Capítulo 4

  Me sentía mal. La cabeza me daba vueltas, sudaba y no respiraba bien, me ahogaba y la garganta se me había hecho un nudo asfixiante. Quería despertar pero tampoco podía. No tenía una pesadilla sino lo que sentía era mucha angustia y aflicción. Tiraba puñetes a la cama una y otra vez y pataleaba como si me estuviera peleando con alguien. un viento fuerte se colaba por las ventanas entreabiertas, haciendo trepidar los vidrios. Afuera el céfiro alocado rebotaba en los árboles con violencia y escuchaba su silbo inclemente como un horripilante aserradero que no dejaba de atormentarme y hacerme sentir mal y afiebrada.

   Era la primera vez que sentía eso. Jamás me había ocurrido. Nunca tuve insomnio, resultaba raro que tuviera pesadillas y siempre dormía bien y era, además, lo que más me gustaba, estar metida debajo de los edredones, hecha un ovillo, disfrutando de mis almohadas.

   Lo peor es que no podía despertar. Algo me atenazaba a la cama, me encadenaba a estar allí. Por eso daba puñetazos y patadas porque no podía zafarme. Trataba de escapar , correr, huir de ese tormento que se había convertido la cama, sin embargo no podía, seguía atada a esa mazmorra que me provocaba mucho tormento y pavor.

  Lentamente se fue aplacando el miedo y la angustia, mi cuerpo se relajó paulatinamente y mis manos y pies dejaron de seguir peleando, aceptando las ataduras. Mi cabeza fue perdiendo peso y se hundió en las almohadas. Mi corazón desaceleró su ímpetu y fue latiendo menos de prisa, más sereno y  mis brazos cayeron como plomos sobre el colchón, inertes, incluso, igual a  troncos recién derribados.

  Y me sentí sensual, sexy y muy femenina. Me gustó esa sensación. Mordí mi lengua incluso, extasiada y excitada. Frotaba mis muslos con cadencia y había un gran fuego en mis entrañas, revoloteando y quemándome. Qué agradable era eso, sentir las llamas alzándose por todo mi humanidad, chisporroteando por  mis poros y haciéndome, incluso gemir y sollozar. De pronto yo ya era una gran antorcha, ansiosa que un hombre me haga suya.

  Entonces crujieron los peldaños de la escalera. Lo escuché clarito. Desorbité los ojos y me levanté aterrada. Otra vez se desató  la angustia y el miedo y me puse a temblar. Mis pelos se erizaron y mi corazón, de nuevo, se alteró y volvió a rebotar frenético en las paredes de mi busto.  -¡¿Quién anda allí?!-, alcé la voz, entonces. El viento seguía rebotando en los árboles y los vidrios de las ventanas, silbaba aún más insolente y la noche estaba demasiado oscura y tétrica. Calcé mis babuchas, me amarré la bata y tomé un zapato con taco aguja número catorce, capaz de romperle la cabeza a cualquier intruso. Fui de puntitas  por el pasadizo donde estaba mi cuarto y me agazapé para ver la escalera. Apenas podía ver por la oscuridad. Todo estaba turbio y tupido y hasta me parecía que había neblina pero no vi nada. Todo estaba quieto.

  Igual bajé hasta la cocina. Cerré bien las ventanas para que el viento no siguiera azotando los vidrios y me serví agua fresca.  Vi el reloj grande que estaba colgado junto al refrigerador: las 2 y 45 de la mañana. -Ay, una pesadilla-, dije.

  Aseguré bien las puertas, revisé  el desván, el cuarto de visitas, los aparadores y el ropero. Todo estaba bien. Soplé mi fastidio y me fui a dormir otra vez. Me metí a la cama y arreglé mis pelos. -Cuando estaba en lo mejor de mi sueño, me desperté-, me molesté, recordando esa repentina excitación que tuve.

   Ya estaba durmiendo otra vez, cuando escuché algo, como una desafinada melodía que rebotaba a lo lejos. Arrugué mi naricita tratando de identificar lo que estaba escuchando, muy distante, como si fuera un eco extraviado en medio del silbo del viento.

  Aguzando mis sentidos identifiqué algo.

    "Dime que soy tu amor/ mírame/ bésame/ y abrígate en mis brazos/ Dime que me amas/ tómame/ entrégate/  y prende luces en tu mirada"

  ¡¡¡Sí!!! era una canción, claro, y yo la había escuchado mucho antes, tanto que la tenía grabada dentro de mi cabeza. Me sobresalté bastante. Parpadeé aterrada y me envolví en los edredones temblando de pánico, incluso llorando como una chiquilina.

   Me levanté temprano, apenas despuntó la mañana. Había salido un sol fuerte y la casa estaba muy iluminada. Piaban los pájaros, haciendo mucho alboroto, y pasaban una y otra vez los carros. Había mucha  gente yendo y viniendo por las calles y  ladraban los perros. Me di una buena ducha, porque aún me sentía afligida, desconcertada y confundida.  Luego me puse mi ropa interior, un jean, zapatillas y una camiseta blanca sin mangas. Bajé a la cocina a buscar mi monedero para ir a comprar el pan  y cuando pasé por el comedor vi una taza en la mesa y la azucarera destapada, una cuchara estaba regada junto a una servilleta arrugada. Qué raro. Estaba segura que antes de acostarme había lavado y guardado todo, ¿de dónde salió esa taza?  La levanté y la olí. Alguien había tomado café, muy negro incluso. ¡¡¡A mí no me gusta el café!!!!  Pensé, riéndome, que necesitaba, entonces, hacerme un tratamiento psiquiátrico, cuánto antes.

   Había una larga cola para comprar el pan. Me puse en la fila, restregando ms pelos, aún húmedos, cuando alguien me pasó la voz.

  -¡Patricia!, ¿cómo has estado? Tiempo que no te veía-, me dijo. Era Felipe, un amigo de Rudolph, infaltable en las fiestas y cuando iban juntos al fútbol, a ver a su equipo preferido. Me miró con cariño.

   -Las cosas son diferentes sin Rudolph-, sopló él su desaliento.

  -Lo extraño a gritos-, reconocí, juntando los dientes.

  -Me imagino, nos divertíamos mucho-, dijo Felipe.

  -¿Sigues yendo al fútbol, entonces?-, le pregunté.

  -Sin Rudolph no es lo mismo, lo extraño mucho, éramos muy amigos, siempre andábamos juntos-, alzó él la mirada extraviándola por el parque contiguo a la panadería.

  -Para mí también ha sido difícil acostumbrarme a sus risotadas-, acepté.

  -Sí, se reía de cualquier cosa, tú lo haces reír mucho-, me miró entre irónico y divertido.

  -En  realidad se reía de cualquier cosa. Recuerdo que en la playa  estábamos mirando a un cangrejo  amenazándonos con sus tenazas y le dije, "ese cangrejo sería un buen peluquero" y mi marido reventó en carcajadas, tanto que estremeció todo el litoral-, le conté.

  Felipe estalló en risotadas. -Ja ja ja, un cangrejo peluquero, por sus tenazas, ja ja ja-, no dejaba de reírse. Las otras personas que estaban en la fila, también se reían.

  -¿Están bien tu esposa y tus hijos?-, le pregunté.

  -Sí, Patricia, todos bien, y veo que tú estás siempre muy hermosa-, me halagó.

  Compré seis panes chapata y mantequilla. Él adquirió diez toletes y medio kilo de huevos. Nos fuimos caminando hacia el barrio, recordando las locuras de Rudolph y sus extrañas manías como usar lentes sin ser miope,  llevar una pipa en la boca cuando no sabía fumar o usar siempre medias verdes. Jamás las tuvo de otro color y las que yo le regalaba de otras coloraciones, las guardaba en un gran cajón. Allí aún están, como cien pares.

   -Ahhhh y no te olvides de ese rock que tanto le gustaba-, me hizo acordar.

  -Ay, la cantaba hasta dormido-, le dije.

  -¿Cómo era?-, estiró su sonrisa. Empezó a tararearla, chaqueando los dedos y tamborileando un pie en el piso. -"Dime que soy tu amor/ mírame/ bésame/ y abrígate en mis brazos"-, fue entonando muy desabrido tanto que me dio mucha risa

    Sin embargo,  ¡plop!, de repente, quedé muda, estática, petrificada, perpleja y sin reacción, boquiabierta y entumecida, empalidecida y con los ojos desorbitados.

  -Esa canción...-, balbuceé hecha una idiota.

  -Claro, claro, claro, ya me acordé bien, -"Dime que me amas/ tómame/ entrégate/  y prende luces en tu mirada"-, seguía cantando Felipe, sin entender nada, disfrutando de sus recuerdos, navegando en el pasado, reencontrándose con el amigo que tanto extrañaba.

   Nos despedimos y entré a la casa desconcertada, ahora más pálida, parpadeando y mi corazón rebotando frenético en el pecho. Yo había escuchado esa canción clarito en la noche, con el viento golpeando los árboles y las ventanas. Era la misma que le encantaba tanto a Rudolph y que me la cantada a cada momento, una y otra vez.

   Dejé el pan en la mesa y fui de prisa a la cocina. La taza que encontré en la mesa del comedor, estaba, ya, en el escurridor, después de haberla lavado. La alcé y la miré ensimismada y con los pelos en punta. ¡¡¡¡Es la taza de Rudolph!!!! ¡¡¡Su preferida!!! ¡¡¡Yo se la había comprado en uno de sus cumpleaños!!! Allí él tomaba siempre café muy negro.

  -Eso altera los nervios-, le decía yo, cuando tomábamos un lonche en las tardes. Yo prefería leche o simplemente manzanilla filtrante.  

  -Al contrario, el café tiene muchas propiedad, me hace más oso grrrrrrr-, me decía, entonces, besándome con embeleso, disfrutando del deífico vino de mis labios.

  Puse las manos en mi boca y desorbité aún más mis ojos.

   -¡¡¡Rudolph!!!-, grité entonces, aterrada.

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