Mi marido es un fantasma
Mi marido es un fantasma
Por: Edgar Romero
Capítulo 1

 Rudolph murió asesinado una noche muy fría de octubre. Un sujeto lo esperó en una esquina poca concurrida, en los suburbios, agazapado entre las sombras, embozado en un sobretodo caqui, con una pistola de seis tiros. Mi esposo había comprado pan, mortadela, un tarro de leche para mí y azúcar para tomarnos un refrigerio juntos en la casa, contándonos las novedades del día. Cumplíamos, recién, dos años de casados y él quería celebrarlo de la misma manera que lo hacía siempre, en forma sencilla, solos los dos,  con la noche recortada por las cortinas en los vidrios de la ventana del comedor,  saboreando panes crocantes, tomando su café y besándonos mucho, fabricando sueños imposibles, hablando de viajes por el mundo entero, tener muchísimos hijos y comprar el librero grande para las enciclopedias que tenía arrumadas en el desván  y que se remontaban a los años escolares de su abuelo, imagínense qué antigüedades eran.

   El tipo venía esperando, ya mucho rato, que mi marido saliera de la clínica, donde trabajaba como anestesiólogo.  El nosocomio está a poca distancia de la casa, así es que siempre iba y venía a pie  de su consultorio. El criminal ese lo sabía y por ello lo aguardó impaciente, ansioso del momento en que, al fin, le llenaría el cuerpo de balazos. De remate, Rudolph entró a comprar pan. El sujeto se enfureció. Golpeó la pared con sus puños, sintió truenos y relámpagos estallando en la cabeza y un inclemente aserradero se desató taladrando sus sesos. Se recostó a la pared, sudando mucho, ahogándose por el asma, con su corazón rebotando frenético en las paredes de su pecho, sin saber qué hacer, con la pistola metida en la cintura, quemándole el cuerpo como si fuera un ardiente clavo.

  Luego de un rato, Ruldolph reanudó la marcha a casa, canturreando, como siempre, su canción predilecta, un rock desabrido que le encantaba y que me aprendí sus letras de tanto escucharlo, "dime que soy tu amor/ mírame/ bésame/ y abrígate en mis brazos/ Dime que me amas/ tómame/ entrégate/  y prende luces en tu mirada/ Dime que eres mía/ sedúceme/ abrázame/ y vuélveme una antorcha/ Yo te diré que soy tuyo/  Patricia/ y te daré mi vida/ porque estoy de ti, loco enamorado".

 Yo, al principio, aborrecía esa canción, pero a él le encantaba y la cantaba día y noche, en toda ocasión, en cualquier momento, tanto que me la aprendí de memoria.

 El asesino también conocía esa canción.  Y recuperó la sonrisa cuando lo escuchó a Rudolph, entonándola desafinado, viniendo por la acera, despreocupado y distendido, sin imaginar nada de nada.

   El criminal calculó las distancias, contó los pasos y así, cuando estuvo seguro que él estaba cerca, salió de las sombras y sin mediar palabra alguna, descerrajó los seis balazos sobre mi marido. Él no se dio cuenta de nada. Estaba tan despreocupado que no vio al tipo, ni sintió los disparos, simplemente se derrumbó al suelo, y quedó tendido, en un gran charco de sangre, con los panes desperdigados, la mirada extraviada en las luces de los postes de alumbrado público y la canción desabrida aún rebotando en sus labios, como un eco "yo te diré que soy tuyo/  Patricia/ y te daré mi vida/ porque estoy de ti, loco enamorado".

   Nos habíamos casado apenas dos años antes, ya les dije, en una ceremonia sencilla, como lo era él, rodeado tan solo de unos cuantos amigos. Fue raro, sin embargo. Él tenía muchísimas amistades, sus colegas de la clínica superaba el centenar y siempre se frecuentaba con sus ex compañeros de la universidad, incluso ellos le hicieron la despedida de soltero en un night club, pero a la boda no fue casi nadie. Solo un puñado de personas. Imagino que sus tantos amigos lo conocían mejor que yo y por eso, optaron por no ir.

   La casa donde vivíamos era grande donde cabían todos nuestros sueños e ilusiones, la mayoría siderales y otro gran porcentaje imposibles. Allí pasó su infancia, su adolescencia y su juventud. Adoraba esa vivienda de dos pisos, con cochera y un jardín grande, conocía todos los rincones y por supuesto el desván con los cientos de libros apiñados y que era su lugar predilecto. Convertido en un topo, escarbaba en busca de tesoros, como él decía, y volvía a la sala, al jardín o a la cama, con una enciclopedia así de gruesa, sonriendo, con la mirada iluminada y los pelos tirados a los lados. -¡Mira, Patricia, este libro es único!-, decía alborozado y efusivo, como si hubiera encontrado el eslabón perdido.

  A veces pienso que él quería más a sus libros o a la casa o a su profesión que a mí. No es que me tratara con indiferencia o mal, sino que lo sentía más eufórico leyendo, yendo y viniendo por los dos pisos o preocupado en su trabajo. 

 -Ese tipo está loco-, me advirtió Alondra, mi mejor amiga y socia en nuestra agencia de publicidad, cuando le anunció que me casaría con él.

 -A mí me gusta-, reía yo coqueta, mordiendo mi lengüita. Rudolph era muy apuesto, alto, hermoso, con sus pómulos grandes, la frente amplia, la nariz en punta y su barba bien recortada que lo hacía un adonis. Tenía un pecho enorme alfombrado de vellos y me encantaban sus manos ásperas recorriendo mis curvas. Eso me enervaba: sentir sus dedos tan rudos y pétreos recorrer mis amplias carreteras. Encendía mis fuegos, me despeinaba y me hacía gemir como una loba en celo. Y a él le encantaba también, por ello me provocaba mis fuegos, para que mis sollozos lo hicieran aún más impetuoso y febril, conquistando todos los rincones de mi lozana y perfecta geografía.

   Pero era noble, romántico, dulce y muy amoroso, también.  Eso fue lo que me enamoró de él. Su sencillez y su forma de ser, tan distendido que era difícil verlo de malhumor o fastidiado. No se molestaba de nada y siempre reía, de cualquier cosa, de mis bromas tontas que para él le parecían maravillosas y súper divertidas.

  -¿Sabes cuál es el colmo del campeón de levantamiento de pesas?-, lo desafié esa mañana que volvíamos del mercado, empujando el carrito de compras.

   Rudolph se rindió rápido y yo estallé en carcajadas: -levantarse tarde de la cama-

   Él no dejó de reírse diez días completos.

   Nos conocimos en la clínica.  Como les digo, tengo mi agencia de publicidad y me va bien, no me quejo, cuento con una selecta cartera de clientes y la clínica es una de ellas. Los dueños necesitaban una agresiva campaña  para promover el nosocomio y entonces, coincidimos. Como bien suponen, fue amor a primera vista. 

    Alondra es mi socia.  Ella se encarga de las fotos y los videos y yo soy, además, la modelo. La idea que habíamos diseñado era la de informar que el nosocomio tenía todas las especialidades, con premios módicos y que tenía una esmerada atención. -La publicidad entra por los ojos-, le dije a los dueños de la clínica, cuando les detallé la estrategia. La idea era mostrar a los médicos muy hacendosos y afanosos y yo debía ser una paciente rodeada de atenciones. Y uno de los galenos que se prestó para las tomas, fue Rudolph. Quedé, de inmediato, prendada de él, imantada a sus ojos tan divinos y mágicos, su sonrisa tan blanca como la chupina que dejan las olas después de acariciar las playas, su espalda amplia igual a un tractor y su rostro de soldado persa, con su barbita tan varonil y adorable.

   Después que Alondra terminó las fotos y videos, yo me atreví a pedirle el número de su celular. Siempre he sido arrebatada, más cuando se trata de hombres y él era irresistible. Estaba tan obnubilada que me acerqué riéndole, pestañeando mil veces, mordiendo mis labios y juntando mis rodillas, sin más ni más, le pedí su número.

  -Tengo unos problemas en la encilla-, le mentí, riendo coqueta, moviendo los hombros, haciendo brillar mis pupilas.

  -Soy anestesiólogo, no odontólogo, señorita Patricia Pölöskei-, me aclaró él riéndose, balanceándose, disfrutando de mi risita súper sexy.

  -Ahh, mejor, tengo un molesto callo en un pie y a veces me duele, póngale anestesia-, alcé mi naricita y él estalló en carcajadas.  Me dio, incluso un besote en la mejilla, celebrando lo que ciertamente era una tontera de mi parte.  Me dio su número. Una semana después estábamos revolcándonos en la cama, saboreando nuestros besos con mucha euforia y desenfreno.

 Me hizo suya allí, en un rincón de la covacha, conquistando todos mis rincones con vehemencia y encono, dejando las huellas de su pasión en cada centímetro de mis maravillosas curvas. Invadió mis vacíos como un huracán que arrasó con mis defensas haciéndome aullar, gritar y arrancharme los pelos, eclipsada, cuando su virilidad alcanzó los límites más lejanos de mi intimidad, idéntico a un taladro que me hizo sentir súper sexy y absolutamente femenina.

  Grité cuando Rudolph alcanzó el clímax, llegando a las fronteras distantes de mi intimidad. Extasiada meneé la cabeza completamente turbada mientras él seguía avanzando por los parajes inhóspitos de mi sensualidad.

  Quedamos  los dos rendidos, exánimes, sudorosos, sin fuerzas, regados la cama como piltrafas, soplando fuego en nuestros alientos, con los corazones tamborileando frenéticos,   estremecidos de tanta pasión.

   -Me gustas mucho Patricia-, reconoció él, tratando de desacelerar su respiración. estaba muy agitado.

  Ya les dije, yo soy muy arrebatada con los hombres y él en realidad, me estremecía, me provocaba convulsiones y me sentía en las nubes entre sus brazos, saboreando sus labios, sintiendo sus manos tan ásperas y me encantaba la forma tan violenta que me hacía suya.

  -Casémonos-, fue lo que le dije.

  Nuestro noviazgo duró, creo, tres meses y acabó en esa boda sencilla, con unos cuantos amigos y Alondra haciendo más videos y fotos que cuando grabábamos la publicidad para alguna cotizada empresa. 

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