El café se regó por el suelo alfombrado. El humo llenó el lugar. Alexander me miró con rabia contenida; aún seguía sosteniendo la mano de su futura esposa entre la suya, mostrando el anillo.

—Lo siento —dije.

Había arruinado el momento perfecto de la presentación de la prometida de Alexander. 

Me arrodillé en el suelo a recoger los vidrios de las tazas de café que habían caído. 

—Deja eso —me dijo Alexander con frialdad—. Esa no es tu responsabilidad. 

—No te pongas tan serio, hijo —doña Azucena me miró amablemente y me hizo un gesto para que volviera a sentarme—. Tienes cosas más importantes que hacer, Laurita.

Tomé asiento torpemente con duda.

—Exacto. Tienes una boda que preparar.

Levanté la mirada hacia Alexander y traté de disimular un poco la rabia que me dio aquel comentario.

—¿Yo? —le pregunté.

Y Alexandra asintió.

—Eres mi asistente, tú te encargarás de mi boda.

Vi cómo todos me miraban con envidia, como si fuera un honor.

No me atreví a mirar a los ojos a la madre de mi jefe, y mucho menos a la orgullosa sonrisa de su prometida.

No sé cómo aguanté toda la reunión, lo único que sé es que la sonrisa de Gabriela era especialmente penetrante.

Me dolía la cabeza y los vómitos eran inusualmente fuertes.

Por fin terminó la reunión y fui la primera en salir corriendo hacia el último piso de la naviera, hacia la terraza.

Me senté en la pequeña butaca de madera que había junto al balcón para observar el océano. 

La brisa cálida me despeinó el cabello y lloré amargamente, como una tonta.

Él estaba a punto de casarse y yo sólo era una amante en secreto, bueno, ex.

Me froté el estómago, con los ojos llenos de arrepentimiento.

Tal vez no deberíamos haberle conocido en primer lugar, y no me habría sentido atraída por él.

—Mi bebecito, quizá llegaste en mal momento.

—Mamá.

Mi corazón se conmovió por un momento y levanté la vista para ver que en la gran pantalla del otro lado del edificio mostraban imágenes de bebés que recién aprendían a hablar.

Se me llenaron los ojos de lágrimas una vez más.

—¡No!... No puedo... ¿Qué puedo hacer?

De repente mi teléfono sonó. Era Alexander. 

Medité en la posibilidad de lanzar mi teléfono desde el último piso y destruirlo, pero mi debilidad me hizo contestar.

—¿Dónde estás? —me preguntó él. Esta vez no lo preguntó con rabia, más bien había un poco de preocupación en su tono, pero yo no estaba dispuesta a dejarme manipular nuevamente por él.

—¿Me has amado un solo instante en los últimos dos años? —le pregunté. Él se quedó paralizado al otro lado de la línea —Dime, Alexander, durante todo este tiempo que estuvimos juntos, ¿me amaste alguna vez?

—Ana, yo...

—Cariño... —se escuchó la voz de Gabriela al otro lado, en un tono chillón y mimado—. ¿Qué importa dónde esté tu secretaria? Recuerda que esta noche tenemos nuestra fiesta de compromiso, hay mucho que planear. Mañana me reuniré con ella para que planee nuestra boda. Ya cuelga, ven aquí, cariño.

—Hablamos después —dijo él.

Apreté con fuerza el celular, con tanta fuerza que se me pusieron blancos los nudillos. 

Tuve el impulso de lanzarme desde ese balcón, de acabar con mi vida en ese momento. Pero no podía hacerlo. 

No podía hacerlo por mi abuelo, porque él dependía de mí. 

Si yo moría, él moría también, y me negaba a arrastrarlo a la muerte. Así que 

No tuve más remedio que tragarme mis lágrimas, mi orgullo y mi dolor, y regresar nuevamente a la oficina.

Todos estaban felices, contentos por la brillante noticia. 

Gabriela cumplía todos los requisitos para ser la esposa de un CEO.

Una niñita rica y mimada, de una familia pudiente históricamente. 

Me senté en mi escritorio; aún había mucho trabajo por hacer. Alexander era el CEO de la compañía, pero yo manejaba gran parte del área administrativa. 

No solo era su asistente, era casi la segunda al mando en la naviera Idilio. Y a pesar de todo, tenía responsabilidades.

Cuando llegó la hora del almuerzo, un compañero se acercó a mi, Raúl.

Normalmente siempre almorzaba sola, siempre estaba sola. 

No solía ir a cenar con nadie, así que seguí trabajando hasta que una sombra alta y oscura cubrió todo mi cuerpo.

Levanté la vista y me recibió un rostro sonriente como el sol.

—¿Quieres que vayamos a almorzar juntos?

Raúl, el nuevo becario contratado en la empresa, fue especialmente atrevido, ya que era la quinta vez que me invitaba a cenar. No entendía por qué era tan insistente.

—Ay, ¿vas a rechazarme otra vez? — hizo un mohín tierno que me produjo risa. Era un hombre grande y tierno.

Eso fue verdad, quise decirle que no, pero cuando vi que se abría la puerta del despacho de mi jefe, cambié inmediatamente de opinión.

Cerré mi computadora y tomé mi bolso.

—¿Todavía no te vas?

Los ojos azules como el océano del chico se iluminaron de repente.

—¡Ahora mismo!

Cuando estaba a punto de cruzar por la puerta hacia el elevador, Alexander salió de su oficina.

—Ana Laura, tenemos que hablar —me dijo él.

Pero yo negué.

—Lo siento, jefe —le dije con frialdad—. Es mi hora de almuerzo, hablaremos una vez regrese.

Antes de que las puertas se cerraran, él introdujo su mano.

—Genial. Entonces, vamos a almorzar con ustedes. Gabriela, nos vamos —le dijo a su prometida.

Todos entraron al elevador. Sentí tanta rabia e impotencia que quise haberme lanzado afuera. 

Sería un almuerzo doloroso e incómodo.

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