El clima cálido le resultó abrasador al salir del auto. Ariadna llevaba unas sandalias de tacón alto en color piel, que se ajustaban de un modo delicado a sus tobillos con finas tiras. La falda lápiz, de un tono terracota que resaltaba su figura, caía hasta media pierna y se ceñía a su cintura con un elegante lazo. Completaba su atuendo una blusa blanca sin mangas, de cuello alto con volantes, y un sutil corte en forma de lágrima en el escote, que le daba un aire sofisticado y refinado. Llevaba su cabello suelto, estilizado con unas ondas. Apenas faltaban unos pocos kilómetros para llegar, Nathan le advirtió que no se pasara de lista. La amenazó con pegarle en la boca si se le ocurría decir algo extraño sobre él o sobre su matrimonio. Dio pequeños detalles de cómo el asunto del matrimonio se le salió de control. —Deberías mencionar que nos presentó una de tus amigas, te obsesionaste conmigo y… —¿Qué? —exclamó ella, ofendida—. ¿Por qué yo tendría que obsesionarme contigo? —Porq
Las palabras de la señora Violeta revoloteaban en la mente de Ariadna. No sabía si era una simple recomendación o algo que de verdad le serviría en un futuro. Nathan Karsson la tenía sujetada por el cuello, metafóricamente. Ella no podía hacer ni decir nada. En las noches le costaba tanto quedarse dormida, consumida por el miedo, pues no comprendía hasta qué punto la venganza de ese hombre podría dañar a Iván y a su familia. Necesitaba un arma, algo que le sirviera de ayuda en contra de ese hombre. —Sabrina —susurró, y se hizo una película mental sobre ese par. Quizá ellos sentían amor el uno por el otro y debido al odio por su medio hermano tuvo que separarse de ella. Al parpadear las pestañas de Ariadna se empaparon de líquido salado. Era lo único que le ayudaba a quedarse dormida; llorar. Llorar hasta que el corazón doliera menos, abrazada a su almohada con cientos de ideas dolorosas sobre el hubiera, un futuro imposible. Se imaginaba a sí misma en una casa grande, con
Los ojos verdes de Nathan escudriñaban la esbelta figura de su esposa, su cintura se volvió todavía más estrecha, en tanto sus ojeras se marcaban profundas y sus labios lucían cuarteados. —Usa mucho maquillaje alrededor del área de los ojos. Pareces un zombi —se limitó a decir. Ariadna volvió su vista a él. —¡Eres un idiota! —escupió cada sílaba con rabia. —Modera tu boca conmigo, mi amor. No sé si lo sepas, pero el que manda aquí soy yo —le recordó con un sereno tono de voz. Ariadna lo miró con una mezcla de miedo y frustración. —¿Cuánto tiempo estaré aquí? ¿Me matarás?, ¿qué piensas hacerme? —No lo sé. —Se aclaró la garganta—. No tengo claro qué hacer contigo después de acabar con mis asuntos. —Se acarició la barbilla sin apartar la vista de ella—. Pero si quieres mantener a tu familia a salvo, sigue mis indicaciones. No olvides lo que pude hacer. Ariadna parpadeó confundida. La mención de su familia hizo que su pecho se apretara. —No he hecho nada contrario a lo
Durante la conversación, el padre de Ariadna mencionó su gusto por la pesca, y Nathan lo invitó a su despacho a contemplar uno de sus trofeos más preciados: la réplica de un pez vela que había pescado en el Golfo de papagayo, ubicado en la región de Guanacaste, Costa Rica, de aproximadamente 11 pies y 200 libras. Gerardo Acosta se quedó petrificado por unos segundos. No le terminaba de caer bien su yerno, y su actitud le resultaba extraña. Además, el repentino matrimonio con su hija, no le terminaba de cuadrar todo el asunto. Tomó aire, no quería mostrarse hostil, así que se levantó del sofá y siguió con nulo entusiasmo a su yerno. Aurora volvió el rostro en dirección a su hija, estiró su mano, y la entrelazó con la de Ariadna. —Dime, ¿de verdad este cuento de hadas no se ha convertido en uno de terror? —le susurró, concentrada en las ondas que caían en los hombros de su hija, un vago recuerdo de una bebé de meses con apenas cabellos delgados que crecían con una lentitud que p
Los mensajes de aquella mujer se volvían cada vez más insistentes. Hasta que comenzaron a contactar a Nathan desde diferentes números telefónicos. Él sabía que esa mujer no tenía una mente clara, y conocer a su presunta “esposa” detonó muchas cosas en ella. “Contéstame, si no lo vas a lamentar toda tu vida”. “Soy capaz de decirle a todos sobre lo nuestro, así que contéstame”. Nathan frunció el ceño antes de marcar ese número que ya consideraba maldito. —¿Qué quieres? —le preguntó de mal humor. —¿Te atreves a traer a tu mujercita fea ante mi presencia y hacer como si yo no existiera? —A ella no le intimidaba el carácter de Karsson. Él negó con la cabeza y le explicó, que ellos ya no eran nada, que su aventura ya había terminado desde hacía mucho. —¿En seis meses te olvidaste de mí? —Mierda —exclamó él—. Nosotros nunca fuimos una pareja, todo era ocasional. ¡Lo dejamos claro desde el principio! —Esto se acaba cuando yo quiero —la mujer culminó la conversación. Nath
Jennifer sentada en el sofá de la sala, esperaba con paciencia la llegada del señor. Así, cuando la puerta se abrió, se levantó y lo saludó con entusiasmo. —No tienes que esperarme despierta, ya no soy un crío —le dijo Nathan, su mirada se posó en los ojos hinchados de Jennifer. Ella se aclaró la garganta y alegó que esas eran los efectos secundarios de haberlo cuidado desde muy joven. Nathan le sonrió de lado. Jennifer recordó por qué lo había esperado, y sin preámbulos le contó un mensaje que había recibido Ariadna. —¿Y? —Nathan resopló. —¿Qué tal si recibió un mensaje del hijo del señor Urriaga? La sola mención de su medio hermano le hizo apretar la mandíbula. Sus ojos, que antes mostraban desinterés, en ese momento se veían furiosos. —Gracias por informarme —masculló. Y, sin perder tiempo subió al cuarto de su esposa. Al estar frente a la puerta, entró sin tocar y enseguida le exigió que le diera su teléfono. Ariadna, sentada en la cama le dijo que era una persona
Mía Lozano iba acompañada de Sofía Morales en el automóvil seminuevo de su madre. Sus manos se agitaban nerviosamente sobre el volante. Las chicas iban en dirección a la clínica Santa Lucía, tras recibir una llamada, donde le indicaron que Ariadna Acosta había sufrido un pequeño accidente. Al llegar las mandaron a la sala de espera, y ahí conocieron al esposo de su amiga. —Mi nombre es Nathan Karsson, Ariadna me ha hablado tanto de ustedes. —El rubio extendió la mano hacia ellas. Las chicas correspondieron al saludo con un leve apretón de manos. … La frente de Gerardo Acosta brillaba bajo la fría iluminación de la clínica. La recepcionista lo saludó amablemente y él con la boca seca le dio el nombre de su hija. La señorita le indicó que seguía en consulta y que sus acompañantes estaban sentados en la sala de espera. Por su parte, Nathan hablaba con Tania por teléfono con una calma aterradora. Ella se disculpaba y aseguraba que solo se trataba de una broma, que jamás pens
Horas más tarde, Nathan se levantó con ojos cansados. La inflamación le hacía ver todo borroso a su alrededor. Apenas el sol se asomaba por el este. Nunca despertaba de buen humor, pero ese día indudablemente estaría en su lista cuatro de peores mañanas. No era creyente del “karma”, ni supersticiones bobas, porque en su razonamiento si eso existiera: ¿por qué su padre y su madrastra, que habían hecho tanto daño, eran felices? Mientras que él lo único que deseaba desde niño era un poquito de amor de su parte. Toda su vida se sintió despreciado y si lo castigaban por eso, que retorcido es el mundo. Ese día en especial, los recuerdos de su infancia lo hicieron meditar en los porqués de cada situación. Nathan respiró hondo mientras sacaba de su clóset un atuendo casual, unos pantalones caqui y una camiseta de manga larga en color azul marino. El doctor que atendía a su madre le llamó para darle malas noticias. … La habitación del hospital se encontraba sumida en un profundo sile