Rudolph murió asesinado una noche muy fría de octubre. Un sujeto lo esperó en una esquina poca concurrida, en los suburbios, agazapado entre las sombras, embozado en un sobretodo caqui, con una pistola de seis tiros. Mi esposo había comprado pan, mortadela, un tarro de leche para mí y azúcar para tomarnos un refrigerio juntos en la casa, contándonos las novedades del día. Cumplíamos, recién, dos años de casados y él quería celebrarlo de la misma manera que lo hacía siempre, en forma sencilla, solos los dos, con la noche recortada por las cortinas en los vidrios de la ventana del comedor, saboreando panes crocantes, tomando su café y besándonos mucho, fabricando sueños imposibles, hablando de viajes por el mundo entero, tener muchísimos hijos y comprar el librero grande para las enciclopedias que tenía arrumadas en el desván y que se remontaban a los años escolares de su abuelo, imagínense qué antigüedades eran.
El tipo venía esperando, ya mucho rato, que mi marido saliera de la clínica, donde trabajaba como anestesiólogo. El nosocomio está a poca distancia de la casa, así es que siempre iba y venía a pie de su consultorio. El criminal ese lo sabía y por ello lo aguardó impaciente, ansioso del momento en que, al fin, le llenaría el cuerpo de balazos. De remate, Rudolph entró a comprar pan. El sujeto se enfureció. Golpeó la pared con sus puños, sintió truenos y relámpagos estallando en la cabeza y un inclemente aserradero se desató taladrando sus sesos. Se recostó a la pared, sudando mucho, ahogándose por el asma, con su corazón rebotando frenético en las paredes de su pecho, sin saber qué hacer, con la pistola metida en la cintura, quemándole el cuerpo como si fuera un ardiente clavo. Luego de un rato, Ruldolph reanudó la marcha a casa, canturreando, como siempre, su canción predilecta, un rock desabrido que le encantaba y que me aprendí sus letras de tanto escucharlo, "dime que soy tu amor/ mírame/ bésame/ y abrígate en mis brazos/ Dime que me amas/ tómame/ entrégate/ y prende luces en tu mirada/ Dime que eres mía/ sedúceme/ abrázame/ y vuélveme una antorcha/ Yo te diré que soy tuyo/ Patricia/ y te daré mi vida/ porque estoy de ti, loco enamorado". Yo, al principio, aborrecía esa canción, pero a él le encantaba y la cantaba día y noche, en toda ocasión, en cualquier momento, tanto que me la aprendí de memoria. El asesino también conocía esa canción. Y recuperó la sonrisa cuando lo escuchó a Rudolph, entonándola desafinado, viniendo por la acera, despreocupado y distendido, sin imaginar nada de nada. El criminal calculó las distancias, contó los pasos y así, cuando estuvo seguro que él estaba cerca, salió de las sombras y sin mediar palabra alguna, descerrajó los seis balazos sobre mi marido. Él no se dio cuenta de nada. Estaba tan despreocupado que no vio al tipo, ni sintió los disparos, simplemente se derrumbó al suelo, y quedó tendido, en un gran charco de sangre, con los panes desperdigados, la mirada extraviada en las luces de los postes de alumbrado público y la canción desabrida aún rebotando en sus labios, como un eco "yo te diré que soy tuyo/ Patricia/ y te daré mi vida/ porque estoy de ti, loco enamorado". Nos habíamos casado apenas dos años antes, ya les dije, en una ceremonia sencilla, como lo era él, rodeado tan solo de unos cuantos amigos. Fue raro, sin embargo. Él tenía muchísimas amistades, sus colegas de la clínica superaba el centenar y siempre se frecuentaba con sus ex compañeros de la universidad, incluso ellos le hicieron la despedida de soltero en un night club, pero a la boda no fue casi nadie. Solo un puñado de personas. Imagino que sus tantos amigos lo conocían mejor que yo y por eso, optaron por no ir. La casa donde vivíamos era grande donde cabían todos nuestros sueños e ilusiones, la mayoría siderales y otro gran porcentaje imposibles. Allí pasó su infancia, su adolescencia y su juventud. Adoraba esa vivienda de dos pisos, con cochera y un jardín grande, conocía todos los rincones y por supuesto el desván con los cientos de libros apiñados y que era su lugar predilecto. Convertido en un topo, escarbaba en busca de tesoros, como él decía, y volvía a la sala, al jardín o a la cama, con una enciclopedia así de gruesa, sonriendo, con la mirada iluminada y los pelos tirados a los lados. -¡Mira, Patricia, este libro es único!-, decía alborozado y efusivo, como si hubiera encontrado el eslabón perdido. A veces pienso que él quería más a sus libros o a la casa o a su profesión que a mí. No es que me tratara con indiferencia o mal, sino que lo sentía más eufórico leyendo, yendo y viniendo por los dos pisos o preocupado en su trabajo. -Ese tipo está loco-, me advirtió Alondra, mi mejor amiga y socia en nuestra agencia de publicidad, cuando le anunció que me casaría con él. -A mí me gusta-, reía yo coqueta, mordiendo mi lengüita. Rudolph era muy apuesto, alto, hermoso, con sus pómulos grandes, la frente amplia, la nariz en punta y su barba bien recortada que lo hacía un adonis. Tenía un pecho enorme alfombrado de vellos y me encantaban sus manos ásperas recorriendo mis curvas. Eso me enervaba: sentir sus dedos tan rudos y pétreos recorrer mis amplias carreteras. Encendía mis fuegos, me despeinaba y me hacía gemir como una loba en celo. Y a él le encantaba también, por ello me provocaba mis fuegos, para que mis sollozos lo hicieran aún más impetuoso y febril, conquistando todos los rincones de mi lozana y perfecta geografía. Pero era noble, romántico, dulce y muy amoroso, también. Eso fue lo que me enamoró de él. Su sencillez y su forma de ser, tan distendido que era difícil verlo de malhumor o fastidiado. No se molestaba de nada y siempre reía, de cualquier cosa, de mis bromas tontas que para él le parecían maravillosas y súper divertidas. -¿Sabes cuál es el colmo del campeón de levantamiento de pesas?-, lo desafié esa mañana que volvíamos del mercado, empujando el carrito de compras. Rudolph se rindió rápido y yo estallé en carcajadas: -levantarse tarde de la cama- Él no dejó de reírse diez días completos. Nos conocimos en la clínica. Como les digo, tengo mi agencia de publicidad y me va bien, no me quejo, cuento con una selecta cartera de clientes y la clínica es una de ellas. Los dueños necesitaban una agresiva campaña para promover el nosocomio y entonces, coincidimos. Como bien suponen, fue amor a primera vista. Alondra es mi socia. Ella se encarga de las fotos y los videos y yo soy, además, la modelo. La idea que habíamos diseñado era la de informar que el nosocomio tenía todas las especialidades, con premios módicos y que tenía una esmerada atención. -La publicidad entra por los ojos-, le dije a los dueños de la clínica, cuando les detallé la estrategia. La idea era mostrar a los médicos muy hacendosos y afanosos y yo debía ser una paciente rodeada de atenciones. Y uno de los galenos que se prestó para las tomas, fue Rudolph. Quedé, de inmediato, prendada de él, imantada a sus ojos tan divinos y mágicos, su sonrisa tan blanca como la chupina que dejan las olas después de acariciar las playas, su espalda amplia igual a un tractor y su rostro de soldado persa, con su barbita tan varonil y adorable. Después que Alondra terminó las fotos y videos, yo me atreví a pedirle el número de su celular. Siempre he sido arrebatada, más cuando se trata de hombres y él era irresistible. Estaba tan obnubilada que me acerqué riéndole, pestañeando mil veces, mordiendo mis labios y juntando mis rodillas, sin más ni más, le pedí su número. -Tengo unos problemas en la encilla-, le mentí, riendo coqueta, moviendo los hombros, haciendo brillar mis pupilas. -Soy anestesiólogo, no odontólogo, señorita Patricia Pölöskei-, me aclaró él riéndose, balanceándose, disfrutando de mi risita súper sexy. -Ahh, mejor, tengo un molesto callo en un pie y a veces me duele, póngale anestesia-, alcé mi naricita y él estalló en carcajadas. Me dio, incluso un besote en la mejilla, celebrando lo que ciertamente era una tontera de mi parte. Me dio su número. Una semana después estábamos revolcándonos en la cama, saboreando nuestros besos con mucha euforia y desenfreno. Me hizo suya allí, en un rincón de la covacha, conquistando todos mis rincones con vehemencia y encono, dejando las huellas de su pasión en cada centímetro de mis maravillosas curvas. Invadió mis vacíos como un huracán que arrasó con mis defensas haciéndome aullar, gritar y arrancharme los pelos, eclipsada, cuando su virilidad alcanzó los límites más lejanos de mi intimidad, idéntico a un taladro que me hizo sentir súper sexy y absolutamente femenina. Grité cuando Rudolph alcanzó el clímax, llegando a las fronteras distantes de mi intimidad. Extasiada meneé la cabeza completamente turbada mientras él seguía avanzando por los parajes inhóspitos de mi sensualidad. Quedamos los dos rendidos, exánimes, sudorosos, sin fuerzas, regados la cama como piltrafas, soplando fuego en nuestros alientos, con los corazones tamborileando frenéticos, estremecidos de tanta pasión. -Me gustas mucho Patricia-, reconoció él, tratando de desacelerar su respiración. estaba muy agitado. Ya les dije, yo soy muy arrebatada con los hombres y él en realidad, me estremecía, me provocaba convulsiones y me sentía en las nubes entre sus brazos, saboreando sus labios, sintiendo sus manos tan ásperas y me encantaba la forma tan violenta que me hacía suya. -Casémonos-, fue lo que le dije. Nuestro noviazgo duró, creo, tres meses y acabó en esa boda sencilla, con unos cuantos amigos y Alondra haciendo más videos y fotos que cuando grabábamos la publicidad para alguna cotizada empresa.Palacios, el jefe de policía, se interesó por el librero que compré un día después que mataron a Rudolph, sumida en el dolor y la angustia de haberlo perdido, de repente, de un momento a otro. Lo miraba con curiosidad. Enciclopedias de medicina, biología, anatomía y también selecciones de cuentos y novelas, estaban ordenados por abecedario, haciendo largas cordilleras disparejas, de diferentes colores y nombres raros y rebuscados. -Pölöskei ¿es polaca?-, me preguntó. Yo no tenía ganas ni de hablar. Llevaba ya varios días llorando y tenía los ojos más grandes que sandías de tanto llanto. No podía aceptar que Rudolph no llegaría otra vez cantando, tumbando la puerta, lanzando sus zapatos al aire y esperando que lo reciba con un besote, colgada de su cuello. -Húngaro. Mi padre nació en Szombathely, es la ciudad más antigua de Hungría-, le conté. Él asintió. -¿Qué enemigos tenía su esposo?-, siguió observando los libros, incluso sacó uno que hablaba de bloqueo de nervios y terapia
No me podía quedar, tampoco, con los brazos cruzados. A mi marido lo habían matado de seis balazos, calibre 38, y no le robaron nada, entonces fue un ajuste de cuentas, una venganza o alguien que estaba celoso de él y de nuestro matrimonio. Entonces pensé en Nelson Sams como le había dicho a Palacios. Sams fue mi primer enamorado como le conté a Palacios. Estuvimos juntos cuatro años. Era súper romántico, muy dulce y estaba acaramelado de mí. Yo le gustaba mucho y se deleitaba con mis labios, mis curvas, mi piel lozana y le encantaba estar conmigo en la playa admirando mi figura pincelada en diminutas tangas que me aseguraban un perfecto bronceado. Para él, yo era una reina universal de belleza. -Me saqué la lotería contigo-, solía decirme, engolosinado con mis labios, saboreando mi deífico elixir, quedando ebrio de mis besos. -Ni que fuera un premio-, me molestaba pero igual quedaba encandilada con su boca tan áspera que encendía mis llamas igual a una gran bola de fuego. M
Me sentía mal. La cabeza me daba vueltas, sudaba y no respiraba bien, me ahogaba y la garganta se me había hecho un nudo asfixiante. Quería despertar pero tampoco podía. No tenía una pesadilla sino lo que sentía era mucha angustia y aflicción. Tiraba puñetes a la cama una y otra vez y pataleaba como si me estuviera peleando con alguien. un viento fuerte se colaba por las ventanas entreabiertas, haciendo trepidar los vidrios. Afuera el céfiro alocado rebotaba en los árboles con violencia y escuchaba su silbo inclemente como un horripilante aserradero que no dejaba de atormentarme y hacerme sentir mal y afiebrada. Era la primera vez que sentía eso. Jamás me había ocurrido. Nunca tuve insomnio, resultaba raro que tuviera pesadillas y siempre dormía bien y era, además, lo que más me gustaba, estar metida debajo de los edredones, hecha un ovillo, disfrutando de mis almohadas. Lo peor es que no podía despertar. Algo me atenazaba a la cama, me encadenaba a estar allí. Por eso daba pu
Esa misma noche, volví a oír la canción. Otra vez sufrí la misma angustia. Mi corazón acelerado, truenos estallando en mi cabeza, un sudor frío y asfixiante y luego la excitación y éxtasis, los deseos de tener intimidad, mordiendo mis labios, frotando mis muslos, acariciando mis caderas, sintiendo mis pechos erguidos como grandes colinas y de nuevo el viento rebotando en las ventanas, y la oscuridad impenetrable, envolviéndome como una gran manta. Y escuché la canción, a lo lejos, como si viniera caminando despacio, arrastrando los pies, haciéndose desesperadamente lenta. "Dime que soy tu amor/ mírame/ bésame/ y abrígate en mis brazos/ Dime que me amas/ tómame/ entrégate/ y prende luces en tu mirada". Sentí mucho miedo y volví a escuchar los peldaños crujiendo y esta vez oí tintinear una cauchara en una taza, como si alguien estuviera revolviendo la azúcar. Mis pelos volvieron a erizarse, se me puso la piel de gallina y me metí debajo de los edredones, temblando de miedo, llor
Sebastián se alzó sorprendido. Había estado lamiendo mis pechos, gozando de su encanto, convertidos en grandes globos que lo extasiaban y motivaban, cuando escuchó, también, el extraño tintineo que no dejaba de repicar en la cocina. -¿Quién está contigo?-, balbuceó él afilando la mirada para tratar de ver algo en el pasadizo. Al fondo no había nada, tan solo sombras. -Nadie-, dije, tratando de recuperar el aliento. Yo no tenía fuerzas para nada, estaba completamente calcinada por tanta pasión, era, en realidad, una gran pila de carbón humeante. Intentaba reaccionar pero no podía pese a mis esfuerzos. - Pueda que haya pericotes-, sonrió Sebas. -Ni por asomo-, me molesté por su comentario. Sebas se quedó también sin fuerzas y finalmente quedó tumbado sobre sus brazos. -¿Ya saben quién mató a Rudolph?-, sopló él su cansancio. -La policía está investigando-, musité. Ese tema me dolía mucho. Era una herida que permanecía abierta en mi corazón y me lastimaba. -¿Qué harás en e
No podía concentrarme en mi trabajo, perdí, incluso un par de clientes por una discusiones tontas y eso la molestó mucho a Alondra. -Estás fuera de órbita, mujer, o vuelves a poner los pies sobre la tierra o tendré que darte una buena tunda-, me amenazó. Ya no eran varias noches que escuchaba tintinear las tazas y los platos, también esa canción que ahora detestaba y que rebotaba en mis tímpanos, una y otra vez, como horripilantes campanadas que me atormentaban y molían mis sesos, "dime que soy tu amor/ mírame/ bésame/ y abrígate en mis brazos/ Dime que me amas/ tómame/ entrégate/ y prende luces en tu mirada". Eso me sumía en más miedo y desconcierto Esa mañana Alondra me dijo que yo participaría en una pasarela de modas. -Es un contrato importante, Patricia, la diseñadora de modas nos pagará una fortuna en la publicidad que haremos de su línea de ropa y sus lanzamientos de verano-, me explicó mientras preparaba las cámaras. Yo seguía desconcertada y aturdida, no ha
No quise dormir esa noche en mi casa. Le pedí a Alondra alojarme en su casa. Ella estaba preocupada por mis intempestivas reacciones. Yo lloraba como una niña, asustada, pensando que mi esposo asesinado estaba sufriendo mucho extraviado en el limbo. -Rudolph fue asesinado, Patricia, él no va a volver nunca-, intentaba sacarme del trance, pero yo estaba demasiado sensible, llorando incluso a gritos. -Lo vi, Alondra, lo escucho cantar, toma café, él está aquí, me busca, me quiere volver loca-, chillaba yo enfurecida. -Es tu idea, no puedes olvidarlo, lo amaste mucho y por eso fabricas fantasías-, siguió ella porfiando. -Sebastián lo escuchó también. Rudolph se molestó que hiciera el amor con él-, balbuceé hecha una tonta. -Deja a Sebas, olvídate de él, le vas a complicar su matrimonio-, se molestó Alondra, queriendo, además, desviar el tema, pero yo no dejaba de gritar y chillar. -¿No lo entiendes, ? Rudolph está aquí, él me busca, me atormenta-, le dije, y lanzándome s
-Despierta Patricia, despierta, no me asustes más- Escuché la vocecita dulce, musical, delicada y preocupada de Alondra. Yo tenía los labios mojados. Ella había pretendido darme agua pero el líquido resbaló por todo mi mentón el cuello y hasta el pecho porque yo no reaccionaba, incluso seguía tonta, meneando la cabeza, sintiéndome flotando en las nubes, igual si hubiera recibido una puñetazo en la cara, -¿Qué pasó? ¿Dónde estoy?-, empecé a balbucear desconcertada. Traté de levantarme de la cama pero ella no me dejó. Puso su mano en mi pecho. -No sé, te encontré desmayada en el suelo, lo mejor es que sigas descansando-, me pidió Alondra. -¿Cómo pudiste cargarme hasta la cama?-, estaba yo sorprendida y aún eclipsada. -Ay, pesas como una vaca, pero tampoco te iba a dejar en el suelo-, se disgustó mi amiga. Intentó otra vez darme agua, pero esta vez si sorbí todo el vaso. Lentamente empecé a recuperarme, aunque no dejaba de parpadear y sentía rayos y truenos reventando en m