Mía Lozano iba acompañada de Sofía Morales en el automóvil seminuevo de su madre. Sus manos se agitaban nerviosamente sobre el volante. Las chicas iban en dirección a la clínica Santa Lucía, tras recibir una llamada, donde le indicaron que Ariadna Acosta había sufrido un pequeño accidente. Al llegar las mandaron a la sala de espera, y ahí conocieron al esposo de su amiga. —Mi nombre es Nathan Karsson, Ariadna me ha hablado tanto de ustedes. —El rubio extendió la mano hacia ellas. Las chicas correspondieron al saludo con un leve apretón de manos. … La frente de Gerardo Acosta brillaba bajo la fría iluminación de la clínica. La recepcionista lo saludó amablemente y él con la boca seca le dio el nombre de su hija. La señorita le indicó que seguía en consulta y que sus acompañantes estaban sentados en la sala de espera. Por su parte, Nathan hablaba con Tania por teléfono con una calma aterradora. Ella se disculpaba y aseguraba que solo se trataba de una broma, que jamás pens
Horas más tarde, Nathan se levantó con ojos cansados. La inflamación le hacía ver todo borroso a su alrededor. Apenas el sol se asomaba por el este. Nunca despertaba de buen humor, pero ese día indudablemente estaría en su lista cuatro de peores mañanas. No era creyente del “karma”, ni supersticiones bobas, porque en su razonamiento si eso existiera: ¿por qué su padre y su madrastra, que habían hecho tanto daño, eran felices? Mientras que él lo único que deseaba desde niño era un poquito de amor de su parte. Toda su vida se sintió despreciado y si lo castigaban por eso, que retorcido es el mundo. Ese día en especial, los recuerdos de su infancia lo hicieron meditar en los porqués de cada situación. Nathan respiró hondo mientras sacaba de su clóset un atuendo casual, unos pantalones caqui y una camiseta de manga larga en color azul marino. El doctor que atendía a su madre le llamó para darle malas noticias. … La habitación del hospital se encontraba sumida en un profundo sile
Los pesados párpados de Ariadna se abrieron poco a poco. La madrugada de ese día parecía una pesadilla lejana, en la que se veía a sí misma con lágrimas y sus manos llenas de sangre. Al levantarse de la cama, lo primero que hizo fue mirar su reflejo en el espejo del mueble justo frente a ella. El apósito que cubría su herida era la mayor prueba de que lo acontecido no era producto de su imaginación. La puerta de su habitación se abrió abruptamente. Nathan, con rostro sereno, la inspeccionó de arriba abajo. —¿Qué tal va tu tarde? —le preguntó casual. Ariadna lo fulminó con la mirada. —¡Vete de aquí! —le ordenó con irritación. —Ari, Ari, cálmate, ya escuchaste al doctor… —¡No me llames Ari! Tú no eres mi amigo, no eres nada mío. —Le dio la espalda, dispuesta a fingir que no estaba allí. Nathan acortó la distancia, pese a todas las señales de disgustó de parte de Ariadna. —Oye, oye, debo aceptar que estos días he exagerado. —Quedó tan cerca de ella que sólo con extender su mano
Los ojos de Ariadna se concentraron en el personal del hospital, el ambiente acelerado, las paredes blancas. El olor a desinfectante inundaba sus fosas nasales. Nathan la guiaba hacia la parte más alta del edificio. Al quedar frente a la puerta, le susurró que repasara mentalmente lo que iba a decir. Ella asintió, mientras su esposo pedía permiso para entrar. La enfermera en el interior de la habitación les dio el pase. Ariadna caminó detrás de él, y sus ojos decididos se volvieron titubeantes. La mujer postrada en cama mostraba una palidez cerúlea, con un turbante rosa palo en la cabeza. Cada línea de su rostro marcada por la fatiga y el dolor. A pesar de la fragilidad que emanaba de su ser, sus ojos mantenían una altivez irreductible. —Mamá —le saludó entre tartamudeos—, ella es mi amada esposa, su nombre es Ariadna. —Hola, señora… —Irina —intervino la mujer en cama—, señora Irina. Nathan agachó la cabeza, le había dicho con antelación a Ariadna que la distinción
Al llegar a casa, Nathan como buen negociador le mostró un calendario con dos posibles fechas para el divorcio. Su comportamiento era diferente, no tenía contacto visual con su esposa y cada cierto tiempo se le escapaba un suspiro. Ariadna miró el calendario, deslizó su dedo pulgar sobre el papel grueso y brillante, se sentía como un sueño, como si otra persona hubiera ocupado su cuerpo y ella solo fuera una espectadora. Todo lo vivido ese día le hacía tener un mayor entendimiento de la situación, pensó en voz alta y le dijo a Nathan que la venganza no es necesaria. —Ivan Urriaga no es el hombre perfecto que crees, todo su dinero es gracias a mi madre, gracias a la mujer que viste recluida en cama, a punto de morir y a él le importa un carajo. —Apretó los puños y trató de contener su enojo. —El odio es malo… Hace que uno cometa locuras, todavía estás a tiempo de dejar todo esto. Seguir tu vida, disfrutar de tu mamá… —las palabras apenas salieron de su boca sonaban absurdas.
La mente de Ariadna estaba saturada de ideas catastróficas, reflexiones acerca de la situación de su marido y el anhelo de poder ayudar a su amado Iván. Nathan no comprendía el daño que se hacía así mismo o tal vez sí, pero fingía que no. Esa noche, pese a estar muy cansada, entre sollozos y una capa delgada de sudor en la frente, una pesadilla la hizo perder las ganas de volver a quedarse dormida. En aquel sueño angustioso aparecía Iván con la camisa color vino con la que le pidió matrimonio. Todo era como antes, entrelazaron sus manos y sus miradas se encontraron expectantes. Redujeron la distancia que había entre ellos, la palma cálida de Iván rozó con suavidad su mejilla y acto seguido sus labios se unieron en un beso fervoroso. Estaban juntos. Se separaron para recobrar el aliento y los ojos cafés de su amado se volvían verdes, Ariadna pestañeó perpleja, pues la melena oscura de Iván se tornaba rubia ante sus ojos. Su mirada bajó a sus manos, en dónde se apreciaba una sangre
Volver a la casa de sus padres, la hizo experimentar una calidez en el pecho; hacer algo tan sencillo como el sentarse en la sala le mejoró el ánimo. Durante la conversación, sus progenitores se perdieron en sí mismos. Tras meses de un matrimonio plagado de estrés, sumado a verdades a medias y amenazas, sus sentidos estaban alertas. Preocupada, les preguntó si algo andaba mal. Su madre sonrió, en tanto su padre imitaba el gesto y con un parpadeo recurrente, le aseguró que no había nada nuevo. En su esfuerzo por evitar el tema, la charla se centraba en el clima, o alguna novedad sobre una tienda asociada a su empresa de imprenta. Bajo ninguna circunstancia hacían mención de Nathan, ni hacían comentarios sobre la amable y encantadora señora Jennifer. En la cabeza de Ariadna surgían preguntas que no podía expresar en voz alta, todas relacionadas con Iván y su familia. Los minutos en el reloj avanzaban sin ninguna tregua. La hora de volver a su prisión se acercaba. Su pie le
Los minutos pasaban y en la sala de la casa Karsson el silencio incómodo se prolongaba. Ariadna seguía con la mandíbula caída por la repentina petición de su esposo.En el instante en que las carcajadas de Nathan resonaron en la sala de estar, los ojos de la chica mostraron un pestañeo ansioso.—¿¡Qué!? —le preguntó ella, sin entender el motivo de su sonrisa burlona.Su marido se pasó la mano derecha por la boca. Tan pronto como pudo detener sus risas, se aclaró la garganta. Y con un tono de voz más serio le confesó que se trataba de una broma, que lo que su madre quería era que ella la visitara.Ariadna frunció los labios. Quería darle una bofetada a su querido esposo con todas sus fuerzas.Se levantó de su asiento, harta de sus burlas y decidida a encerrarse en su cuarto. Nathan la detuvo, y le recordó que su madre era una simple mujer con cáncer terminal.Ella se frenó, todavía con la rabia atorada en la garganta.―¿En serio? ¿Y para qué? —le preguntó con ojos entrecerrados.―No s