Ahora sí, después de mucho drama a dormir. Espero nos podamos leer mañana, Dios mediante. Ese Nathan se pasa deberás.
Una punzada en el estómago llevó a Estela a pedirle a su esposo que llamara al doctor o la llevara al hospital de inmediato.Iván Urriaga optó por la primera opción. La noticia que acababa de recibir lo dejó pálido y con la boca seca: su hijo mayor estaba encerrado tras las rejas, acusado de soborno a policías y disturbios en las calles.—Voy a marcarle al abogado.—¿Qué? Tienes que comunicarte primero con el doctor —le reclamó Estela, con la respiración entrecortada.Urriaga le dijo con voz firme que ella también tenía celular y podía llamar al médico sin problema. Además, insinuó que las razones por las cuales le llamaba al doctor eran cada vez más absurdas.—Me siento mal —bramó la mujer—. Es tu hijo a quien llevo en mi vientre.p—Es mi hijo quien pasó la noche en prisión. Pudieron pasar mil cosas; sé que te sientes mal, que la noticia te alteró los nervios, pero piensa un poco en cómo me encuentro. —Su mano temblaba y, con el teléfono en el oído, explicó de la manera más rápida qu
Desde el punto de vista de Nathan, la mañana siguiente a su encierro comenzó con un brillo artificial a través de la ventana de su celda. Había pasado la noche en blanco, inquieto sobre el duro colchón mientras su mente se atormentaba con la reciente revelación. Cada hora que transcurría en la prisión parecía estirarse en una eternidad de desazón. Su corazón latía con fuerza cada vez que recordaba su situación actual.Finalmente, después de mucho tiempo de estar solo, con la cabeza al borde del colapso, fue llevado ante el juez. La frialdad del pasillo contrastaba con la ansiedad creciente en su pecho. La sala del tribunal era un escenario intimidante, lleno de funcionarios judiciales y el eco de la autoridad que Nathan sentía aplastante.El juez, con el ceño perpetuamente fruncido y una expresión implacable en su rostro, revisó los cargos contra Nathan con una mirada severa. La conducción imprudente y el intento de soborno a la policía se presentaron como crímenes graves, y el juez n
Las preguntas fueron precisas, sin palabras innecesarias. No obstante, las respuestas provocaron un sobresalto en su corazón. La habitación se hizo gigantesca; a su alrededor, las paredes se expandían. Sus piernas flaquearon y, en respuesta, se desplomó de rodillas, sin poder retener las lágrimas.El peso de la realidad se hizo tan inmenso que Nathan percibía que el mundo entero se desmoronaba a su alrededor.—Tú eras la persona que más amo. —Sonrió con los ojos cargados de llanto—. Estaba a punto de convertirme en un asesino y… —Un nudo se formó en su garganta, y no pudo terminar su oración.Cada elemento que diseñó, sus ideas, su creciente odio... Todo se volvía contra él. Nada valió la pena; se amargó la existencia por cosas que nunca fueron reales. Para ese punto, no sabía si en su mente se repetían fragmentos de recuerdos o simplemente eran ideas de odio infundado que lo hicieron crear escenarios ficticios.—Todo estará bien —le dijo Jennifer sin tener el valor de acercarse a él.
El agua caía a chorros desde el grifo. Ariadna, con un nudo en el estómago, se lavaba las manos en el baño de su recámara. La sangre seca de Nathan quedó atrapada debajo de sus uñas. El olor metálico se grabó en su memoria, como un vídeo que se reproduce sin tener fin. «Ese hombre es un demente. ¿Por qué no llamó a la policía y me largo de aquí?», se cuestionaba, con su mente atrapada en una telaraña de dudas y temores. A los pocos minutos salió del baño solo para encontrarse con peores noticias: la salud de la señora Irina empeoró en el transcurso de horas. Ella no alcanzaba a comprender por qué esa revelación la hizo sentir tan mal. Quizá la culpa se apoderaba de su poca coherencia, pues al final fue ella quien reveló “la verdad” que esa mujer deseaba mostrar después de muerta. ―Decía que era tan valiente ―dijo con ironía, y se asombró del sonido sofocado y débil de su propia voz. Jennifer, con una expresión genuina de preocupación, fue a verla por quinta vez. Casi le imploraba
―El señor no está aquí; de hecho, todos se han ido ―informó Ruby, la empleada, con el rostro marcado por la tristeza. Se imaginaba las peores posibles circunstancias: quizás Ariadna había tenido una fuerte discusión con su esposo, que escaló tanto hasta llegar a los golpes, y ahora se sentía desprotegida sin saber adónde ir. ―Gracias. Entonces volveré en otro momento… ―La joven Acosta estaba a punto de girarse, y en su mente pensaba en cómo les explicaría la situación de su futuro divorcio a sus padres. Un pequeño atisbo de paz apareció; no cabía duda de que, en cuanto sus padres se enteraran de dónde se encontraba, irían a buscarla. ―Señorita Ariadna, no creo que haya problema en que pase. El señor es su suegro y estoy segura de que la recibiría sin inconvenientes ―comentó Ruby desde el umbral. Ariadna aceptó. Parecía que esa era la única esperanza que le quedaba para ayudar a Nathan. Dentro de la casa, la joven empleada se mostró sumamente servicial, y Ariadna, aunque intentó no
Después de recobrar la capacidad de hablar, Iván Urriaga, con un escalofrío que le recorría desde la nuca hasta la espalda baja, le preguntó a Ariadna si necesitaba la asistencia de un médico. ―Estoy bien. Necesito… procesar todo ―respondió ella con un vacío tan grande en el pecho y los hombros encorvados―. Quiero irme a… a la casa de mis papás. El señor Urriaga se ofreció a llevarla y, aunque la joven no quería, el hombre fue tan insistente que terminó por aceptar. El trayecto fue silencioso, y eso era algo que ella apreciaba. Su mente ya era demasiado ruidosa; agregarle otros pesos externos la iba a terminar por colapsar. En lo profundo de su ser, ella anhelaba que Nathan encontrara el camino. Esperaba que se arrepintiera de todos sus errores y lograra rehacer su vida. Las punzadas en su sien se intensificaban y, en busca de mitigar el dolor, cerró los ojos. Justo antes de llegar a la calle principal, a unos minutos de la casa de los señores Acosta, Iván Urriaga le preguntó sin
El cielo se tornó oscuro, y las pocas estrellas visibles tiritaban de fondo. —Iré a cerciorarme de que es mentira entonces —dijo con voz firme Urriaga al teléfono.La discusión con su esposa llevaba ya diez minutos y no parecía tener fin. Él le había platicado todo lo que le contó su nuera en busca de un consejo.Sin embargo, Estela le comentó sin tacto alguno que Ariadna era una mentirosa. Una jovencita embustera que le gustaba inventar cosas para salirse con la suya. Que de seguro, todo eso se trataba de una absurda idea de llamar la atención, y ahora, de ver que el karma la alcanzó, quería terminar bien parada con cuentos baratos.—Tengo náuseas, dolor de pies, no aguanto la fatiga y lo que pido no es difícil. Ven a mi lado. Olvídate de las mentiras de esa muchachita —le reclamó, cansada de aguantar ese tipo de tratos. Harta de casi suplicar por atención.—No voy a tardar —le repitió—. Te haré un masaje de pies en cuanto llegue a casa.—No. Ven ahora, por favor —le dijo Estela co
Estela, ya cansada de tratar de localizar a su esposo, se sentó. Las hormonas le jugaban una mala pasada. La incomodidad de sus senos hinchados la hizo adoptar una posición fija en su sillón reclinable.El sentimiento de traición no la llevaba a pensar con claridad. En esas circunstancias, embarazada, quejumbrosa e inflamada, con el mínimo acto explotaba.Sin embargo, la vocecita en su cabeza le gritaba enloquecida que eso no era nada mínimo. Su esposo, el hombre que juró cuidarla, protegerla y hacerla sentir amada, no se encontraba cuando lo necesitaba.Esa sensibilidad y miedo al futuro, a la pérdida, se aplacaban con un fuerte abrazo. Pero ni su hijo se asomaba por su puerta con el fin de saber si todo estaba en orden con ella. Las alteraciones endocrinas la hacían sentir tan insignificante, fea y tonta, dejándole un sabor amargo de rechazo.Al contarle a sus supuestas amigas, mujeres jóvenes, acerca de su embarazo, algunas murmuraron en tono burlón que era una locura que alguien t