Capítulo 2

Palacios, el jefe de policía, se interesó por el librero que compré un día después que mataron a Rudolph, sumida en el dolor y la angustia de haberlo perdido, de repente, de un momento a otro.  Lo miraba con curiosidad. Enciclopedias de medicina, biología, anatomía y también selecciones de cuentos y novelas, estaban ordenados por abecedario, haciendo largas cordilleras disparejas, de diferentes colores y nombres raros y rebuscados.

  -Pölöskei ¿es polaca?-, me preguntó. Yo no tenía ganas ni de hablar. Llevaba ya varios días llorando y tenía los ojos más grandes que sandías de tanto llanto. No podía aceptar que Rudolph no llegaría otra vez cantando, tumbando la puerta, lanzando sus zapatos al aire y esperando que lo reciba con un besote, colgada de su cuello.

  -Húngaro. Mi padre nació en Szombathely, es la ciudad más antigua de Hungría-, le conté.

  Él asintió. -¿Qué enemigos tenía su esposo?-, siguió observando los libros, incluso sacó uno que hablaba de bloqueo de nervios y terapia del dolor, inherentes en la especialidad de mi marido. Estaba fascinado.

  -Nadie que yo sepa. Él era un hombre bueno, muy querido por sus amigos y compañeros de trabajo, nunca escuché queja alguna contra él, jamás cometió error alguno, era eficiente, muy leal  y un excelente profesional-, no mentí.

  -¿Y usted tiene enemigos?-, me miró entonces.  

  Eso también lo venía pensando. ¿Quién podría odiarme? ¿A quién había hecho daño yo como para matar a mi marido? ¿Qué enemigos podría tener? Pensé en la competencia. La publicidad es un rubro de mucha fricciones y disputas por alcanzar los mejores clientes. Las agencias se destruyen unas a otras para arrebatarse los auspicios, se indisponen, inventan historias y hasta fabrican romances,  traiciones conyugales y toda suerte de estrategias y disparos en pos de herirse mutuamente y apoderarse de la exclusividad de los avisajes.

  -Tengo competidores pero no creo que lleguen a extremos de matar a mi marido-, le dije a Palacios.

  -Puede ser, pero debemos ver todas las aristas-, me dijo él.

  Ya llevo cinco años en la publicidad. Cuando terminé el colegio, me dediqué al modelaje. Como soy muy alta, rubia, ojos celestes, delgada y muy hermosa, me coticé rápidamente y me convertí en imán de muchas agencias. Hice mucho dinero en pasarelas, revistas, televisión y hasta hice una película de bajo presupuesto que, sin embargo, fue éxito de taquillas: "La asesina", una mujer psicópata que mataba hombres por gusto.

   Pero lo que más me gustaba era la publicidad. Me encantaba modelar, me alocaban los vestidos y los zapatos. Así ingresé a un instituto para especializarme y allí conocí a Alondra, al terminar la carrera nos hicimos socias y pusimos nuestra agencia. Perder a su modelo estrella no le hizo gracia a muchos publicistas. Me hicieron la cruz.

  La competencia fue despiadada. Nos arranchaban, literalmente, a los clientes, y me amenazaban día y noche, con mensajes intimidantes, imágenes de pistolas, calaveras y videos de asesinatos sanguinarios. Sin embargo, no me rendí y salí adelante. Ahora tenía una agencia exitosa y millonaria. Los ataques callaron, pero Palacios quería los nombres.

  -Ya no me molestan-, quise ser cauta.

  -La venganza es parte inherente del ser humano-, dijo Palacios mirando ahora un cuadro de un hermoso paisaje con muchos árboles y golondrinas.

  -Fausto Melquis, Tadeus Gibz, Marcia Furris-, enumeré a mis principales enemigos. Él los apuntó en su móvil. 

  -¿Ha tenido un ex novio, algún tipo que te celaba?-, preguntó con desinterés, como si estuviera decepcionado.

  -Antes de mi marido salía con Nelson Sams, pero lo dejé porque era muy violento-, le conté.

  -Ahhh, el sujeto que demolió a palos a un tipo hasta dejarlo hecho una mazamorra-, rompió él a reír.

 -Un mal recuerdo, sí-, junté los dientes. Fuertes campanadas empezaron a rebotar en medio de mis sesos. ¿Fue él? me pregunté boquiabierta.

-Estaremos en contacto-, me dijo, finalmente, Palacios,  y se marchó distendido, despreocupado, luego de haber recorrido toda la sala con mucha curiosidad, como si no le importara todo lo que le había contado.

  

*****

   Con Rudolph éramos muy felices. Nos reíamos de todo. Él  más por supuesto. Le daba risa cualquier cosa. Una vez tumbé, de casualidad, la vitrina y resbaló parte de la costosa cristalería, haciéndose añicos en el piso. 

  -Necesitaremos muchos días para pegar los pedazos ja ja ja-, reía alborozado, mientras yo me jalaba los pelos, al borde del llanto, viendo los vidrios esparcidos en un millón de esquirlas por toda la casa. Sin embargo, al verlo tan distendido, me contagió su risa y estallé también en risotadas. -Idiota-, le decía una y otra vez, sin contener las carcajadas.

  Le encantaban mis chascarrillos. Una tarde, después de almorzar, bebiendo limonada, se me ocurrió contarle uno.

  -Un hombre encuentra a su amigo, vestido de deportista. "¿A dónde vas?", se extrañó el hombre. Su amigo sonrió, "al estadio, voy a prepararme para los Juegos Olímpicos", le dijo.  El hombre se turbó. "Pero tú no eres deportista", le aclaró pero su amigo sonrió orgulloso, "es que el médico que me atiende me ha dicho que tengo pie de atleta"   ja ja ja-, sonreí coqueta pero Rudolph reventó en risas.

  -¡¡¡Pie de atleta!!! ¡¡¡¡Los juegos Olímpicos!!!! ¡¡¡Genial!!!-, no se cansaba de decir una y otra vez, revolcándose de la risa, dejándome boquiabierta y turbada, viéndolo tan efusivo y festivo por la broma.

   Hacíamos el amor en toda ocasión, incluso en mi oficina o en su consultorio. Era apasionado y vehemente. Me hacía delirar con sus besos y caricias. Me convertía en una inmensa bola de fuego, apenas comenzaba a tatuar mi piel con sus labios. Iba y venía por mis brazos, el cuello, los pechos y le encantaba morderme por doquiera. Me estrujaba, además, las posaderas y eso me volvía más iracunda. Sollozaba entre sus brazos, me hacía una gran antorcha y me eclipsaba por completo, tanto que hasta perdía la consciencia.

  Todo lo mío le gustaba. Mis pelos, mi naricita que lamía entusiasmado y febril, mi busto, mis muslos tan suaves y lozanos y disfrutaba la melodía mágica de mis gemidos, cuando avanzaba, hecho un gran río tórrido y caudaloso,  por mis entrañas, desbordándose y arrastrando todas mis defensas, dejándome inerme y a su entera merced. Y a mí me encantaba que me hiciera suya. No oponía resistencia alguna. Me convertía en una muñeca en sus brazos, dejando que conquiste y colonice mis encrespados, mis amplios valles, las redondeces y curvas de mi apetitosa anatomía y lo único que hacía era gemir y sollozar, eclipsada por tanta pasión que volcaba sobre mí. Me arranchaba los pelos, presa de la euforia, sintiendo su  fuerza avanzando hacia los inhóspitos parajes de mi intimidad.

   Quedábamos rendidos, extenuados, sudorosos, con nuestros corazones alborozados, tumbados en las almohadas, soplando humo en nuestros alientos acelerados, parpadeando sin detenernos. -Eres fantástica, Patricia-, me decía, siempre Rudolph, saboreándose los labios, con los ojos extraviados en el éxtasis.

  -Tú eres maravilloso-, le acepté también aún extraviada entre los brillos de las estrellas, flotando en nubes de algodón.

   Rudolph se alzaba sobre sus codos y me miraba encandilado y rendido a mi encanto, lamiendo una y otra vez mi naricita.

  -Créeme siempre, Patricia, seré tuyo hasta en mi otra vida-, me decía, sumergiéndose otra vez entre mis pechos, gozando de esos globos grandes que le fascinaban tanto y no se cansaba jamás de besar, acariciar y paladear su mágico encanto.

 Alondra me volvió a la realidad. -Tenemos que hacer las fotos y videos del acuario-, alzó la voz desde su escritorio. Recién había vuelto a la oficina, casi dos semanas después que mataron a Rudolph. Aún estaba tambaleante, dubitativa, inerte y con los ojos encharcados de lágrimas. Mi maquillaje era una miseria y me sentía fatal. Alondra sabía eso y trataba de animarme pero yo no respondía a su entusiasmo. No podía resignarme a ya no tenerlo junto a mí, otra vez.

  -El acuario es un contrato importante-, acepté secando mis lágrimas.

  -Lleva algo casual, jean, camiseta, te sueltas los pelos, debes dar un aire de naturalidad, recuerda que el acuario es para todos-, me dijo, alistando las cámaras.

 El acuario era fantástico, con grandes vitrinas donde se paseaban peces de todos los tamaños, incluso enormes tiburones, también lobos marinos, delfines y hasta gigantescas mantarrayas. Los vidrios se empinaban, además, en forma de arco, a lo largo de los pasadizos, de manera que los visitantes parecían sumergirse en el mundo acuático. Julio Hauss director nos esperaba con sus empleados sonriente y entusiasmado a la vez.

   -Señorita Pölöskei, siempre tan hermosa-, me dijo.

  Eso de "señorita Pölöskei" es un detalle que Rudolph siempre me exigió. Cuando nos casamos, yo le dije que ahora era la señora Smith, pero él se opuso en forma terminante. -No, no, no, mi amor,  tú eres por siempre, la señorita Pölöskei, no eres mi propiedad, somos socios en nuestras vidas. Yo soy una mitad y tú la otra. Así será por siempre-, me dijo una de las poquísimas veces que estaba serio.

  Entonces quedé como la señorita Pölöskei.

  Alondra hizo los videos y las fotos. Yo aparecía recorriendo los ambientes del acuario, junto a los enormes tiburones con sus intimidantes fauces, jugando con los delfines y los lobos marinos, al lado de las focas y alimentando a miles de pececitos revoloteándose en los canales haciendo renglones a paradisíacos paisajes. Con todos los empleados se hicieron escenas de refuerzo recorriendo, igualmente por los mágicos ambientes del acuario que incluía un museo con réplicas de animales prehistóricos.

  -Lamento lo de su esposo-, me dijo el director del acuario cuando terminamos la sesión de fotos. 

  -El destino suele ser cruel-, acepté, juntando los labios.  Nos había invitado un delicioso almuerzo en el restaurante temático que estaba en un amplio paraje, rodeado de mucha naturaleza que desembocaba por un largo pasadizo . 

  -¿Usted cree en las sirenas?-, me preguntó entonces el director del acuario. 

  -Son seres mitológicos-, reí, pero Hauss se detuvo de golpe y pidió a Alondra y a sus empleados, que nos esperen en el comedor. Me jaló de la mano y me llevó hacia un pequeño ambiente donde había un gran vitral repleto de rocas y algas y sumergido completamente en el agua.

  -Mire-, me pidió. Acerqué mi naricita a los vidrios y vi una especie de renacuajo que iba y venía culebreándose en el agua. Parecía un salmón pero sus aletas eran igual a manitos.  Era dorado y el oro de sus escamas parecían fulgurar delante de mis ojos.

  -¿Qué es?-, estaba extrañada.

  -estoy seguro que es una sirena-, sonrió Hauss, estirando al máximo su sonrisa. Sonreí también incrédula. -Parece un sapo-, no podía contener mis carcajadas.

  -Eso piensa la gente, pero es una sirena,  son seres capaces de crear ilusiones a través de sus voces, las cuales tienen el poder de hechizar a todos aquellos que las escuchen.-, insistió el director del acuario.

  -Pues es una sirena muy fea y no tiene pechos-, le seguí el juguete.

  -Pídele un deseo, pero no lo diga, solo piénselo-, cruzó él sus brazos.

  Sin duda, Hauss era un fanático del mundo acuático y su parque le era un mundo fantástico e irreal  que lo sumía hasta el delirio, pero tampoco iba a defraudarlo o tratarlo como a un demente.  Era un empresario exitoso, tenía fábricas y negocios por doquier y el acuario le era la consumación de un caro anhelo, un sueño cristalizado con su denodado esfuerzo.

  "Que Rudolph no se vaya nunca de mi lado", se me ocurrió decir. Acaricié el vitral y vi al renacuajo  sacudirse en el agua, agitar su cola, mover las manitos y hasta la escuché cantar, clarito, como si fuera una dulce tonada que hablaba de amor y romance, tanto que me dio risa.  Volví a insistir que si ese animalejo era una sirena, pues era bien fea.

   -Estar vivo es tener fe, señorita Pölöskei, morir es perder la fe-, fue lo que me dijo Hauss cuando marchamos riéndonos hacia el comedor.

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