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De regreso a casa, Raúl no pronunció ni una palabra. Yo sabía que estaba enojado conmigo por lo que haría, pero tenía que hacerlo.

Más ahora, sabiendo que Gabriela no era una santa paloma, como tanto presumía.

Merecía aquella venganza. Merecía saber que sus amenazas habían sido en vano, que me había dicho que no sería más que la arrastrada que recogería billetes con la boca del suelo, y que no podría acceder a nada más que eso.

Yo quería demostrarle que no era así. Tenía tanta rabia en mi interior, y el dolor que sentía en el pecho cada vez que recordaba aquellas humillaciones me guiaba a seguir adelante.

Me impulsaba a presionar más en aquella venganza. Gabriela ya estaba en mis manos. Su padre ya había firmado los pagarés con fecha del próximo día; no había marcha atrás.

Cuando llamé a Dayana desde mi oficina en Transportes Imperio, ella sonrió.

— Todo está perfectamente organizado — me dijo — . Los pagarés los tengo aquí con su firma. Si mañana no se hacen efectivos, tendre
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