Sumergida en su tina en el palacio, Eris se esforzaba por quitar de su cuerpo todo rastro de la presencia del rey. Su tacto era más difícil de borrar porque se había grabado en sus memorias, donde sólo habitaba el Asko. Si ambos recuerdos se enfrentaban, estaba segura de cual ganaría y permanecería con ella hasta el final de sus días. Yacer con Erok en el lecho era simplemente una tarea infame, como lo era limpiar los baños o los desechos de los animales. Alguien debía hacerlo y si aquello aseguraba su posición, no iba a negarse. Dejó sus aposentos usando sus nuevos y hermosos ropajes y, tras desayunar con su esposo, lo acompañó a una audiencia con gente de la corte. Desde un rincón ella ponía atención a todo lo que los hombres decían. —El año pasado, las inundaciones destruyeron las cosechas hacia el sur. Debemos prepararnos e incautar todo lo que podamos para cuando llegue el mal tiempo —dijo un hombre que luego supo que era el gobernador de la región. —Podemos añadirlo a la r
Pese a la distancia que los separaba, Eris sintió el peso de la mirada del Asko sobre ella. Sintió hasta su ira. Las trompetas sonaron y comenzó el choque de espadas de los bandos que se enfrentarían a muerte. Y pronto cayeron los primeros muertos. Una espada apenas rozó el cuello de uno, pero se precipitó al suelo. A otro, la filosa hoja de metal se le clavó entre el brazo y el costado y salió del otro lado tan limpia como había entrado. Cayó al suelo también. Era una masacre, pero ninguna gota de sangre había manchado todavía la arena y, en las gradas, las gentes se miraban unas a otras, confundidas.—¿Qué está ocurriendo? ¿Qué es lo que hacen estas escorias? —preguntó el rey al presentador, que se veía tan perdido como los demás. El hombre se encogió de hombros y recompuso pronto. Envió a otro a exigirle explicaciones a Mort, el entrenador.En la arena, los alaridos de los supuestos heridos provocaban escalofríos. Nunca antes demostraron tanto dramatismo y dolor quienes acostumb
Por vez primera, el regreso de los prisioneros a las mazmorras luego de la arena no fue silencioso. En la habitual marcha fúnebre ahora reinaba el jolgorio, en el que se mezclaban la alegría de seguir vivos con la incredulidad. Muchos habían dudado de que la idea del Asko de un combate fingido rindiera frutos. Dudaron también de que el hombre que tuvieran en frente atacara de mentira y acabaran traicionándose unos a otros, pero confiaron y la fe los había vuelto victoriosos. Tanta era la dicha que los insípidos alimentos que recibieron les supieron a los más deliciosos manjares.—¿Alcanzará para todos? —preguntó un prisionero, desatando una ola de risas, pues nadie esperaba que fueran tantos los que regresaran.—Si no alcanza, compartiremos —repuso otro y los hombres se miraron con un brillo de fraternidad iluminando sus ojos.Los rivales que peleaban a muerte hoy se habían convertido en hermanos. Alter llegó al primer lugar en la fila para recibir comida y le entregó su pocillo al
*De regreso en el valle del Zazot después de una vida entera de exilio, una gran fiesta recibió a Akal, el hijo menor del alfa Asraón, quien había muerto en la guerra hacía algunos años. La estirpe de Asraón dominaba todo el valle al este del río Irs y se esperaba que Akal liderara la manada Blanca, tras reclamar el trono que su tío, el alfa Dom, había usurpado en su ausencia. Entre los Lyaks, seres licántropos que fusionaban la esencia humana con la ferocidad de los lobos, Akal se erguía con un porte que evocaba la nobleza de su padre. Su rostro, sereno y pulcro, capturaba la atención de muchas doncellas, pero él, decidido y enfocado, ignoraba sus miradas. Su mente estaba fija en un único propósito, sin dejar que las distracciones lo alejaran de su camino como ya lo había hecho su frágil salud. Sin embargo, todo cambió cuando sus ojos se posaron sobre ella.*Sólo el sonido de los grilletes se oyó en el gran salón, que se silenció con la llegada de los invitados especiales. Los pri
Con un destello de malicia ensombreciendo su mirada, el rey depositó la daga en manos de Eris. Una vez más, ella se debatía entre lo que debía hacer y lo que realmente quería, lamentando que, en esta ocasión, el Asko saldría herido de una manera u otra. Si no se atrevía a hacerlo ella, alguien más lo haría. Sospechaba que la esposa del recaudador moría de ganas por estar en su lugar, pues la miraba con la envidia de la más vil serpiente. Suspiró, aferrando la daga, y avanzó con paso vacilante hasta quedar frente al Asko, vestida con sus galas de reina y las mentiras y secretos que llevaba a cuestas. Por un instante encontró los ojos tras la máscara y su frialdad le causó un dolor punzante. Anhelaba tener la ocasión de ofrecerle las explicaciones que se merecía, pues ella seguía trabajando por ambos, ella no dejaba de trabajar.De repente, un estremecimiento la sacudió y, llevándose una mano al vientre, tuvo una arcada. La primera fue seguida de otra y, a la tercera, vomitó deliberada
—¿No ha querido hablar conmigo? —cuestionó Eris—. ¿Acaso un prisionero tiene voluntad para decidir? ¿Qué hay de tu autoridad? Su reclamo estuvo desprovisto de la humildad de la sacerdotisa y Kemp la inspeccionó hasta que ella volvió a inclinar la cabeza en actitud servicial y procuró suavizar su tono.—¿Por qué rechazaría la gracia de los dioses? ¿Qué más puede tener que le dé consuelo en este lugar donde reina la oscuridad? —preguntó, más serena. Kemp negó luego de dar un profundo suspiro. —¿Quién podría saber lo que pasa por la cabeza de una bestia como él? Sólo puedo decirle que será mejor gastar sus energías en quien esté dispuesto a oír a los dioses a través de usted. Vamos, la acompañaré a la salida. Eris asintió, pero al doblar en la primera esquina echó a correr por los enrevezados pasillos, buscando al Asko y perdiendo a Kemp, que intentó correr tras ella. En la oscuridad, que sólo aplacaban las antorchas suspendidas en los muros, la claridad de la mañana guio a Eris por
En el mundo siempre ha habido decisiones que pueden cambiar la vida de alguien por completo. La joven Eris jamás imaginó el rumbo que tomaría su destino al someterse a la prueba de Qunt’ Al Er. Toda su infancia la había pasado esperando hacer algo importante por su familia, por ella y por su honor. Y coronarse como vencedora no sólo le permitiría ganar un cordero gordo y enorme, también la convertiría en una muchacha atractiva para los señores más importantes de la región y de las aldeas cercanas. Le daría poder, eso quería ella, el poder para tomar decisiones en una tierra donde la libertad era escasa y abundaban el hambre, la nieve y la muerte. Y la gente de la aldea Forah, en las montañas de Balardia, estaba acostumbrada a las pruebas, a demostrarle a la muerte que merecían vivir. La primera era al nacer, nada más abrían los ojos debían sobrevivir a ser lanzados a las aguas gélidas. Dos hermanos y una hermana de Eris no lo habían logrado. Luego, las jóvenes debían someterse a
—¿Por qué no estás feliz, hija? Todo ha salido mejor de lo que esperábamos. Desposarte con el rey no se compara a hacerlo con Darko. Darko era el dueño de la taberna de la aldea. Había hecho fortuna vendiendo aceite de pescado y guardaba tiernas miradas para Eris. Era un hombre mayor, de modales burdos y aroma a pescado rancio, pero era lo mejor a lo que una mujer en aquella aldea podía aspirar. Eris se había resignado a convertirse en tabernera y llenarse de críos con aroma a pescado. Su familia se lo agradecería y no faltaría pan en la mesa para sus hermanos. —Ya no tendrás que oler a pescado —le dijo su hermana menor—. El rey debe oler muy bien y dicen que es muy guapo. —Huele a sangre —afirmó Eris—. No tengo pruebas, pero estoy segura. Lo persigue el tufo de la muerte y a través de su hombre ha hecho que yo huela a lo mismo. Oler a pescado sería una bendición. Una bofetada de su madre la hizo callar. —No hables así de tu futuro esposo, insensata. Le deberás honor, obedi