V El prisionero

El grito del soldado Asko se silenció, pero su eco siguió oyéndose en el latir de los corazones atemorizados de los presentes, que se miraron unos a otros, como si todos fueran protagonistas del mismo sueño.

El monarca clavó sus ojos en el hombre que dirigía el espectáculo. El grito le había hecho temblar las rodillas y caer sobre las gradas, pero se recompuso, sosteniéndose del siervo que lo acompañaba.

—Esta... Esta afrenta sin precedentes no puede ser pasada por alto. ¡La historia no será reescrita por un simple esclavo! El reino decidirá si el infame que ha desafiado al dios Ebrón deberá pagar con su vida por su osadía. Manifiéstense.

Una ola de murmullos se expandió por el público, turbados todavía por el remezón de haber oído un sonido con sus almas mismas. El rey se impacientaba con la tardanza y pidió más vino. Eris habría deseado aunque fuera una gota porque tenía la garganta seca.

—¡Manifiéstense! —volvió a pedir el hombre y desde algún lugar de la arena, alguien gritó.

«¡Que viva!».

«¡Que viva!», gritaron otros y pronto los asistentes lo pidieron a coro. Deseaban que el Asko tuviera otra oportunidad.

—El dios Ebrón castigará a la ciudad por esto —dijo una de las esposas detrás de Eris.

—Es sólo una representación, no es real —dijo otra.

—Haremos ofrendas para calmar su ira —añadió una tercera.

El monarca se puso de pie y la muchedumbre se silenció hasta enmudecer.

—Hoy hemos sido testigos de un espectáculo como el que no presenciábamos desde hacía tiempo y no tengo dudas de que esa es la razón por la que el reino ha decidido perdonar. ¡Qué viva el prisionero para que su sangre nos divierta una vez más!

«¡Que viva!», volvió a repetir el reino.

Varios guardias aparecieron por donde habían entrado los soldados y rodearon al único que quedaba en pie. Él dejó caer su arma, una filosa alabarda, pero no cooperó. A empujones y finalmente a jalones entre cuatro hombres lo sacaron de la arena. El resto de guardias inició la limpieza y se dispusieron a cargar los cadáveres en un carro. Uno de ellos movió una mano, pues seguía vivo, pero fue lanzado igualmente con los muertos y quedó sepultado bajo ellos.

—¿A dónde se lo llevaron? —le preguntó Eris a la dama de compañía que tenía sentada al lado.

—A las mazmorras, allí es a donde se llevan a los prisioneros.

—¿No es un soldado? —cuestionó y la mujer la miró como si la suya fuera la más idiota de las preguntas.

—Son prisioneros cuya única utilidad es divertirnos peleando en la arena. Tuvo suerte de vivir después de matar al dios Ebrón. Ese prisionero era el favoritos del rey y llevaba aquí dos meses, ninguno dura tanto.

Erok dejó el palco escoltado por dos guardias y a él le siguieron las esposas, las damas y los siervos. Y Eris.

La arena estaba en los terrenos del palacio, así que no tardaron en llegar a él. En una sala a pasos del trono, Nov llevó ante el rey al vendedor de esclavos que los abastecía con regularidad. Era un hombre enjuto de carnes y casi del todo desprovisto de cabello, con ojos brillantes de cigarra y un diente de oro reluciendo entre los otros, podridos casi del todo.

—¿De dónde ha salido ese prisionero que se ha atrevido a matar al dios Ebrón? —exigió saber el monarca.

—Es un simple esclavo, mis hombres lo encontraron moribundo en una quebrada, es probable que lo arrastrara el río Irs desde las tierras del norte.

Hasta los confines del reino llegaban los suyos en busca de carroña.

—¿Simple dices?

Ante el cuestionamiento del rey, Nov azotó las piernas del esclavista, que cayó de rodillas al suelo.

—¡Era como cualquier otro, mi rey! No mostró fuerza ni inteligencia, no dijo palabra. La mayoría suplica cuando sabe que será puesto en venta, pero él parecía resignado a su destino. Estaba medio muerto, sus guardias lo compraron para dárselo de comer a sus leones. No habría podido cargar el acero de una espada.

—¿Es así, como dices?

—¡Lo juro por todos los dioses, majestad! Ese truhán era peso muerto. Si hubiera sabido su valor como guerrero habría cobrado por él el triple de lo que me pagaron —aseguró, postrado en el suelo para mostrar sus respetos al rey.

El monarca le ordenó salir con un gesto de su mano.

—¿Con qué están alimentando a los prisioneros en las mazmorras? Reviven muertos y no me había enterado —comentó el monarca.

—Por lo que vi, sangraba bastante. No creo que puedan revivirlo esta vez —repuso Nov.

El rey quiso ver con sus propios ojos al que era un hombre cualquiera y fue guiado a las mazmorras. Había allí prisioneros de distinto tipo, cuyos actos e historias forjaban sus destinos. Los que irían a la horca eran los primeros, le seguían los que podrían conmutar su pena por trabajo: deudores de impuestos, est4fadores y otros pillos, luego los que gozarían de una muerte honorable en la arena, en una sección aparte junto a un campo de entrenamiento.

—En un comienzo pensé que era retrasado o sordo, o que hablaba alguna lengua extranjera. No quiso entrenar ni coger una espada para demostrar sus habilidades, pero se defiende ante el castigo, como un perro. Es como un perro, con castigo suficiente mostrará los colmillos y atacará, eso hizo en la arena —dijo Mort, el hombre a cargo de entrenarlos—. Él se defendió.

Se había defendido rompiendo el cuello de un hombre que duplicaba su estatura, el rey seguía sin hallar una explicación, así que fue a buscarla él mismo. En la pequeña celda que albergaba al prisionero, la luz de una antorcha le mostró el rostro que se ocultaba tras la máscara Aska.

Parecía joven debajo de la tupida barba y el cabello enmarañado. Sus ojos grises ciertamente mostraban la inteligencia de un perro y no le dirigían la mirada.

—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es el secreto de tu fuerza?

El rey esperó por unas respuestas que no llegaron.

—¡Contéstale a su majestad, escoria inmunda! —gruñó Nov y golpeó los barrotes con la vaina de su espada.

El prisionero bostezó.

A una orden del rey, dos guardias entraron a la celda para arrancarle las respuestas a la fuerza. El prisionero no se inmutó con su presencia y siguió sentado. Recibió un golpe de garrote en el vientre y cuando se dobló hacia adelante, otro en la espalda. Cualquier prisionero habría acabado escupiendo sangre y suplicanco por su vida, pero él ni sonidos hizo. Se levantó, cogió a uno de los guardias por el cuello, lo dobló hacia atrás y le rompió la espalda. El sonido fue tan claro y limpio que el rey sonrió.

El otro guardia intentó huír y recibió un golpe en la cabeza que lo lanzó contra el muro, donde se estampó y quebró como un huevo.

El prisionero avanzó y aferró los barrotes, con los ojos fijos en el rey. Creyó él que el bestial esclavo sería capaz de separar las firmes estructuras y escapar de su encierro, pero no fue así. Era fuerte, pero no dejaba de ser un prisionero. Era una bestia y era suyo.

—No importa quien seas, guarda tus palabras si es lo que deseas. Pelea para mí y te llenarás de honor y gloria. Tendrás mejores alimentos, una mejor celda y puede que hasta consigas los favores de alguna hembra. En dos días habrá nuevos combates y quiero ver de lo que eres capaz.

Los pasos de los hombres se alejaron por el pasillo y dejaron al prisionero solo con sus secretos y sus muertos, que tardarían bastante en atreverse a sacar de allí.

—Lo revivieron muy rápido, Nov. Yo no vi que sangrara —cuestionó el monarca.

—Tal vez era la sangre de alguien más, pude haberme equivocado. Mis disculpas, majestad.

—Quiero que se enfrente en un uno a uno contra Alter, es quien le sigue en fuerza a Grok. ¿Quién será el dios Ebrón ahora que ese tonto murió? Hay que resolverlo.

—Veré que se haga, majestad.

—Si vence a Alter, lo quiero luchando contra alguna bestia. Ya ansío poder ver ese espectáculo.

Eris se pasó toda la tarde buscando el acceso a las mazmorras que suponía debía haber en el palacio y por el que no podía preguntar sin levantar sospechas. Creyó encontrarlo, pero unos guardias le impidieron el paso. Lo que sí encontró fue la biblioteca y allí a un sacerdote. El hombre, muy ocupado, le dijo no tener tiempo para enseñarle a leer, pero dejó a su disposición a su aprendiz, un muchachito flacucho y de sonrisa fácil que hablaba hasta por los codos. Era joven, pero sabía del cielo y de la tierra, de dioses y demonios, de bestias y hechiceros. Sabía más que Eris y eso era suficiente.

—Dime, Eladius. ¿Has ido alguna vez a las mazmorras?

—Claro, montones de veces. ¿De dónde crees que se sacan los ojos y otros ingredientes que se usan en las pociones? Bajo el sol de Balardia nada se desperdicia, hasta para la arena ensangrentada después de las batallas hay un comprador. ¿Quieres ir a las mazmorras?

Eris asintió, incapaz de ocultar su emoción.

—Entonces iremos luego de los próximos combates. Puedes ser mi ayudante, la aprendiz del aprendiz.

—Lo seré con honor, Eladius. Contaré las horas.

Eris volvió a contar a la espera del paso del tiempo hasta que recibió una inesperada visita en sus aposentos. 

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