Ni mis trillizos ni yo te pertenecemos.
Ni mis trillizos ni yo te pertenecemos.
Por: DiegoAlmary

¡No quería esperar un segundo más!

Me escapé de la reunión de trabajo y me hice la tan esperada prueba de embarazo.

Mientras apretaba el pequeño plástico en mis dedos, sentía que el corazón se me salía, y cuando aparecieron las dos pequeñas líneas indicando que, en efecto, estaba embarazada, sentí que mi mundo comenzaba a desvanecerse. 

¡Estaba embarazada de mi jefe!

Un hombre con el que había sostenido por dos años una relación fortuita y a escondidas. 

Ni siquiera había terminado de analizar mi situación cuando el teléfono en mi bolsillo sonó. 

No tuve que ver para saber que era Alexander, mi jefe, quien me solicitaba.

Así que me puse la prueba de embarazo en el bolsillo y regresé nuevamente a la mesa. 

El cliente, gordo, de mejillas rojas y frente sudada, ya estaba un poco ebrio. 

Cuando me senté, extendió la copa de vino hacia mí.

—Bebe —me dijo, arrastrando las palabras—. Bebe, y entonces firmaremos este negocio.

—Lo siento, yo no quiero beber. Creo que con agua...

—¡Bebe ahora! —insistió.

Volteé a mirar hacia Alexander. 

Sus verdes ojos clavados en los míos me hicieron entender lo que tenía que hacer. 

Con manos temblorosas, extendí la mano hacia el hombre para recibir la copa de vino. 

Le di un pequeño sorbo, y el sabor amargo del tinto me quemó la garganta.

Y entonces llegaron las arcadas. El estómago se me revolvió. 

—Es muy hermosa tu asistente, Alexander —dijo el hombre gordo, extendiendo la mano hacia mí y agarrándola por sobre la mesa.

Aparté la mirada, avergonzada. Luego, los ojos de mi jefe se clavaron en la mano del hombre gordo sobre la mía. 

Sí, a él nunca le gustaba que tocaran sus cosas y yo no pude sostener sus ojos verdes un segundo más. 

Cuando sentí el vómito subir por mi garganta, me puse de pie y salí corriendo hacia el baño sin siquiera dar una explicación, derramando la copa de vino.

Apenas llegué al retrete, vomité el vino y parte de la cena. 

Cuando tenía el estómago vacío, las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos. 

Saqué la prueba de embarazo del bolso y miré el rojo cegador que indicaban dos líneas, no sabía qué decirle a mi jefe.

¿Se alegraría?

Sacudí la cabeza, riéndome de mis propias fantasías ridículas.

No supe cuánto tiempo había pasado así, arrodillada frente al retrete, tal vez veinte minutos, tal vez media hora. 

Cuando sonó la voz llena de autoridad, escondí apresuradamente lo que tenía en la mano.

Estaba ahí cuando la puerta se abrió lentamente.

Alexander me observó desde arriba con frialdad.

—Lo siento —le dije—. Ya voy a regresar. 

No podía arruinar esa cita; era muy importante para la naviera y para mi jefe. Pero no quería hacerlo. 

No quería regresar allí. Mi mundo se caía a pedazos. Así que levanté la mirada suplicante hacia él 

—Alexander, por favor...

Su expresión se apretó en una mueca de rabia y confusión.

—¿Qué te está pasando hoy, Ana Laura? —preguntó.

Yo aparté la mirada. Con una mueca de cansancio. 

No oí las siguientes palabras de mi jefe, lo único que sentí fue un olor familiar a tabaco envolviéndome.

Era su calor corporal, y mi cuerpo tembló involuntariamente.

Inmediatamente después, sentí que me elevaba en el aire.

El violento latido del corazón del hombre estaba justo en mi oído.

— Una Última vez... 

—Pero el Sr. Wooker… no podemos dejarlo…

—Eso no es tu asunto — me regañó.

Salimos del baño, y Alexander me cubrió la cabeza con el abrigo, con su mano en mi espalda.

Antes de salir del restaurante, Alexander encargó a los otros empleados que concretaran el negocio que ya estaba prácticamente hecho.

Subimos a su auto mientras yo sentía que el estómago seguía dándome vueltas.

—Gracias por llevarme a mi casa —le dije con la voz hecha un susurro.

Pero Alexander ladeó la cabeza.

—No vamos a tu casa, Ana Laura. Vamos a la mía.

Al escuchar aquello, me quedé en silencio. 

No era la primera vez que iba a la casa de Alexander; iba con tanta frecuencia que era casi mi segundo hogar. Pero estar a solas con él me llenaba de nerviosismo. 

¿Sería capaz de decírselo? ¿Sería capaz de enfrentar la situación? 

Probablemente él me culparía a mí. Probablemente yo tenía la culpa.

Cuando entré a la casa de mi jefe clavé mis ojos en los enormes ventanales al final del pasillo, pero no logré ver nada al otro lado, nada más allá, como mi incierto futuro.

Sin decir una sola palabra, subí a la habitación y me di una ducha rápida con agua tibia. 

Cuando salí envuelta en la bata, me sentí un poco mejor, pero no más tranquila. 

Alexander estaba trabajando frente al ordenador, despegó los ojos cuando me vio llegar y me lanzó una mirada fría.

—Ven.

La voz grave carecía de toda emoción.

Temí que estuviera enfadado y me apresuré a acercarme, aún no me había parado y me estrechó entre sus brazos.

Me senté en sus piernas y mi cabello húmedo casi cubriendo mi rostro, mi vergüenza.

—¿Por qué me trajiste aquí? —le pregunté—. Dijiste que no nos volveríamos a ver en tu casa porque los vecinos podrían sospechar.

—Eres mi asistente —respondió él con firmeza—. Incluso sería raro que no vinieras a mi casa de vez en cuando.

Inmediatamente seguido de un beso avasallador que apenas me dejó recuperar el aliento.

Alexander llevaba varios días sin tocarme, y eso me había parecido extraño, pero esa noche noté algo diferente en él. 

Me miró con una mezcla de emociones que no pude identificar. Sentía aquella acción como una despedida. 

Entonces, estiró los dedos y acarició mi cabello, jugueteando con él y poniéndolo tras mi oreja.

—Necesito saber cómo vas a pagarme por haberte salvado de nuestro cliente hoy —dijo, apoyando su mano en mi pierna con delicadeza y comenzando a subirla, acariciando mi piel. Sentí un escalofrío en la columna —Yo sé exactamente cómo vas a pagarme —dijo, acercándose a mí. Su cálido aliento golpeando mi oreja me hizo estremecer, y la noche se hizo vieja en sus brazos.

Al día siguiente, me desperté cansada y somnolienta, vi que mi jefe seguía allí. Sorprendentemente, ¿esta vez no se fue? a veces despertaba sola en la enorme alcoba.

Dudé largo rato a punto de hablar, no sabía qué decir, cuando oí la voz helada de él.

—Ya no necesitas venir, esto se acabó.

Sintiendo el dolor punzante en mi corazón, pregunté con cautela, la voz me tembló.

—¿Qué significa eso?

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