En el cuarto se apreciaba el leve aroma a lavanda mezclado con el olor a desinfectante. Además, una ligera fragancia floral, que provenía del arreglo de rosas sobre la mesa. —No es necesario que estés aquí a diario —le dijo Irina a su nuera, sin tener contacto visual. Ariadna se concentró en sus zapatos planos cerrados rosa pálido, y recordó el día en el que su padre se los regaló después de una salida familiar al centro comercial. —No quería ser una molestia. —Se encogió de hombros, sin saber qué decir. —No dije eso —Irina respondió con voz agitada. Ariadna tragó saliva, quieta en su asiento, mientras que sus oídos captaban la respiración dificultosa de Irina. Los segundos se volvieron minutos, le echó un vistazo a su reloj de pulsera, había pasado una hora. Soltó un suspiro, se acomodó su blusa azul cielo y antes de levantarse le informó a su suegra que ya se iba. Irina se humedeció los labios resecos. —Si mañana tienes tiempo de venir, puedes traer lirios en lugar
Nathan bostezó luego de echarle un vistazo a los informes en el ordenador. Se reclinó en la silla, con sus ojos fijos en el techo. Su padre le había marcado minutos antes, con la finalidad de invitarlo a una comida familiar. «¡Qué hipócrita!», se dijo. Él, con mala intención trajo a la conversación la penosa situación en el restaurante, los pésimos modos con los que su hermano se dirigía hacia su esposa. Le dio una última advertencia sobre el respeto que merecía su mujer, pues era su cuñada, e hizo énfasis en el poco autocontrol característico de Iván. El señor Urriaga le dio su palabra de que Iván se comportaría con los modales debidos. Luego de eso cortaron la llamada. Nathan giró la cabeza a un lado, justo en dirección a la fotografía del día de su boda. Las mejillas ruborizadas de Ariadna se colaron en su mente, sus labios suaves y carnosos. Al instante, su sangre comenzó a bombear a una parte específica de su cuerpo, por el recuerdo palpable de aquel beso desprevenido el dí
A regañadientes, Ariadna se subía el cierre del vestido azul entallado que Jennifer le insistió en probarse, la pedrería brillante y tornasolada en la parte del pecho, la hizo sentir una de esas mujeres que visten de manera extravagante y tienen buen gusto. Muy alejada de lo que ella era.Su reflejo en el espejo le gritaba que ese estilo no le favorecía, pues al ser tan ajustado al cuerpo, evidenciaba sus estrechas caderas y sus glúteos con forma de triángulo invertido, según el tipo del gimnasio al que asistió menos de diez días. A su parecer, el modelo no se lucía debido a sus carentes curvas, aunque Jennifer le repitió una y otra vez que se veía seductora y elegante.―No creo ―le dijo, mientras observaba con horror la parte trasera.Además el plan constaba de una comida sencilla en casa de los Urriaga, no de ser la edecán de un casino lujoso.Después de los intentos fallidos de Jennifer por persuadir su decisión, al fin acabó por rendirse. Visitaron otra tienda en el mismo piso d
Nathan, con un nudo en la garganta, veía a su madre postrada en la cama, ahora, los huesos de su clavícula se marcaban a través de su piel delgada. Su mirada opaca estaba enfocada en el techo y sus labios resecos los apretaba en una fina línea. A pesar de que el doctor le aseguró la mejoría en cuanto al derrame pleural, la salud de su madre se asemejaba a tirar una moneda al aire. —¿Tiene ganas de ver la televisión? —En el cuarto sentada al lado de la cama, Ariadna esperó la respuesta de su suegra. Nathan alternaba su mirada entre su esposa y su madre. Era un momento raro, su respiración se tornó lenta y profunda, sus ojos que minutos atrás luchaban por no derramar lágrimas de frustración, en ese instante, adquirieron un brillo peculiar. Irina movió el dedo de un lado al otro en respuesta. Ariadna mencionó con entusiasmo el programa de críticos de moda que hacían comentarios tan crueles que las chicas se ponían a llorar. —Lo veré un rato —dijo pausadamente, Irina. Nathan es
Ariadna apretó los labios ante el sonido familiar del timbre. Al abrir la puerta, la señora Estela fingió una sonrisa después de responder al saludo de Nathan. La pareja se dirigió hacia el comedor de la casa Urriaga. Ariadna había perdido la cuenta de las veces que estuvo allí, tanto en ocasiones especiales como casuales. Los comentarios agradables sobre su peinado o conjunto de ropa que le dedicaba la señora Estela, ahora se transformaron en miradas incómodas. Al estrechar la mano de su suegro, él le dedicó una mueca, parecida a una sonrisa. ¿Era posible que las mismas personas que alguna vez la hicieron sentir amada ahora la odiaran? Cada gesto, cada vez que sus miradas se desviaban a otro lado con tal de no tener contacto visual con ella, era semejante a clavar una daga en su frágil corazón. Nunca se había sentido tan desplazada. Guiada por Nathan, se sentaron al lado derecho de la mesa marrón, tan brillante que Ariadna vio el reflejo de su mano al extenderla para tomar una
Mía dirigió su vista a Iván, y cuando sus miradas se encontraron, negó discretamente con la cabeza, en respuesta él detuvo sus carcajadas, de soslayo se percató de la sonrisa tímida en los labios de su madre.—Esto es una broma, ¿verdad? —les demandó saber con sus cejas enarcadas.Su madre soltó un suspiro. Sus manos jugaban con un pedazo de servilleta, y su respuesta fue simple: “Esto para mí también es inesperado”.Iván movió la cabeza de un lado al otro en desaprobación.—No está en edad de tener un hijo —le dijo. Su nariz se arrugó como si de repente de la mesa se desprendiera un olor fétido.Entretanto, Nathan miraba la mesa sin emitir sonido alguno. Si sus cálculos no le fallaban su madrastra rondaba los cincuenta y tres años, su medio hermano había nacido a los ocho meses a causa de complicaciones en el embarazo. Si dar a luz a los veintitantos resultó ser de alto riesgo, ¿qué le esperaba ahora?Los comentarios de Iván se volvieron más ácidos, a tal punto de que su padre le lan
Nathan puso los ojos en blanco mientras su padre, en la otra línea, excusaba a su medio hermano, pues esas últimas noches Iván no había podido conciliar el sueño y de nuevo se ausentaría del trabajo. ―Esto no es una escuela. ¿Te imaginas que cada vez que los empleados se sientan mal, falten al trabajo? ―le contestó y apretó los labios. Evitó explayarse sobre la poco ética actitud de su hermano. ―Por favor, trata de entenderlo ―rogaba su padre. Nathan exhaló. La presencia de Iván en la empresa era necesaria para la siguiente parte de su plan, así que a regañadientes aceptó. Cuando iba a finalizar la llamada su padre, con voz queda le pidió su opinión sobre el embarazo de su madrastra. ―¿Qué esperas que te diga? ―soltó abrupto―, que ese es un embarazo de alto riesgo y que le podría costarle la vida a tu esposa. ―Nathan esto es un milagro ―interrumpió el señor Urriaga. ―Entonces, buena suerte. Tengo mucho trabajo pendiente ―colgó la llamada, Nathan parpadeó con la impresión de
Ariadna se encontraba en su cuarto, aferrada a la sábana blanca con su oído sobre la dura almohada. Sus ojos congestionados se acostumbraron a la oscuridad de su entorno. La impresión de mirar a su madre con aquel joven fue tanta que lo repetía una y otra vez en su mente. Una tortura interminable. Su cobardía la había llevado a escabullirse del restaurante como si la que se quedó para verse con su amante fuera ella. Qué ridículo sonaba el asunto. Todavía resonaban en sus oídos las palabras de Nathan: “En el viaje de regreso, con su voz fría y mirada penetrante, su esposo le recordó que él era la persona más real que ha conocido”. Ariadna se incorporó de golpe de la cama. La opresión en su pecho no la dejaba respirar y el temblor de sus dedos delataban su ansiedad. Sus pies se estremecieron un poco cuando los puso en el frío suelo. Ni siquiera recordaba dónde había dejado sus sandalias. Al prender la luz las encontró casi al fondo de la cama y salió de su cuarto, como si lejos de es