Entré a un restaurante para desayunar porque me moría de hambre pese a que estaba desconcertada y sumida en muchas dudas, tratando de adivinar quién podría ser el asesino de mi esposo, qué sujeto o mujer podría estar de tanto crímenes, y que obviamente estaba loco o loca, estaba fuera de quicio y que le gustaba matar, que disfrutaba acribillando a tipos que ni conocía y que no podían defenderse como mi marido. Pedí café con leche y pancitos con mantequilla, también se me antojó un pye de manzana y solicité además aceitunas. Hummm, qué delicia. Empezaba a gustarme el asunto de los antojos, podía darme mis gustitos más intrínsecos, mis pasiones ocultas y tragaba literalmente, todo lo que podía, sin importarme la mirada de los otros comensales, que incluso se empinaban para verme comer como una náufraga recién rescatada del medio del océano. De pronto se apareció Julio Hauss frente a mis ojos, con una sonrisa larga dibujada en su cara. Ya no me asustaban los fantasmas. -Rudolph me d
Por la noche, cuando me disponía a dormir con Rudolph, él me pidió que me relajara, que estuviera más tranquila, que dejara de pensar en los crímenes, que no siguiera escarbando posibilidades de dar con el asesino en serie que estaba asolando la ciudad o que descubriera, finalmente, quién lo hubiera matado, porque eso podía afectar mi embarazo que era, por el momento, lo más importante para él y para mí. -Las pesadillas pueden afectar tu gestación, al bebé, a ti misma, tú eres una mujer muy sensible y propensa a sufrir cuadros de ansiedad y esto te está estresando demasiado-, estaba él muy preocupado por nuestro futuro heredero. Yo aún seguía martillando todo lo que había hablado con Palacios y Hauss y me mantenía obstinada en resolver todo ese misterio en torno al criminal que andaba sembrando el pánico por las calles con el fin de que no lo descubrieran. -Estoy muy cansada, creo que dormiré bien-, le dije, sin embargo, a Rudolph para que estuviera tranquilo y dejara de preocupar
Rudolph me insistió una y otra vez que vaya donde Palacios, pero yo me oponía en forma rotunda, decidida y llorando como una adolescente aterrada. -Si Sebastián te mató y lo capturan tú te irás, desaparecerás para siempre, y yo no quiero que tú te vayas, yo te necesito, eres la alegría de mi vida, te amo mucho como para perderte nuevamente, no podría soportarlo, no, no, no-, le dije sumergida en el llanto, angustiada, con mi carita hundida en mis manos, sintiéndome desvalida y sin protección como un pollito desamparado. -No me voy a ir, Patricia, yo me voy a quedar contigo por siempre, pero es necesario que se sepa la verdad, ese hombre es un asesino y podría seguir matando a más inocentes por su gusto de matar-, volvía a decirme él, pero yo estaba convencida que, resuelto el caso de Rudolph y al descubrir al asesino, mi marido se evaporaría y desaparecía para siempre porque entonces, tendría que cumplir con su viaje al más allá, al mundo sin retorno ¡¡¡y yo no quería que se vaya
Decidí ir, contra lo que realmente deseaba, temblando de miedo, tiritando como una mocosuela temiendo una gran reprimenda, entonces, donde Palacios, el jefe de policía que estaba investigando los crímenes que estaban asolando la ciudad. Lo hice tambaleando, trastabillando, llorando, dubitativa, desconcertada, remolona, cavilando mucho, sin estar convencida, pensando en que quizás estaba equivocada, que al igual que Sebastián muchísimas personas sufrían asma y que entre ellos podría haber un asesino. Todo eso machacaba mis sesos como si fueran martillazos. Sin embargo mi mayor miedo era que, descubierto el asesino, entonces Rudolph se iría al más allá, ¡¡¡me quedaría sin él!!! y entonces mi vida sería un infierno, a puertas, incluso, de dar a luz a nuestro bebé. ¿Qué le diría a nuestro hijo? No quería aceptar esa realidad y eso me hacía dudar, cavilar, protestar para mis adentros, diciéndome que estaba equivocada yendo donde Palacios. -¿Qué necesita, señorita Pölöskei?-, me mi
Sebastián adivinó de inmediato que la policía venía a interrogarlo y a detenerlo. Escondido detrás de las cortinas vio dos patrulleros llegar frente a su casa y a Palacios descender de la unidad, dando órdenes a sus hombres para que acordonen todo el lugar. -¡Maldición!-, apretó los puños Sebas. Él, desde que mató a Rudolph, tenía lista una ruta de escape, una mochila con comida y agua, preparada y a la mano. Se la colgó al hombro y escapó por una salida secreta, oculta entre muebles y tablas, que daba hacia un callejón baldío que a su vez desembocaba a un paraje despejado, por donde pudo huir a toda prisa, sin que la policía se diera cuenta. Palacios ordenó tumbar la puerta y luego, sus hombres rebuscaron por toda la casa buscando alguna información que implicara a Sebastián con los crímenes. Palacios inspeccionó detenidamente el dormitorio y encontró la pistola de Sebastián. -¡¡¡Bingo!!!-, gritó entusiasmado. Fue cuando uno de sus agentes lo llamó a gritos. El jefe de la
Sebastián sabía que yo estaba en la casa, sola, a su entera merced. Era domingo en la tarde. No podía equivocarse en sus cálculos. Alondra estaría seguramente con su esposo y Sebas conocía mi vivienda incluso a ojos cerrados, hasta el último rincón de mi sencilla morada y tenía la certeza por donde entrar sin que yo me diera cuenta. Entonces se trepó a un árbol cercano, se columpió presto por sus ramales, y luego saltó al techo, cayendo en cuclillas, procurando no hacer ruido. Yo no escuché nada. En realidad estaba muy ocupada preparando el encarte de una casa de modas anunciando sus próximos lanzamientos de otoño. Había puesto salsa en los parlantes y me encontraba demasiada concentrada redactando los textos, cuidando los detalles de los diferentes modelos para la próxima estación. No esperaba a nadie, tampoco. Sabía que Rudolph recién llegaría por la noche, pensaba, también en la ecografía que me haría en la clínica para ver la evolución de mi bebé, porque mi panza se había inflad
Era mi fin, lo sabía. Sebastián sostenía el enorme cuchillo entre sus manos, tenía la furia y la ira dibujada en su cara y sus ojos estaban inyectados de cólera y maldad, a la vez. eso lo veía. Yo lloraba a gritos, me tapaba la cara, me envolvía en mis pelos pensando en cubrirme. Le rogaba a gritos que no me matara. -¡¡¡Estoy embarazada!!!-, le decía miles de veces, pero Sebas pensaba que era imposible que estuviera encinta porque no frecuentaba a ningún hombre y, obviamente, ignoraba de mi inseminación artificial. -¡¡¡Vas a morir, perra!!!-, me gritó Sebastián y sentí su aliento, echando humo, envolviéndome como un vaho horripilante, tétrico y fantasmagórico, igual a una densa neblina que me asfixiaba y ahogaba. Supe, en ese milésimo de segundo que iba a morir. Sebas jaló el codo para luego hundir el enorme cuchillo en mi pecho y grité aterrada, con todas mis fuerzas, por instinto, por querer desahogar mi angustia, por intentar aferrarme a alguna tabla de salvación, encontrar un
Esa semana no dormí nada de nada, ni siquiera una siestecita. No quería dormir tampoco. Pensaba que si el sueño me ganaba, al despertar, ya no vería, nunca más a Rudolph. Su crimen estaba resuelto, Sebastián lo había matado, enceguecido por la obsesión de poseerme y convertirme en su propiedad por siempre, y por ende, temía, él, mi marido, tendría que irse de éste mundo y desaparecer de mi vida para siempre. Le pedí a Alondra descansar toda esa semana, no ir a la agencia, porque "estaba muy afectada" y ella aceptó de mala gana porque teníamos mucho trabajo y contratos pendientes. Yo lo que hacía era ayudarla desde casa con los textos de los encartes, los slogans y los textos de la publicidad. La gestación de Alondra también estaba avanzada. No dejaba que Rudolph se fuera a ver a sus amigos finados, tampoco, je. En realidad lo encadené a mi lado toda esa semana. Tal era la psicosis en que me encontraba de que él desapareciera ahora que su crimen estaba resuelto, que hacía las compr