Nathan Karsson, antes de volver a su recinto, contempló con una expresión de burla su reflejo en la ventana de vidrio. Si su padre creía que eso sería todo, estaba muy equivocado; su venganza apenas daba inicio.
El joven Karsson sacó un teléfono de su portafolio y empezó a mandarle mensajes anónimos a su medio hermano, mediante esos textos, le contaba una elaborada historia de amor, traición e infidelidad protagonizada por Ariadna Acosta. Sus carcajadas resonaron en la habitación. El reloj marcó la siguiente hora y, por placentera que pareciera ser la venganza; ese círculo te devuelve al inicio, a esa sensación de vacío y dolor. En ese tiempo el alcohol resultó su mejor aliado; al ingerirlo, sus absurdas emociones se entumecían. Tras su segunda copa de vino, logró relajarse y con su espalda reclinada en su silla de piel sintética de color negro, la imagen de Ariadna irrumpió en su cabeza. Sus labios carnosos le resultaron apetecibles. La duda de ver qué había debajo de aquel vestido blanco, sin mancha, impecable y perfecto, le resultó tentadora. Tras probar la tercera copa, sus mejillas adquirieron un leve sonrojo. Sus pensamientos lascivos podían volverse palpables; la mujer que los inspiraba estaba a unos cuantos metros. … En un intento fallido de ser sigiloso, Nathan tiró un jarrón que adornaba el pasillo. Sin darle mayor importancia, siguió su camino hasta irrumpir en la habitación de Ariadna. Observó de pies a cabeza a su esposa recostada en la cama. Se acercó de a poco a ella, semejante a un cazador que tienta a su presa. Y al llegar a su lado, depositó con suavidad su mano en su cintura. Ariadna brincó ante el tacto. —¿Qué haces? —le dijo aterrada. —Nada. ¿Qué hay de malo en que te sujete la cintura? Eres mi mujer. Ella agitó la cabeza. —Yo no soy tu mujer. Deja de decir locuras. —Eres mi esposa, no está mal llevarnos bien. —Recorrió con su mano la estrecha curva del torso femenino. —Oye, ¿qué te pasa?, ¿estás borracho, verdad? —Ella saltó de su lugar y se alejó varios pasos de él. —Estamos aburridos. Podemos distraernos un rato. —Acortó la distancia entre ellos, estiró su mano y agarró la mejilla de Ariadna con ímpetu y la besó con ferocidad. Ariadna no tuvo una reacción inmediata, el pánico no la dejó actuar. Experimentó cientos de besos en el pasado, pero nadie le había devorado la boca así, con tanta hambre, sus lenguas obscenas danzaban. A través de sus fosas nasales percibió el aroma a sándalo; cálido, cremoso y amaderado que desprendía aquel hombre. Se separaron un poco por la falta de aire, el tiempo suficiente para que los pensamientos coherentes volvieran a ella. Nathan se volvió a acercar y Ariadna, con mano firme le dio una bofetada. Él sujetó su mejilla enrojecida, y le dedicó una mirada que destilaba odio. El coraje hizo que el alcohol abandonara su cuerpo. —Estúpida. Te iba a dar el honor de pasar la noche con un verdadero hombre. —Sonrió de lado sin dejar de masajear su cachete—. Por lo visto eres tan simple y corriente como él. No tienes ni un gramo de clase, mujer barata. —Se giró sobre sus talones y salió de esa habitación. Ariadna, luego de quedarse sola en el frío y lujoso cuarto, se dejó caer sobre el colchón. Abrazaba las sábanas blancas, mientras sus ojos soltaban lágrimas de amargura. Tenía cuatro días de casada, y el dolor de ese día parecía aumentar. … Una semana antes: —No olvides que esta bella boquita debe adornarse con una sonrisa, mi amor —Nathan estiró su mano hasta sujetar con fuerza la barbilla de Ariadna. Ella trató de soltarse de su agarre, pero su “prometido” era mucho más fuerte que ella, así que cualquier intento era inútil. —¿Por qué? ¿Por qué yo? —quiso saber con voz quebrada. No comprendía qué de especial o extraordinario tenía ella para ser la elegida y convertirse en su esposa de mentiras. —Porque sí —le respondió con una sonrisa torcida. Tres días después de eso fue su tan aclamada ceremonia de bodas. Siempre fantaseó con ese día; la felicidad que iba a emanar de sus padres, sus futuros suegros y sus amigos. Sin embargo, ese día no era nada parecido a lo que soñó. Primero su boda sería con un tipo que apenas conoció, y de lo único que tenía la seguridad es que era un hombre poderoso y peligroso, que ni siquiera tuvo la decencia de explicar el verdadero motivo por el que necesitaba una esposa falsa. Antes de salir y hacer su entrada triunfal, le colocaron con cuidado el velo. Tomó aire, sus manos temblorosas sujetaron con fuerza el ramo de rosas blancas naturales y acto seguido avanzaba por el pasillo, de fondo se escuchaba la marcha nupcial. En su pecho la opresión crecía y sus manos sudaban tanto que creyó que su ramo se le caería en cualquier momento. De repente miró a su padre, su cara denotaba seriedad, como si en lugar de estar en una boda estuviera en un funeral. Por un momento el miedo la hizo creer que él no estaría ahí. No podría enfrentar esa situación sola. Al estar frente al altar, sus ojos marrones se posaron en la figura de su futuro esposo; Nathan, sus ojos verdes e intimidantes, ahora reflejaban falsa dulzura. El juez comenzó con el protocolo de la ceremonia y un pastor invitado dio una pequeña reflexión sobre la importancia del matrimonio. El juez volvió a lo suyo y los miró directo a los ojos antes de declararlos marido y mujer. Ariadna soltó unas pequeñas lagrimitas, y Nathan le sujetó con delicadeza la mejilla, se inclinó hacia ella y le rozó con suavidad los labios. Los presentes sonrieron, y la madre de Ariadna no pudo ocultar su descontento. El nuevo matrimonio giró y quedó frente a la audiencia. Nathan le apretó la mano y ella giró la cabeza en dirección a él. —Sonríe por este hermoso día —le dijo en voz queda. Instantáneamente ella obedeció.Llegó la hora de la celebración. Los padres de la novia contemplaron el jardín del Arrecife decorado entre hermosos arreglos de rosas blancas y tul brillante. Hace seis meses ni siquiera se le habría ocurrido una situación como esa. Con semblantes preocupados seguían en la tarea de descifrar que llevó a su hija a casarse de la nada con un hombre que apenas les había presentado. No es que Nathan no fuera un buen partido, se veía una persona de dinero, atractivo y con un hablar elocuente. El problema era que hace seis meses su hija moría de amor por Iván Urriaga. Con el pecho apretado Ariadna atendía a los invitados. Sus mejillas dolían de tanto sonreír. Entonces, a lo lejos alcanzó a escuchar una voz conocida: la señora Estela se encontraba en el lugar, llevaba un vestido azul con pedrería y un hombro descubierto, y el cabello recogido en una cola baja. Enseguida caminó hacia el otro lado, pero su marido, al percatarse de eso, la tomó de la cintura y la llevó hasta la señora Estela
—¿Esto lo planteaste tú? —le preguntó con voz rota—. ¿De verdad te parece glorioso? ¿Qué es lo que te causa tanta gracia? —Ari, Ari, mi amada princesa. ¿Crees que elegirte a ti fue coincidencia? Querías respuestas, aquí las tienes. —Tú y el señor Urriaga… Tú e Iván. ¡Eres una persona horrible! —Apretó los labios y cerró los puños con fuerza. Su misión, su parte de ese trato absurdo, era mucho peor de lo que había imaginado. —Bueno, preciosa. Si tan horrible soy, rompamos este acuerdo. ¿Qué te parece? Lo hubieras dicho desde el principio. —Se aclaró la garganta, mientras se acomodaba con cuidado la corbata—. Terminemos con esto y el salvaje ese que vuelva al lugar donde pertenece. Ariadna lo miró directo a los ojos, horrorizada por lo que ese hombre podía llegar a hacer. —¿Qué dices? —inquirió con el corazón acelerado. —Este contrato lo puedes romper cuando quieras, mi amor. Pero tu amado Iván volverá a prisión por un cargo peor que el anterior. Así se va a quedar encerrado
En el presente. La tarde del siguiente día Nathan apareció en su cuarto y le explicó lo molesto e insistente que era Iván, pues no paraba de enviarle mensajes y llamarla. Le ordenó que le dijera por teléfono que él había sido su amante por muchos meses. —¿Qué ganas con eso? —le preguntó ella, desesperada por dicha petición. —Eso no te importa. Harás lo que te digo. Quiero que ese maldito te odie con la misma fuerza con la que alguna vez dijo amarte. Que aplastes su corazón. —Le entregó el teléfono. Ariadna sujetó el aparato, sentada en la cama, cerró los ojos con fuerza en un intento por despertar de esa pesadilla. —Dijiste que no le harías nada si me casaba contigo. —Apretó el móvil. —No, yo te dije que no lo metería a prisión. Jamás mencioné otras cosas. —Sus fosas nasales se ensancharon y comenzó a caminar en círculos—. Ese bastardo no es más que un ladrón; me roba mi empresa. Te imaginas trabajar día y noche para levantar una corporación y que tu padre de la noche a la
Las nubes revoloteaban entre el cielo azul. Ariadna bajó al primer piso de la casa Karsson con sigilo. Lo primero que sus ojos vieron al bajar fue a Nathan recostado en el sofá. Avanzó a paso lento hacia él. De cerca se dio cuenta que no llevaba camisa, sus mejillas se ruborizaron, y desvió la mirada hacia su mano derecha, vendada y manchada de rojo carmesí. Con cuidado lo revisó, con el entrecejo fruncido. Sus ojos se posaron en su rostro y contempló los mechones de cabello rubio que bailaban en su frente, su nariz respingada hacía un ligero sonido al respirar. Ese hombre parecía un actor famoso, ¿por qué alguien así querría una venganza tan tortuosa? —¿Necesita algo, señora? Ariadna brincó al escuchar la voz de Jennifer, se apresuró a decirle que no, y subió a su cuarto. *** Nathan Karsson se miró al espejo y lo único que vislumbraba era el fracaso. Toda su vida se esforzó por obtener una muestra de afecto genuina de parte de su padre. Se preguntó si la razón de su despreci
Había transcurrido una hora que desde que Jennifer salió de su habitación, el motivo de su aparición fue para recordarle la salida que tenía ese día con su esposo Nathan. Ellos no eran una pareja real; y cualquiera con un poco de sentido común podía notarlo. Una semana antes de su boda, había salido de su casa con dos maletas grandes color café, apenas y pudo llevarse algunas prendas. Era tanta su tristeza y tan nulas ganas de adaptarse a su nueva vida que su ropa seguía en las maletas, en los días posteriores alternaba entre pijamas; su día empezaba en esas cuatro paredes y terminaba en esas cuatro paredes. Y ahora sin más su querido “esposo” le decía que se arreglara para presentarla a sus colegas. Después de tanta indecisión, Ariadna se miraba al espejo, nunca fue una mujer insegura o eso creyó, en esa nueva vida le aterraba el hecho de que el sol saliera. Optó por una falda gris que le llegaba abajo de la rodilla, una blusa blanca, aretes y collar corto en color dorado y un
El clima cálido le resultó abrasador al salir del auto. Ariadna llevaba unas sandalias de tacón alto en color piel, que se ajustaban de un modo delicado a sus tobillos con finas tiras. La falda lápiz, de un tono terracota que resaltaba su figura, caía hasta media pierna y se ceñía a su cintura con un elegante lazo. Completaba su atuendo una blusa blanca sin mangas, de cuello alto con volantes, y un sutil corte en forma de lágrima en el escote, que le daba un aire sofisticado y refinado. Llevaba su cabello suelto, estilizado con unas ondas. Apenas faltaban unos pocos kilómetros para llegar, Nathan le advirtió que no se pasara de lista. La amenazó con pegarle en la boca si se le ocurría decir algo extraño sobre él o sobre su matrimonio. Dio pequeños detalles de cómo el asunto del matrimonio se le salió de control. —Deberías mencionar que nos presentó una de tus amigas, te obsesionaste conmigo y… —¿Qué? —exclamó ella, ofendida—. ¿Por qué yo tendría que obsesionarme contigo? —Porq
Las palabras de la señora Violeta revoloteaban en la mente de Ariadna. No sabía si era una simple recomendación o algo que de verdad le serviría en un futuro. Nathan Karsson la tenía sujetada por el cuello, metafóricamente. Ella no podía hacer ni decir nada. En las noches le costaba tanto quedarse dormida, consumida por el miedo, pues no comprendía hasta qué punto la venganza de ese hombre podría dañar a Iván y a su familia. Necesitaba un arma, algo que le sirviera de ayuda en contra de ese hombre. —Sabrina —susurró, y se hizo una película mental sobre ese par. Quizá ellos sentían amor el uno por el otro y debido al odio por su medio hermano tuvo que separarse de ella. Al parpadear las pestañas de Ariadna se empaparon de líquido salado. Era lo único que le ayudaba a quedarse dormida; llorar. Llorar hasta que el corazón doliera menos, abrazada a su almohada con cientos de ideas dolorosas sobre el hubiera, un futuro imposible. Se imaginaba a sí misma en una casa grande, con
Los ojos verdes de Nathan escudriñaban la esbelta figura de su esposa, su cintura se volvió todavía más estrecha, en tanto sus ojeras se marcaban profundas y sus labios lucían cuarteados. —Usa mucho maquillaje alrededor del área de los ojos. Pareces un zombi —se limitó a decir. Ariadna volvió su vista a él. —¡Eres un idiota! —escupió cada sílaba con rabia. —Modera tu boca conmigo, mi amor. No sé si lo sepas, pero el que manda aquí soy yo —le recordó con un sereno tono de voz. Ariadna lo miró con una mezcla de miedo y frustración. —¿Cuánto tiempo estaré aquí? ¿Me matarás?, ¿qué piensas hacerme? —No lo sé. —Se aclaró la garganta—. No tengo claro qué hacer contigo después de acabar con mis asuntos. —Se acarició la barbilla sin apartar la vista de ella—. Pero si quieres mantener a tu familia a salvo, sigue mis indicaciones. No olvides lo que pude hacer. Ariadna parpadeó confundida. La mención de su familia hizo que su pecho se apretara. —No he hecho nada contrario a lo