89| Alex.

La heladería era grande, tenía tantos sabores y tantas opciones que el pobre niño se sintió tremendamente abrumado en el lugar.

Mientras la mesera le repasaba una y otra vez los sabores que había, Emmanuel movía sus piecitos de lado a lado ya que la silla era demasiado alta para él, y yo me moría de amor y de ternura.

— Chocolate, — dijo después de un rato, — pero que no tenga maní. —

— ¿Y el otro sabor? — preguntó la mesera, y el niño abrió los ojos.

— ¿Son dos sabores? — preguntó él, y luego me miró.

— Claro que son dos. Escoge el que quieras. —

El niño se tomó otro largo rato. La mesera comenzaba a impacientarse, pero yo no hacía más que mirarlo.

Me parecía increíble; era como ver una pequeña versión mía, pero verlo también no solo me recordaba a mí, me recordaba a mi padre.

A sus ojos eran un gen poderoso, nos lo había heredado a mí y a mis hermanos, y yo se lo había heredado a mis hijos: un verde esmeralda brillante y vivo. Y solo verlo en los ojos de mi hijo me hacía recordar
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