El grito del soldado Asko se silenció, pero su eco siguió oyéndose en el latir de los corazones atemorizados de los presentes, que se miraron unos a otros, como si todos fueran protagonistas del mismo sueño.
El monarca clavó sus ojos en el hombre que dirigía el espectáculo. El grito le había hecho temblar las rodillas y caer sobre las gradas, pero se recompuso, sosteniéndose del siervo que lo acompañaba. —Esta... Esta afrenta sin precedentes no puede ser pasada por alto. ¡La historia no será reescrita por un simple esclavo! El reino decidirá si el infame que ha desafiado al dios Ebrón deberá pagar con su vida por su osadía. Manifiéstense. Una ola de murmullos se expandió por el público, turbados todavía por el remezón de haber oído un sonido con sus almas mismas. El rey se impacientaba con la tardanza y pidió más vino. Eris habría deseado aunque fuera una gota porque tenía la garganta seca. —¡Manifiéstense! —volvió a pedir el hombre y desde algún lugar de la arena, alguien gritó. «¡Que viva!». «¡Que viva!», gritaron otros y pronto los asistentes lo pidieron a coro. Deseaban que el Asko tuviera otra oportunidad. —El dios Ebrón castigará a la ciudad por esto —dijo una de las esposas detrás de Eris. —Es sólo una representación, no es real —dijo otra. —Haremos ofrendas para calmar su ira —añadió una tercera. El monarca se puso de pie y la muchedumbre se silenció hasta enmudecer. —Hoy hemos sido testigos de un espectáculo como el que no presenciábamos desde hacía tiempo y no tengo dudas de que esa es la razón por la que el reino ha decidido perdonar. ¡Qué viva el prisionero para que su sangre nos divierta una vez más! «¡Que viva!», volvió a repetir el reino. Varios guardias aparecieron por donde habían entrado los soldados y rodearon al único que quedaba en pie. Él dejó caer su arma, una filosa alabarda, pero no cooperó. A empujones y finalmente a jalones entre cuatro hombres lo sacaron de la arena. El resto de guardias inició la limpieza y se dispusieron a cargar los cadáveres en un carro. Uno de ellos movió una mano, pues seguía vivo, pero fue lanzado igualmente con los muertos y quedó sepultado bajo ellos. —¿A dónde se lo llevaron? —le preguntó Eris a la dama de compañía que tenía sentada al lado. —A las mazmorras, allí es a donde se llevan a los prisioneros. —¿No es un soldado? —cuestionó y la mujer la miró como si la suya fuera la más idiota de las preguntas. —Son prisioneros cuya única utilidad es divertirnos peleando en la arena. Tuvo suerte de vivir después de matar al dios Ebrón. Ese prisionero era el favoritos del rey y llevaba aquí dos meses, ninguno dura tanto. Erok dejó el palco escoltado por dos guardias y a él le siguieron las esposas, las damas y los siervos. Y Eris. La arena estaba en los terrenos del palacio, así que no tardaron en llegar a él. En una sala a pasos del trono, Nov llevó ante el rey al vendedor de esclavos que los abastecía con regularidad. Era un hombre enjuto de carnes y casi del todo desprovisto de cabello, con ojos brillantes de cigarra y un diente de oro reluciendo entre los otros, podridos casi del todo. —¿De dónde ha salido ese prisionero que se ha atrevido a matar al dios Ebrón? —exigió saber el monarca. —Es un simple esclavo, mis hombres lo encontraron moribundo en una quebrada, es probable que lo arrastrara el río Irs desde las tierras del norte. Hasta los confines del reino llegaban los suyos en busca de carroña. —¿Simple dices? Ante el cuestionamiento del rey, Nov azotó las piernas del esclavista, que cayó de rodillas al suelo. —¡Era como cualquier otro, mi rey! No mostró fuerza ni inteligencia, no dijo palabra. La mayoría suplica cuando sabe que será puesto en venta, pero él parecía resignado a su destino. Estaba medio muerto, sus guardias lo compraron para dárselo de comer a sus leones. No habría podido cargar el acero de una espada. —¿Es así, como dices? —¡Lo juro por todos los dioses, majestad! Ese truhán era peso muerto. Si hubiera sabido su valor como guerrero habría cobrado por él el triple de lo que me pagaron —aseguró, postrado en el suelo para mostrar sus respetos al rey. El monarca le ordenó salir con un gesto de su mano. —¿Con qué están alimentando a los prisioneros en las mazmorras? Reviven muertos y no me había enterado —comentó el monarca. —Por lo que vi, sangraba bastante. No creo que puedan revivirlo esta vez —repuso Nov. El rey quiso ver con sus propios ojos al que era un hombre cualquiera y fue guiado a las mazmorras. Había allí prisioneros de distinto tipo, cuyos actos e historias forjaban sus destinos. Los que irían a la horca eran los primeros, le seguían los que podrían conmutar su pena por trabajo: deudores de impuestos, est4fadores y otros pillos, luego los que gozarían de una muerte honorable en la arena, en una sección aparte junto a un campo de entrenamiento. —En un comienzo pensé que era retrasado o sordo, o que hablaba alguna lengua extranjera. No quiso entrenar ni coger una espada para demostrar sus habilidades, pero se defiende ante el castigo, como un perro. Es como un perro, con castigo suficiente mostrará los colmillos y atacará, eso hizo en la arena —dijo Mort, el hombre a cargo de entrenarlos—. Él se defendió. Se había defendido rompiendo el cuello de un hombre que duplicaba su estatura, el rey seguía sin hallar una explicación, así que fue a buscarla él mismo. En la pequeña celda que albergaba al prisionero, la luz de una antorcha le mostró el rostro que se ocultaba tras la máscara Aska. Parecía joven debajo de la tupida barba y el cabello enmarañado. Sus ojos grises ciertamente mostraban la inteligencia de un perro y no le dirigían la mirada. —¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es el secreto de tu fuerza? El rey esperó por unas respuestas que no llegaron. —¡Contéstale a su majestad, escoria inmunda! —gruñó Nov y golpeó los barrotes con la vaina de su espada. El prisionero bostezó. A una orden del rey, dos guardias entraron a la celda para arrancarle las respuestas a la fuerza. El prisionero no se inmutó con su presencia y siguió sentado. Recibió un golpe de garrote en el vientre y cuando se dobló hacia adelante, otro en la espalda. Cualquier prisionero habría acabado escupiendo sangre y suplicanco por su vida, pero él ni sonidos hizo. Se levantó, cogió a uno de los guardias por el cuello, lo dobló hacia atrás y le rompió la espalda. El sonido fue tan claro y limpio que el rey sonrió. El otro guardia intentó huír y recibió un golpe en la cabeza que lo lanzó contra el muro, donde se estampó y quebró como un huevo. El prisionero avanzó y aferró los barrotes, con los ojos fijos en el rey. Creyó él que el bestial esclavo sería capaz de separar las firmes estructuras y escapar de su encierro, pero no fue así. Era fuerte, pero no dejaba de ser un prisionero. Era una bestia y era suyo. —No importa quien seas, guarda tus palabras si es lo que deseas. Pelea para mí y te llenarás de honor y gloria. Tendrás mejores alimentos, una mejor celda y puede que hasta consigas los favores de alguna hembra. En dos días habrá nuevos combates y quiero ver de lo que eres capaz. Los pasos de los hombres se alejaron por el pasillo y dejaron al prisionero solo con sus secretos y sus muertos, que tardarían bastante en atreverse a sacar de allí. —Lo revivieron muy rápido, Nov. Yo no vi que sangrara —cuestionó el monarca. —Tal vez era la sangre de alguien más, pude haberme equivocado. Mis disculpas, majestad. —Quiero que se enfrente en un uno a uno contra Alter, es quien le sigue en fuerza a Grok. ¿Quién será el dios Ebrón ahora que ese tonto murió? Hay que resolverlo. —Veré que se haga, majestad. —Si vence a Alter, lo quiero luchando contra alguna bestia. Ya ansío poder ver ese espectáculo. Eris se pasó toda la tarde buscando el acceso a las mazmorras que suponía debía haber en el palacio y por el que no podía preguntar sin levantar sospechas. Creyó encontrarlo, pero unos guardias le impidieron el paso. Lo que sí encontró fue la biblioteca y allí a un sacerdote. El hombre, muy ocupado, le dijo no tener tiempo para enseñarle a leer, pero dejó a su disposición a su aprendiz, un muchachito flacucho y de sonrisa fácil que hablaba hasta por los codos. Era joven, pero sabía del cielo y de la tierra, de dioses y demonios, de bestias y hechiceros. Sabía más que Eris y eso era suficiente. —Dime, Eladius. ¿Has ido alguna vez a las mazmorras? —Claro, montones de veces. ¿De dónde crees que se sacan los ojos y otros ingredientes que se usan en las pociones? Bajo el sol de Balardia nada se desperdicia, hasta para la arena ensangrentada después de las batallas hay un comprador. ¿Quieres ir a las mazmorras? Eris asintió, incapaz de ocultar su emoción. —Entonces iremos luego de los próximos combates. Puedes ser mi ayudante, la aprendiz del aprendiz. —Lo seré con honor, Eladius. Contaré las horas. Eris volvió a contar a la espera del paso del tiempo hasta que recibió una inesperada visita en sus aposentos.Con los fríos ojos de Nov se encontró Eris al despertarse en medio de la noche. Él habló y su aliento se sintió igual de gélido que el aire de las montañas de las que la sacó. —Vístete, el rey solicita tu presencia. Eris se puso un vestido, el primero que encontró. Quiso peinarse el cabello, pero no tenía sentido. Y que Nov fuera por ella y no alguna sierva lo tenía menos aún. El hombre la esperaba en el pasillo. En cuanto la vio, la empujó contra el muro y comenzó a tocarla por todas partes. Eris gritó, creyéndose presa de un vil ataque hasta que Nov encontró la daga que él mismo le había dado y que ella llevaba oculta entre las ropas. Se la guardó en el cinto y emprendió la marcha. —No seas estúpida —dijo antes de doblar unos pasos más adelante—. Sólo los tontos pelean batallas que ya están perdidas. Eris siguió andando tras él, segura de que no era ninguna tonta. Los tontos eran los que se rendían sin intentarlo. Si no lo intentaban, no podrían ganar. Una melodía empezó a oí
Eris llegó al comedor y el puesto junto a ella permaneció vacío todo el tiempo que duró el desayuno. La muchacha que tanto temía ser la siguiente en desaparecer parecía haberlo sido por fin y nuevamente nadie mencionó nada sobre su ausencia. Los temores que la hacían temblar se habían convertido en una profecía ineludible y Eris supo que se le acababa el tiempo, así que fue con Eladius. Que el rey fuera un hombre ocupado, con tantas esposas y otras mujeres para entretenerse le daba la ventaja de la poca importancia. A nadie le importaba que ella anduviera dando vueltas por ahí, hasta su nombre era sabido sólo por unos pocos. Nadie preguntó nada cuando Eladius salió con ella del palacio para dirigirse al templo. Si lo hubieran hecho, ella habría dicho que iría a dejar unas ofrendas florales para el dios Ebrón por la gloria del rey y el reino. Sospechaba que incluso la habrían escoltado.La grandeza del templo y su monumental belleza la hizo inclinar la cabeza y entró siguiendo al much
Eris se atrevió a mirar cuando, al grito de sorpresa de la multitud, le siguió uno más embravecido aún. En la arena, el Asko seguía de pie pese al golpe que a otro hombre habría mandado a volar luego de romperle varios huesos. Alter, colérico, puso en movimiento la bola una vez más y le asestó un golpe en la pierna izquierda, cerca de la corva de la rodilla. Debió partirla en dos, pero sólo lo desestabilizó un poco. —¿De dónde has sacado a semejante prisionero? —preguntó Darón, muy asombrado por la resistencia del Asko.—De Balardia —mintió el rey—. Si así son nuestros esclavos, imagina cómo son nuestros soldados. —La fuerza y resistencia son meras galanuras si la voluntad se ha perdido —repuso Darón—, y ese hombre parece anhelar morir. No hay goce en una batalla así. No es batalla, es masacre. El rey apretó la mandíbula. Justo ahora el Asko no quería pelear, pero bien que había matado antes a su mejor peleador.Alter se posicionó a un costado del Asko, hizo girar tres veces la bo
El agarre en las muñecas de Eris fue firme, pero gentil. Ella no se atrevió a jalar y tampoco habría podido hacerlo de querer, pues se había quedado inmóvil con tan repentina e inesperada maniobra del moribundo prisionero que ni para coger una espada y protegerse se movía, pero que ahora lo hacía, amparado en la oscuridad, para tocarla. Tragó saliva al tiempo que sintió la nariz del prisionero inhalando en sus muñecas, llevando así a sus pulmones la poción en la que había depositado todas sus esperanzas. El prisionero bestia la olfateaba como si fuera un perro que, con desespero, buscaba recuperar la huella de un rastro perdido, primero en sus muñecas, luego subió por los brazos y llegó hasta su cuello, donde inhaló más perfume y exhaló, humedeciéndole la piel con su aliento cálido. Le olió el rostro también, que Eris mantenía pegado a los barrotes y, por un instante, compartieron el mismo aire, respirando juntos. No respondió él con palabras a las súplicas de Eris, pero oyó el cl
Cinco días de festejo, eso decretó el rey al enterarse de que los dioses lo bendecirían con un hijo. Ilna, la afortunada madre, fue colmada con presentes desde todas partes del reino y el rey dispuso que todas las damas estuvieran a su servicio. La segunda y tercera esposa cuchicheaban por los rincones. Eris ya había escogido un bando y estaría con la futura reina, pero no estaba de más tener información y se ocultó tras una cortina para oírlas. «Con una mujer que engendre para él, no necesitará a otras». «En cualquier momento se deshará de nosotras». «Ya no necesita más esposas si con una le basta». «Oraré a los dioses para que ese crío no llegue a ver la luz del día». Eris salió de su escondite mucho después de que las esposas se fueran. Anduvo en silencio por el palacio y llegó a donde las damas y la reina escogían telas para nuevos vestidos. La belleza de los colores y las texturas no llamó su atención en demasía. —Esta es bellísima para un traje de bebé —dijo una de las
No había habido nuevos combates en la arena y Eladius no necesitaba de más ingredientes para sus pociones que pudiera conseguir en las mazmorras, pero Eris se las arregló para convencerlo de acompañarla hasta allá de nuevo. El menjunje que había preparado para las heridas ayudaría a sanar a los guerreros del rey y seguirían dándole al monarca un buen espectáculo, aseguró. Nada sabía él del prisionero bestia y su encuentro con el león porque no asistía a los combates. Una vez en las mazmorras, Eladius fue al lugar donde entrenaban los prisioneros. Uno a uno se enfrentaban con espadas de madera en un campo bajo el sol ardiente. Sus pieles bronceadas brillaban, curtidas y sudadas y el muchacho se halló mirándose los brazos, tan pálidos y flacuchos en comparación. —Atención, prisioneros —Mort, el entrenador, detuvo los ejercicios—. Hoy tenemos el honor de ser visitados por un aprendiz de sacerdote, el más culto entre los suyos y con habilidades mágicas —así se había presentado Eladiu
De todas las esposas que el rey tenía, escogió a Eris para acompañarlo en su noche de bodas con la nueva. Como una estatua estaba ella sentada, vista al piso, dedos entrelazados sobre las piernas. Imaginaba lo que podría ocurrir y su corazón se aceleraba. El rey, sentado con relajo en su regio sillón, recibía las uvas que una de sus esclavas desgranaba y le daba en la boca, mientras la acariciaba. Era una de las bailarinas, creyó Eris en el breve lapso en que la miró. Otra mujer le ofreció vino y reconoció a la que el rey había fornicado entre sus piernas. Eris aceptó la copa y se obligó a beber un gran sorbo. Le había oído decir a su padre que el buen vino ayudaba a infundir valor en los corazones y se rumoreaba que éste era el mejor. Nov llegó y trajo consigo a la nueva esposa. Era una muchachita delgada, de caminar seguro, cabellos negros como los de Eris y ojos determinados, puede que tanto como los de ella. «Ha traído un reemplazo para mí», pensó de inmediato y se halló m
La cegadora luz del sol dio de lleno en el rostro del prisionero bestia cuando emergió de la oscuridad de las mazmorras. Tras él iba Kemp, todavía cargando la alabarda en sus manos.—¿Estás listo para servir al rey y ofrecer tu vida para el goce de las multitudes? —le preguntó Mort, el entrenador. Había sido él también un prisionero en su tiempo, obligado a volverse guerrero. Luchó con maestría y, al igual que el bestia, sobrevivió al ataque de un león. Sahar le había arañado el rostro, arrancado el ojo izquierdo y desgarrado la nariz y los labios. Su rostro, ajado por el tiempo y el sol, era un pergamino viejo, que contaba mil historias de vida y muerte. Luego recibió el perdón del rey y ascendió al puesto que ocupaba ahora. El prisionero bestia asintió, mientras recorría con la vista el lugar. A un costado vio los lavaderos y hacia allá dirigió sus pasos, abriéndose camino entre los guerreros, que se apartaban a su andar. Aunque sólo Alter había sido testigo de sus hazañas, los o