Ella no se atrevió a jalar y tampoco habría podido hacerlo de querer, pues se había quedado inmóvil con tan repentina e inesperada maniobra del moribundo prisionero que ni para coger una espada y protegerse se movía, pero que ahora lo hacía, amparado en la oscuridad, para tocarla. Tragó saliva al tiempo que sintió la nariz del prisionero inhalando en sus muñecas, llevando así a sus pulmones la poción en la que había depositado todas sus esperanzas. El prisionero bestia la olfateaba como si fuera un perro que, con desespero, buscaba recuperar la huella de un rastro perdido, primero en sus muñecas, luego subió por los brazos y llegó hasta su cuello, donde inhaló más perfume y exhaló, humedeciéndole la piel con su aliento cálido. Le olió el rostro también, que Eris mantenía pegado a los barrotes y, por un instante, compartieron el mismo aire, respirando juntos. No respondió él con palabras a las súplicas de Eris, pero oyó el cl
Cinco días de festejo, eso decretó el rey al enterarse de que los dioses lo bendecirían con un hijo. Ilna, la afortunada madre, fue colmada con presentes desde todas partes del reino y el rey dispuso que todas las damas estuvieran a su servicio. La segunda y tercera esposa cuchicheaban por los rincones. Eris ya había escogido un bando y estaría con la futura reina, pero no estaba de más tener información y se ocultó tras una cortina para oírlas. «Con una mujer que engendre para él, no necesitará a otras». «En cualquier momento se deshará de nosotras». «Ya no necesita más esposas si con una le basta». «Oraré a los dioses para que ese crío no llegue a ver la luz del día». Eris salió de su escondite mucho después de que las esposas se fueran. Anduvo en silencio por el palacio y llegó a donde las damas y la reina escogían telas para nuevos vestidos. La belleza de los colores y las texturas no llamó su atención en demasía. —Esta es bellísima para un traje de bebé —dijo una de las
No había habido nuevos combates en la arena y Eladius no necesitaba de más ingredientes para sus pociones que pudiera conseguir en las mazmorras, pero Eris se las arregló para convencerlo de acompañarla hasta allá de nuevo. El menjunje que había preparado para las heridas ayudaría a sanar a los guerreros del rey y seguirían dándole al monarca un buen espectáculo, aseguró. Nada sabía él del prisionero bestia y su encuentro con el león porque no asistía a los combates. Una vez en las mazmorras, Eladius fue al lugar donde entrenaban los prisioneros. Uno a uno se enfrentaban con espadas de madera en un campo bajo el sol ardiente. Sus pieles bronceadas brillaban, curtidas y sudadas y el muchacho se halló mirándose los brazos, tan pálidos y flacuchos en comparación. —Atención, prisioneros —Mort, el entrenador, detuvo los ejercicios—. Hoy tenemos el honor de ser visitados por un aprendiz de sacerdote, el más culto entre los suyos y con habilidades mágicas —así se había presentado Eladiu
De todas las esposas que el rey tenía, escogió a Eris para acompañarlo en su noche de bodas con la nueva. Como una estatua estaba ella sentada, vista al piso, dedos entrelazados sobre las piernas. Imaginaba lo que podría ocurrir y su corazón se aceleraba. El rey, sentado con relajo en su regio sillón, recibía las uvas que una de sus esclavas desgranaba y le daba en la boca, mientras la acariciaba. Era una de las bailarinas, creyó Eris en el breve lapso en que la miró. Otra mujer le ofreció vino y reconoció a la que el rey había fornicado entre sus piernas. Eris aceptó la copa y se obligó a beber un gran sorbo. Le había oído decir a su padre que el buen vino ayudaba a infundir valor en los corazones y se rumoreaba que éste era el mejor. Nov llegó y trajo consigo a la nueva esposa. Era una muchachita delgada, de caminar seguro, cabellos negros como los de Eris y ojos determinados, puede que tanto como los de ella. «Ha traído un reemplazo para mí», pensó de inmediato y se halló m