Los niños saltaban, brincaban y jugaban emocionados. Era como si ellos supieran que su padre estaba allí conmigo, que estaba a mi lado, abrazándome, riendo de mis historias, y eso los volvía una fiesta, muy efusivos y súper alegres. -Tus hijos te sienten, Rudolph, saben que tú estás allí y que los apoyas, aunque sea a la distancia-, le dije esa noche que nos besábamos muy acaramelados. -Es que tú eres mis ojos, mi amor, mi voz, mi aliento-, decía él encantado, acariciando mis brazos, saboreando mi boca, con su enorme cuerpo, tan áspero y velludo, frotando mi piel lozana y tibia que a él le encandilaba y hacía arder en mucho fuego. La emoción más grande para mi marido y para mí fue el primer día de clases en el colegio de los trillizos. Toda esa semana fue de intenso ajetreo comprando sus mandilitos, mochilitas, cuadernos y lapicitos. A Patricia y a Alondra les hice una trencitas muy lindas y a Rudolph Junior le eché la loción preferida de su padre. -Huele muy rico-, se divirt
Celebramos el quinceañero de Alondra y Patricia en una gran fiesta que hicimos en la casa a la par, por supuesto, del cumpleaños de Rudolph Jr. En realidad, me sentí más aliviada, porque percibía que los niños se hacían ya grandes y serían capaces de enfrentar las vicisitudes de la vida. Mi amiga Alondra también hizo una gran fiesta para su hijita mayor, Patricia. -Hace poco recién habíamos dado a luz y ahora ya estamos muy viejas, je je je-, le dije, brindando con Alondra con champán. -Es la ley de la vida, Patricia-, me abrazó ella muy emocionada. Y esa noche le volví a decir a Rudolph, muy convencida y resoluta. -Créeme mi amor, yo no lo hubiera logrado sin ti, aún seas un fantasma y que tan solo te vea yo. Tú has estado siempre allí, conmigo, como la columna principal de mi vida-, le confesé haciendo correr mis lágrimas de los ojos. -Tú lo has logrado sola, Patricia, los niños son tu hechura-, me recalcó y nos sumergimos nuevamente en miles de besos y caricias.EPÍGOLO
Rudolph murió asesinado una noche muy fría de octubre. Un sujeto lo esperó en una esquina poca concurrida, en los suburbios, agazapado entre las sombras, embozado en un sobretodo caqui, con una pistola de seis tiros. Mi esposo había comprado pan, mortadela, un tarro de leche para mí y azúcar para tomarnos un refrigerio juntos en la casa, contándonos las novedades del día. Cumplíamos, recién, dos años de casados y él quería celebrarlo de la misma manera que lo hacía siempre, en forma sencilla, solos los dos, con la noche recortada por las cortinas en los vidrios de la ventana del comedor, saboreando panes crocantes, tomando su café y besándonos mucho, fabricando sueños imposibles, hablando de viajes por el mundo entero, tener muchísimos hijos y comprar el librero grande para las enciclopedias que tenía arrumadas en el desván y que se remontaban a los años escolares de su abuelo, imagínense qué antigüedades eran. El tipo venía esperando, ya mucho rato, que mi marido saliera de la
Palacios, el jefe de policía, se interesó por el librero que compré un día después que mataron a Rudolph, sumida en el dolor y la angustia de haberlo perdido, de repente, de un momento a otro. Lo miraba con curiosidad. Enciclopedias de medicina, biología, anatomía y también selecciones de cuentos y novelas, estaban ordenados por abecedario, haciendo largas cordilleras disparejas, de diferentes colores y nombres raros y rebuscados. -Pölöskei ¿es polaca?-, me preguntó. Yo no tenía ganas ni de hablar. Llevaba ya varios días llorando y tenía los ojos más grandes que sandías de tanto llanto. No podía aceptar que Rudolph no llegaría otra vez cantando, tumbando la puerta, lanzando sus zapatos al aire y esperando que lo reciba con un besote, colgada de su cuello. -Húngaro. Mi padre nació en Szombathely, es la ciudad más antigua de Hungría-, le conté. Él asintió. -¿Qué enemigos tenía su esposo?-, siguió observando los libros, incluso sacó uno que hablaba de bloqueo de nervios y terapia
No me podía quedar, tampoco, con los brazos cruzados. A mi marido lo habían matado de seis balazos, calibre 38, y no le robaron nada, entonces fue un ajuste de cuentas, una venganza o alguien que estaba celoso de él y de nuestro matrimonio. Entonces pensé en Nelson Sams como le había dicho a Palacios. Sams fue mi primer enamorado como le conté a Palacios. Estuvimos juntos cuatro años. Era súper romántico, muy dulce y estaba acaramelado de mí. Yo le gustaba mucho y se deleitaba con mis labios, mis curvas, mi piel lozana y le encantaba estar conmigo en la playa admirando mi figura pincelada en diminutas tangas que me aseguraban un perfecto bronceado. Para él, yo era una reina universal de belleza. -Me saqué la lotería contigo-, solía decirme, engolosinado con mis labios, saboreando mi deífico elixir, quedando ebrio de mis besos. -Ni que fuera un premio-, me molestaba pero igual quedaba encandilada con su boca tan áspera que encendía mis llamas igual a una gran bola de fuego. M
Me sentía mal. La cabeza me daba vueltas, sudaba y no respiraba bien, me ahogaba y la garganta se me había hecho un nudo asfixiante. Quería despertar pero tampoco podía. No tenía una pesadilla sino lo que sentía era mucha angustia y aflicción. Tiraba puñetes a la cama una y otra vez y pataleaba como si me estuviera peleando con alguien. un viento fuerte se colaba por las ventanas entreabiertas, haciendo trepidar los vidrios. Afuera el céfiro alocado rebotaba en los árboles con violencia y escuchaba su silbo inclemente como un horripilante aserradero que no dejaba de atormentarme y hacerme sentir mal y afiebrada. Era la primera vez que sentía eso. Jamás me había ocurrido. Nunca tuve insomnio, resultaba raro que tuviera pesadillas y siempre dormía bien y era, además, lo que más me gustaba, estar metida debajo de los edredones, hecha un ovillo, disfrutando de mis almohadas. Lo peor es que no podía despertar. Algo me atenazaba a la cama, me encadenaba a estar allí. Por eso daba pu
Esa misma noche, volví a oír la canción. Otra vez sufrí la misma angustia. Mi corazón acelerado, truenos estallando en mi cabeza, un sudor frío y asfixiante y luego la excitación y éxtasis, los deseos de tener intimidad, mordiendo mis labios, frotando mis muslos, acariciando mis caderas, sintiendo mis pechos erguidos como grandes colinas y de nuevo el viento rebotando en las ventanas, y la oscuridad impenetrable, envolviéndome como una gran manta. Y escuché la canción, a lo lejos, como si viniera caminando despacio, arrastrando los pies, haciéndose desesperadamente lenta. "Dime que soy tu amor/ mírame/ bésame/ y abrígate en mis brazos/ Dime que me amas/ tómame/ entrégate/ y prende luces en tu mirada". Sentí mucho miedo y volví a escuchar los peldaños crujiendo y esta vez oí tintinear una cauchara en una taza, como si alguien estuviera revolviendo la azúcar. Mis pelos volvieron a erizarse, se me puso la piel de gallina y me metí debajo de los edredones, temblando de miedo, llor
Sebastián se alzó sorprendido. Había estado lamiendo mis pechos, gozando de su encanto, convertidos en grandes globos que lo extasiaban y motivaban, cuando escuchó, también, el extraño tintineo que no dejaba de repicar en la cocina. -¿Quién está contigo?-, balbuceó él afilando la mirada para tratar de ver algo en el pasadizo. Al fondo no había nada, tan solo sombras. -Nadie-, dije, tratando de recuperar el aliento. Yo no tenía fuerzas para nada, estaba completamente calcinada por tanta pasión, era, en realidad, una gran pila de carbón humeante. Intentaba reaccionar pero no podía pese a mis esfuerzos. - Pueda que haya pericotes-, sonrió Sebas. -Ni por asomo-, me molesté por su comentario. Sebas se quedó también sin fuerzas y finalmente quedó tumbado sobre sus brazos. -¿Ya saben quién mató a Rudolph?-, sopló él su cansancio. -La policía está investigando-, musité. Ese tema me dolía mucho. Era una herida que permanecía abierta en mi corazón y me lastimaba. -¿Qué harás en e