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Capítulo cuatro

Siempre había tenido puntería para los asuntos más peliagudos, para los hechos más improbables, este era uno de ellos. A primera hora de la mañana un cadáver y en cuanto la noticia llegó a los oídos de esa pequeña comunidad ocurre un suicidio.

La testigo principal, se ha suicidado. Vanesa, unos meses más pequeña que Sandra, su mejor e íntima amiga, aquella que podía dar luz al caso, se había tomado un sinfín de pastillas y había dejado las sobrantes sobre la mesilla de noche con una nota.

“Aquí tenéis todo lo que necesitáis. Me voy junto quien me espera”

La casa de Vanesa era muy diferente a las que había alrededor. Ser una familia humilde no era sinónimo de suciedad y abandono, excepto en su caso. El pequeño jardín de la entrada estaba lleno de trastos que no querrían ni las ratas. La casa parecía estar a punto de desplomarse.

Marga lloraba desconsoladamente, agarraba una servilleta con las manos y le daba vueltas, su actual marido, Pedro, fumaba tranquilamente en la entrada de la casa, parecía más molesto por ser el centro de atención que por lo sucedido.

— Señora Marga — de aquel lugar emanaban malas vibraciones —. Sé que este es un momento muy duro, pero es importante que hablemos.

— Quiero irme con mi hija — balbuceaba de forma casi ininteligible—. Mi pequeña ha cometido un pecado horrible, se quemará eternamente en el fuego del infierno.

— ¿Sabe por qué cometería algo tan terrible?

— Yo le diré por qué — Interrumpió Pedro —. Es cosa de la niñata esa, Sandra, hace un par de horas nos enteramos de que la encontraron muerta ¡A saber qué habrá hecho! Y la estúpida de Vanesa la siguió — más que hablar, escupía —. Ya te dije que esas dos estaban demasiado juntas, era muy raro.

— No digas esas cosas — suplicó —, que mi hija era una cristiana devota.

— Pues tu hija se ha suicidado — Le gritó mientras la buena mujer volvía a caer entre lágrimas.

— Las dos eran buenas amigas— odiaba los hogares como ese, le recordaban al suyo —. Estoy seguro de que no habia nada malo en su amistad — Observaba a la mujer intentando calmarla —- Investigo la muerte de Sandra, y esperaba encontrar respuestas en Vanesa.

— Eso es cierto señor — Se limpiaba los mocos—, eran dos buenas muchachas.

— Lo que tenían de buenas, lo tenían de tontas — agarró una lata de cerveza —. Eran las payasas del pueblo, el saco de boxeo de cualquiera. Tímidas y miedosas — Bebió un trago —. Mejor que se fueran, o el mundo se las comería.

— Creo que la muerte de cualquiera — empezó a notar el calor subiendo por su intestino —, es una desgracia, y más si una fue asesinada¸ porque eso — intentaba calmarse — significa que en este pueblo hay un asesino.

— Un asesino que va por las debiluchas — dejó la cerveza vacía sobre la mesa —, no me da miedo.

— ¿Podría ver la habitación de Vanesa? — no puede dar educación a un gañán que nunca la ha tenido.

— Nos está haciendo perder el tiempo — y ahora una lucha de gallos.

— Cuando hay un asesinato — habló despacio como si hablara con un niño —, nadie pierde el tiempo, y si alguien intenta obstruir a la justicia se le encierra en una celda.

— Haga lo que quiera — volvió a escupir, dando un paso hacia atrás.

Marga cogió la servilleta y en juago las lágrimas, con la mano derecha señaló la habitación de su hija, estaba a escasos pasos.

El interior de la casa estaba tan destrozado como el exterior. Era pequeña, de una sola planta, buenas separaciones, pero muy mal aprovechada. Se podría decir que estaba limpia, pero había tantos trastos amontonados que daba sensación de suciedad.

La habitación de Vanesa, en comparación con el resto de la casa, estaba ordenada y muy bien aprovechada. A la derecha, había una cama individual y una mesilla de noche; a la izquierda, había un armario con un espejo y un escritorio. En la pared, sobre el escritorio había un corcho con notas y fotografías. Al parecer, las dos chicas eran fans de las mismas famosas, y tenían las mismas fotos juntas; no había imágenes con otros amigos, ni con otros familiares, sólo ellas dos.

Observó la cama, allí es donde se habían encontrado el cuerpo. El colchón tenía manchas secas de la baba sanguinolenta que había salido de todos sus orificios. Debió ser una muerte horrible, llena de espasmos y dolor.

De la mesita de noche se habían llevado la nota y la bolsa con las pastillas que había ingerido. No sabían qué había engerido, así que la enviaron al laboratorio para analizar.

Le daba vueltas a lo que ponía en la nota: “aquí tenéis todo lo que necesitáis”. ¿A qué se refería? Allí no había nada, ni una pista, nada interesante, excepto que las propias pastillas sean la pista.

Buscó por el escritorio, esperaba encontrarse, al igual que en el cuarto de Susana, algún cuaderno escondido, dinero o algo que le sirviera para seguir, pero solo encontró cosméticos baratos, libretas usadas y apuntes donde el nombre de Sandra estaba dibujado en las esquinas una y otra vez con diferentes colores.

Salió de la habitación con una bolsa plástica, en su interior llevaba un móvil. Los mensajes entre ellas podrían dar claridad a un caso que se ya se había cobrado dos vidas.

— Señora Marga — La mujer estaba preparando un bocadillo para su marido mientras lloraba desconsoladamente, sin que nadie la abrazara, sin que nadie se ofreciera a ayudarla —, necesito llevarme el móvil de su hija, éste podría contener conversaciones importantes entre Sandra y ella.

— Lo que sea necesario — lloraba tanto que la buena mujer ni siquiera se había dado cuenta de que se había cortado —, quizás haya alguna explicación y mi hija no acabe pudriéndose en el infierno.

— Encontraremos a la persona responsable — deseaba salir de allí, antes de que su demonio interior germinara de entre sus cuerdas vocales.

— Pero en cuanto pueda, devuélvamelo — masculló el orangután sentado en el sofá. —. Quiero el móvil para mi hijo.

 — Una pregunta más — prefería ignorarlo— ¿Qué tal en el instituto?

— Siempre fue una niña callada, muy tímida. — sollozaba. — Los primeros años había un grupo que le hacían la vida imposible, no había día que no llegara llorando. Sin embargo, hace un par de meses — sus ojos verdes al fin sonreían —, empezó a sacar muy buenas notas, era una de las mejores de la clase, dejaron de acosarla.

— Pero ya ves lo que duró — era imposible ignorar aquel ser —. De repente sus notas bajaron, y para colmo parecía estar en las nubes todo el día. Era como si se hubiera quemado el cerebro, no se acordaba de nada, estaba despistada. Le decía que me trajera una cerveza, llegaba a la cocina, y volvía con las manos vacías sin saber dónde estaba.

— Empezó a tener problemas de memoria, lloraba a altas horas de la noche.  Hubo un día que me llamó por teléfono porque no sabía dónde estaba, había caminado durante horas sin saber hacia dónde.

— ¿No la ha llevado al médico? — Eso no parece muy normal.

— Estábamos esperando los resultados. — Volvió a llorar.

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