—¡Felicidades! Jefe... y jefa —Raúl pareció darse cuenta del ambiente apagado del ascensor y tomó la iniciativa de hablar.

—Gracias, la boda es la semana que viene, estoy deseando que llegue —dijo Gabriela tomando el brazo de Alexander y se apoyó íntimamente en su hombro.

Hacía tanto calor que me quité el pañuelo de seda que me rodeaba el cuello, dejando al descubierto la clavícula, y la depresión de mi corazón me hizo soltar un suspiro involuntario.

—Ejem —Miré confundida el rostro enrojecido de Raúl, el muchacho desvió la mirada y continuó —El Jefe se va a casar, ¿y tú, Ana ¿Tienes novio? 

—Ya no tengo, me escasean novios — murmuré.

Raúl pareció repentinamente interesado. Noté que era más o menos de la misma talla que Alexander, si no ligeramente más alto, y de complexión más fuerte.

—¿Qué te parezco yo?

El muchacho se quitó la chaqueta del traje y mostró sus músculos, haciendo rebotar sus pectorales de forma graciosa y me arrancó una sonrisa.

Me pareció que el aire era menos opresivo.

Podía sentir el enfado oculto de Alexander, pero lo ignoré y seguí admirando al muchacho. De repente volvió a salir una voz aguda, supongo que sentía que el halo se lo había robado yo.

—¿Es un restaurante muy fino al que vamos? —preguntó superficialmente Gabriela. Raúl se rio.

—Lo siento, señorita, en realidad no estamos muy acostumbrados a ir a restaurantes finos.Si ustedes quieren venir con nosotros, iremos al restaurante La Montaña.

—¿La Montaña? —dijo ella sorprendida—. Pero dicen que ahí cocinan ratas y gatos. ¡Es para gente pobre y mediocre!

—He cenado ahí —dijo Alexander con frialdad—. Es un restaurante normal, no te preocupe ni hagas drama.

Me sentí un poco contenta cuando Alexander la regañó.

Cuando llegamos al restaurante, pedimos una mesa para todos.

Gabriela, como si tuviera más manos que un pulpo, estiraba los dedos, acariciaba el cabello de Alexander, lo besaba, lo tocaba; parecía como si estuviera sedienta de él. Y yo me sentía terriblemente incómoda. 

El estómago me daba vueltas. 

—¿Estás bien? —preguntó Raúl preocupado.

—Estoy bien. 

— Entiendo  — me dijo y yo me encogí de hombros.

Había aceptado salir con él solo porque necesitaba distraerme, pero ahora era la situación más incómoda en la que me había visto involucrada. 

Nunca había cenado en público con Alexander. 

Las poquísimas veces que habíamos salido juntos, siempre habían sido en restaurantes muy lejanos. 

Nuestra relación siempre tenía que estar en secreto. Pero ahora lo tenía ahí, frente a mí, frente a mi compañero de trabajo y su prometida. 

No podía perder la concentración. Una sola palabra que pudiera revelar nuestra relación secreta hubiera podido ser un caos. 

Simplemente me limité a revolver la ensalada distraídamente, mientras observaba cómo la insípida de Gabriela le daba de comer a Alexander con su propio tenedor, en una escena cursi y romanticona que me hizo sentir completamente incómoda. 

Aparté la mirada, revolviendo mi ensalada.

—¿Por qué no comes? ¿No te gusta? 

Raúl me había estado observando, y pude ver que la comida de su plato apenas se había tocado. Yo me encogí de hombros.

—Es que no tengo mucha hambre —le comenté.

El hombre suspiró profundo, me quitó el tenedor de la mano y, en un gesto tierno, tomó un poco de su ensalada y me la ofreció. 

—No puedes trabajar sin comer nada, bueno, déjame ser el camarero. ¡Abre la boca!

—Pero…

—No comeré si tú no lo haces.

—Bien, bien.

No tuve otra alternativa y dejé que él me diera de comer mientras sonreía alegremente, parecía tierno y juguetón.

— Bien hecho, preciosa.

De repente dejé de masticar al oír esa palabra.

Un poco del goteante limón que tenía la ensalada se escurrió por mis labios hacia mi mentón, pero Raúl tomó su servilleta delicadamente y lo limpió en un gesto tierno. 

Mis mejillas se sonrojaron. 

—Perdón.

Apresuradamente saqué un pañuelo de papel para limpiarme las comisuras de los labios, y sin levantar la vista vi a Alexander, sus ojos verdes estaban apretados, al igual que sus puños sobre la mesa.

—Dime, Raúl —le dijo Alexander al chico—, ¿ya terminaste las proyecciones que te pedí?

Él apartó la mirada del jefe.

—No, señor, me falta muy poco. Después del almuerzo las terminaré en una hora.

—Pues las necesito ahora. Para antes de que termine el almuerzo tengo que tener esas proyecciones para hacer las inversiones.

El chico apretó con fuerza los cubiertos en sus manos y asintió.

—Sí, jefe. Entonces lo haré de inmediato.

Me miró con cierto pesar, sonrió torpemente y se marchó.

Cuando me quedé sola con Alexander y su prometida, sentí que el peso me aplastaría en cualquier momento. 

—Ya me voy. Tengo mucho trabajo — dije con toda la intención de salir corriendo.

Aparté mi plato, ya me sentía asqueada y llena. Pero Alexander no había terminado conmigo. 

Clavó sus verdes ojos en los míos y murmuró despacio:

—Deja lo que tengas que hacer ahora. Tienes que acompañarme.

Me aguanté el impulso de tomar la copa de agua y vaciarla sobre su cabeza, por cínico y arrogante. Pero frente a su prometida, no hice más que apartar la mirada.

—¿Y a dónde me van a llevar? — pregunté con sarcasmo.

La rubia ensanchó la sonrisa y Alexander me dijo.

—¡Vas a ayudarle a elegir su vestido de novia!

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