Decidí ir, contra lo que realmente deseaba, temblando de miedo, tiritando como una mocosuela temiendo una gran reprimenda, entonces, donde Palacios, el jefe de policía que estaba investigando los crímenes que estaban asolando la ciudad. Lo hice tambaleando, trastabillando, llorando, dubitativa, desconcertada, remolona, cavilando mucho, sin estar convencida, pensando en que quizás estaba equivocada, que al igual que Sebastián muchísimas personas sufrían asma y que entre ellos podría haber un asesino. Todo eso machacaba mis sesos como si fueran martillazos. Sin embargo mi mayor miedo era que, descubierto el asesino, entonces Rudolph se iría al más allá, ¡¡¡me quedaría sin él!!! y entonces mi vida sería un infierno, a puertas, incluso, de dar a luz a nuestro bebé. ¿Qué le diría a nuestro hijo? No quería aceptar esa realidad y eso me hacía dudar, cavilar, protestar para mis adentros, diciéndome que estaba equivocada yendo donde Palacios. -¿Qué necesita, señorita Pölöskei?-, me mi
Sebastián adivinó de inmediato que la policía venía a interrogarlo y a detenerlo. Escondido detrás de las cortinas vio dos patrulleros llegar frente a su casa y a Palacios descender de la unidad, dando órdenes a sus hombres para que acordonen todo el lugar. -¡Maldición!-, apretó los puños Sebas. Él, desde que mató a Rudolph, tenía lista una ruta de escape, una mochila con comida y agua, preparada y a la mano. Se la colgó al hombro y escapó por una salida secreta, oculta entre muebles y tablas, que daba hacia un callejón baldío que a su vez desembocaba a un paraje despejado, por donde pudo huir a toda prisa, sin que la policía se diera cuenta. Palacios ordenó tumbar la puerta y luego, sus hombres rebuscaron por toda la casa buscando alguna información que implicara a Sebastián con los crímenes. Palacios inspeccionó detenidamente el dormitorio y encontró la pistola de Sebastián. -¡¡¡Bingo!!!-, gritó entusiasmado. Fue cuando uno de sus agentes lo llamó a gritos. El jefe de la
Sebastián sabía que yo estaba en la casa, sola, a su entera merced. Era domingo en la tarde. No podía equivocarse en sus cálculos. Alondra estaría seguramente con su esposo y Sebas conocía mi vivienda incluso a ojos cerrados, hasta el último rincón de mi sencilla morada y tenía la certeza por donde entrar sin que yo me diera cuenta. Entonces se trepó a un árbol cercano, se columpió presto por sus ramales, y luego saltó al techo, cayendo en cuclillas, procurando no hacer ruido. Yo no escuché nada. En realidad estaba muy ocupada preparando el encarte de una casa de modas anunciando sus próximos lanzamientos de otoño. Había puesto salsa en los parlantes y me encontraba demasiada concentrada redactando los textos, cuidando los detalles de los diferentes modelos para la próxima estación. No esperaba a nadie, tampoco. Sabía que Rudolph recién llegaría por la noche, pensaba, también en la ecografía que me haría en la clínica para ver la evolución de mi bebé, porque mi panza se había inflad
Era mi fin, lo sabía. Sebastián sostenía el enorme cuchillo entre sus manos, tenía la furia y la ira dibujada en su cara y sus ojos estaban inyectados de cólera y maldad, a la vez. eso lo veía. Yo lloraba a gritos, me tapaba la cara, me envolvía en mis pelos pensando en cubrirme. Le rogaba a gritos que no me matara. -¡¡¡Estoy embarazada!!!-, le decía miles de veces, pero Sebas pensaba que era imposible que estuviera encinta porque no frecuentaba a ningún hombre y, obviamente, ignoraba de mi inseminación artificial. -¡¡¡Vas a morir, perra!!!-, me gritó Sebastián y sentí su aliento, echando humo, envolviéndome como un vaho horripilante, tétrico y fantasmagórico, igual a una densa neblina que me asfixiaba y ahogaba. Supe, en ese milésimo de segundo que iba a morir. Sebas jaló el codo para luego hundir el enorme cuchillo en mi pecho y grité aterrada, con todas mis fuerzas, por instinto, por querer desahogar mi angustia, por intentar aferrarme a alguna tabla de salvación, encontrar un
Esa semana no dormí nada de nada, ni siquiera una siestecita. No quería dormir tampoco. Pensaba que si el sueño me ganaba, al despertar, ya no vería, nunca más a Rudolph. Su crimen estaba resuelto, Sebastián lo había matado, enceguecido por la obsesión de poseerme y convertirme en su propiedad por siempre, y por ende, temía, él, mi marido, tendría que irse de éste mundo y desaparecer de mi vida para siempre. Le pedí a Alondra descansar toda esa semana, no ir a la agencia, porque "estaba muy afectada" y ella aceptó de mala gana porque teníamos mucho trabajo y contratos pendientes. Yo lo que hacía era ayudarla desde casa con los textos de los encartes, los slogans y los textos de la publicidad. La gestación de Alondra también estaba avanzada. No dejaba que Rudolph se fuera a ver a sus amigos finados, tampoco, je. En realidad lo encadené a mi lado toda esa semana. Tal era la psicosis en que me encontraba de que él desapareciera ahora que su crimen estaba resuelto, que hacía las compr
Mi pancita estaba sospechosamente enorme. Me asustaba eso porque no era normal. Alondra decía que yo iba a dar a luz a un gigante, pero no estaba convencida. Al cumplirse la semana 18 de mi embarazo fui a hacerme la ecografía. Ir a la clínica, sin embargo, una gran agonía para mí. No quería dejar a Rudolph porque temía que, al volver, ya no lo encontraría. Esa era mi tormento... encontrar la casa vacía y que mi marido se haya ido para siempre. Temblaba y me sentía en plena agonía y en dramáticos cuadros de suspenso, ansiedad y pánico. -Yo voy a estar aquí, Patricia, esperándote y me digas cómo está nuestro bebé-, me anunció, sin embargo, muy tranquilo Rudolph y le creí. Era el momento, entonces, de confirmar si esperaba un varoncito. Cuando llegué a la clínica, George estaba terminando unos informes importantes y me dijo que lo esperara unos minutos. Las enfermeras se reían de mi panzota. -Oye, ¿darás a luz a Hércules?-, decían divertidas mirándome inflada como un aerostáti
Con Alondra acordamos tomarnos, entonces, el descanso por maternidad. Ella también ya estaba muy adelantada en su gestación y daría a luz, incluso, antes que yo. Cumplimos con todos los contratos pendientes y anunciamos a nuestros clientes que recién volveríamos en seis meses. Seguí sin dormir, empero, ahora esperando a Rudolph. Todas las noches me ponía muy linda, le preparaba su café, jalaba la silla, encendía luces discretas, acomodaba en la mesa las ecografías de los trillizos que me hacía mes a mes, constatando sus progresos, escribí en una hojita los nombres que había elegido para ellos, y aguardaba impaciente, golpeando mis rodillas, horas de horas... pero Rudolph no venía ni volvió a mi lado. Lloraba entonces a gritos, arranchándome los pelos, estropeando mi maquillaje y me tumbaba sobre las ecografías, golpeando la mesa afligida y desilusionada de no tener a mi lado a mi marido. -¡¡¡Vuelve mi amor, vuelve, no me dejes sola, te lo ruego, por favor!!!-, sollozaba,
Por las mañanitas, al despertarme le hablaba a los bebés de su padre. Les decía que Rudolph era un hombre maravilloso, muy bueno y divertido y que esperaba que ellos fueron tan lindos como su papás, distendidos y graciosos. -Su padre era la persona más buena del mundo, él los hubiera querido mucho, los adoraría y jugaría día y noche con ustedes-, les contaba. Les decía que a él le gusta reír mucho y que siempre contaba chistes. -¡¡¡Cómo se hubieran reído meciéndose en las rodillas de su papá!!!-, decía y estallaba en llanto, sin poder contenerme. Mandé hacer una foto enorme de Rudolph, lo pusieron en un cuadro y con la ayuda de Alondra lo colgamos en el comedor, justo arriba de dónde él solía sentarse a tomar su café. Me sentí muy contenta, incluso percibía que lo sentía muy juntito de mí, Por las noches tenía las orejas paradas, esperando que apareciera cantando la canción que me dedicada, pero el viento se burlaba de mí. En sus soplidos parecía entonar la melodía, incluso