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IV La fuerza que necesita

Los sueños de Eris de convertirse en reina seguían floreciendo a mediodía, cuando Sora y Dara llegaron a buscarla para escoltarla al palacio. Dara la miró con sorpresa, Sora no se atrevió a mirarla.

—¿Qué te pasó en el ojo, Sora? ¿Acaso lo mismo que a Dara en la oreja?

Ninguna de las siervas contestó y siguieron caminando delante de ella como un par de hormigas.

—No he hecho con el rey lo que hacen los hombres y las mujeres, pero sí que se encargó de manchar con sangre el vestido. Creo que he visto su peor cara, el lado oscuro de su corazón.

Las siervas la ayudaron a instalarse en los nuevos aposentos, tan finos y bellos como los anteriores. Cuando salían, Dara la miró de reojo y murmuró.

—¿De verdad crees que el rey tiene corazón?

El sueño de Eris de convertirse en regia soberana acabó al atardecer, con la puesta del sol. El ocaso la encontró en una sala, en el área del palacio donde compartiría habitaciones con cinco mujeres más. Eris se había convertido en la sexta esposa del rey y su camino al trono estaba tan sepultado como los huesos de sus ancestros, todos recolectores.

Pero no todo estaba perdido, Eris no era mujer que se rindiera tan fácilmente. Dar a luz un hijo del rey la catapultaría de forma inmediata al primer lugar en importancia, directo al trono junto a su majestad. ¿Y cuándo sería eso? Tal vez en la próxima luna nueva. Eris ya no tenía apuro en ser tomada por su esposo y había dejado de mirar hacia el cielo.

Sentada en el palco real, pero en la cuarta fila junto a las damas de compañía de las otras esposas, se preguntaba por qué ninguna de ellas tenía hijos.

—¡El mejor vino para acompañar al mejor espectáculo! —proclamó el monarca. Su copero repartió el afamado trago venido de las tierras lejanas de Galaea, más allá del mar Udisto, pero Eris no alcanzó copa.

«Son seis esposas ahora, debes traer seis copas», quiso gritarle al muchacho, pero prefirió callar.

A un costado del palco real, un hombre de pie se dirigió a la audiencia que se reunía alrededor de la arena:

—Ahora, para deleite de los presentes, nuestros mejores soldados representarán la histórica batalla del Atolón, donde nuestro dios Ebrón triunfó sobre las hordas Askas.

Eris aplaudió. No era reina, ni poderosa, menos gloriosa, su honor era la sangre que derramaba y para ella no alcanzaba el vino, pero al menos gozaría de un gran espectáculo artístico. La arena, de principio a fin, era una construcción impresionante y en ella se reunían las gentes más importantes de la región.

Sus ojos, admirados por cuanto veían, no perdieron detalle de las escuadras de soldados que aparecieron desde ambos extremos y formaron los dos bandos que se enfrentarían. Entre los recuerdos que guardaba de su abuelo paterno estaban las historias de batallas y la del Atolón era su favorita. Sonrió de emoción.

Eris sonrió porque merecía algo bueno luego de tanto sacrificio y se sintió afortunada de poder apreciar tan magna representación artística hasta que el primer actor fue decapitado y su cabeza rodó sobre la arena. Las gentes brincaron de sus asientos y celebraron el horroroso acto, que ella veía con pavor.

Y el espectáculo sólo estaba comenzando.

No había engaño ni ilusión, no había actuación, los soldados libraban una batalla de verdad y se estaban masacrando a vista y paciencia de la enfervorizada multitud, que vitoreaba cada muerte y gozaba con cada gota de sangre derramada.

Los combates en la arena eran el espectáculo favorito del rey, que hasta más joven parecía con su espíritu inflamado por la barbarie. No era sólo el rey, era todo el reino que allí se congregaba.

Eris se cubrió el rostro y a punto estuvo de soltar unas lágrimas ante los fragmentos de sus sueños deshechos. La misma malicia que la había obligado a empuñar el acero contra su amiga ahora obligaba a esos hombres a convertirse en bestias y a matarse entre ellos.

Las exclamaciones de sorpresa y estupor a su alrededor la hicieron mirar de nuevo la arena. Un soldado Asko, el único que quedaba en pie, se enfrentaba con el mismísimo dios Ebrón, que debía medir el doble y tener el triple de su fuerza.

Hábilmente escapaba de sus ataques con agilidad felina, pero no contraatacaba. Esperaba y daba a un tiempo un grandioso espectáculo. Nadie perdía detalle de sus gráciles movimientos.

El soldado, cuyo destino grabado en piedra dictaba que debía morir bajo la bota del dios, lo alzó del cuello y se lo rompió con la fuerza de sus dedos. El tronar de huesos aceleró el corazón de Eris, pequeña y silenciosa, llena de renovada esperanza. Sus sueños volvían a florecer.

—¡¿Qué es esto?! —graznó el monarca— ¡El dios Ebrón debía ganar! ¡¿Quién es el indeseable rufián que se atreve a ultrajar la honra de nuestro dios protector?!

La muchedumbre enfervorizada se silenció a la espera de oír las palabras del Asko, que no era otra cosa que un muerto andante. Su desobediencia no conocería el perdón, su atrevimiento tenía un precio superior al de su vida. Ni muriendo cien veces lograría enmendar el agravio al dios que encumbraba al sol en las alturas y hacía llover para nutrir la tierra en invierno.

El soldado, con el rostro cubierto con una máscara negra, símbolo del reino al que había sido obligado a representar, gritó. Y un grito como el suyo no se había oído jamás en las tranquilas tierras de Balardia, acariciadas dulcemente por el sol y besadas con clemencia por la lluvia. Potente, soberano, aterrador, el grito le puso la piel de gallina a todos los presentes, incluida a Eris, pequeña como cuando estaba ante el poderoso rey, que se le hizo también pequeño en comparación.

La fuerza que irradiaba aquella voz traspasaba las barreras de la humanidad, su volumen, su color, su intensidad bestial, no parecían de este mundo, pero allí estaba, provenía del cuerpo de un hombre que sangraba.

Un poder así era algo con lo que Eris sólo podía soñar y si quien se ocultaba tras la máscara Aska había podido liquidar a un dios, un rey ya viejo, que había dejado atrás sus días de gloria, no sería nada para él. Eris sería reina y ya tenía un plan para lograrlo.

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