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Capítulo tres

— Hola perezoso — el cadáver estaba limpio y un tanatopractor saturaba el pecho —, tengo toda la información de tu chica.

— Soy todo oídos — Agarró el móvil y empezó a grabar.

— Tiene marcas en las muñecas, pero también alrededor de los brazos, y varias astillas clavadas — le mostró una bandeja con trozos llenos de restos de sangre y carne adherida —. Se las clavó estando viva, seguramente, intentaba aflojar las ataduras.

— La ataron a un árbol. Encontraron restos de cuerda tiradas en las raíces — Empiezan a unirse las piezas.

—La estrangularon hasta matarla — señaló las marcas del cuello —. No hay restos de agua en los alveolos — Freire se tocaba la barba —. Luego la arrojaron al rio, y empezó la maceración cutánea. Gracias a la temperatura fría la putrefacción se ha retrasado, así tiene un aspecto tan bueno — señaló el cuerpo —. No hay agresión sexual, una de las pocas jóvenes a su edad que aún es virgen — la observó con mirada paternal —. Algún animal se dio un festín con sus dedos — señaló los pies. Le faltaban casi todos los dedos — También hay pequeños mordiscos en los pezones y en las nalgas.

— La bella durmiente— Freire observaba el rostro de la joven —. Voy a descubrir quién te hizo esto.

— ¿Sabes que no te escucha? — Lo observó con una media sonrisa,

— Lo sé — Es un cascarón vacío, pero le gustaba pensar que había algo allí, parte de lo que una vez fue —. Si descubres algo más, avísame.

— Sabes que lo haré —Aseguró—. Aunque hoy voy a tener trabajo. Me acaban de avisar de un suicidio, están con el levantamiento del cadáver — Salieron juntos de la sala —. Los males nunca llegan solos.

— Nos vemos — le dijo mientras se alejaba pensando en cómo sería la vida de alguien que se ha suicidado, quizás como la de él hace unos años, cuando esa idea le seducía.

Se subió al coche, esta vez necesitó arrancarlo tres veces. Armando le había ofrecido el suyo, pero utilizaría su vehículo hasta el último momento. Colocó su móvil en el adaptador y escuchó las grabaciones desde el principio. Estaba a media hora de la casa de Vanesa, le daba tiempo a hacerse una imagen superficial de aquel puzzle que ahora mismo no tenía sentido.

Pasó por la carretera principal, cerca del río; cruzó el Instituto y varias calles principales, hasta llegar a la zona más alejada. En la calle alcalde David número seis había un séquito de vecinos fisgones a causa de un coche de policía y otro fúnebre.

Una idea absurda, irreal, se coló en la mente del investigador ¿Quién se había suicidado? ¿Y por qué?

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