Siete meses antes…
El crujido casi imperceptible de la grava helada al otro lado de las ventanas era un recordatorio constante del aislamiento que ofrecía Gambarie d’Aspromonte en pleno invierno. Dentro del estrecho pasillo de la villa Bellandi, Fabio Moretti, con sus hombros angulosos envueltos en un abrigo verde olivo que había visto días mejores, respiraba con dificultad. No por el frío, sino por la carga invisible que llevaba consigo. Su mano derecha, aún temblorosa por el encuentro que estaba por enfrentar, apretaba un llavero de bronce con el emblema de la familia, tan fuerte que los bordes le cortaban la piel.
Al detenerse frente a la puerta de madera maciza, los dedos de Fabio rozaron el pomo con una vacilación palpable. Cerró los ojos un momento, dejando que la opresión en su pecho se aliviara, aunque fuera solo por un segundo. No había vuelta atrás. No para él, no para el plan que apenas comenzaba a gestarse.
Empujó la puerta con lentitud, cuidando que no rechinara, y el tenue resplandor de una lámpara en la mesita de noche reveló la figura dormida de Dante Bellandi, el hijo mayor del capo de la 'Ndrangheta. Dante, con su cabello oscuro despeinado y un rostro atrapado entre la dureza de un hombre y la vulnerabilidad de un muchacho, estaba profundamente envuelto en las mantas. Pero Fabio sabía que esa quietud era una fachada. Dante nunca dormía realmente tranquilo; no cuando el peso de un apellido como "Bellandi" lo marcaba como un objetivo constante.
El sirviente se acercó con cautela, sus botas apenas produciendo ruido sobre la alfombra gastada que cubría el suelo. Tocó suavemente el brazo de Dante. —Señor... despierte —murmuró, con una voz casi inaudible.
Antes de que pudiera reaccionar, el destello metálico de una Beretta 92 lo recibió. El arma apuntaba directamente a su pecho, sostenida por las manos temblorosas de Dante, quien se había incorporado con la velocidad de alguien que siempre espera lo peor.
—¿Quién está ahí? —exigió Dante, con la voz ronca por el sueño y la desconfianza.
Fabio retrocedió un paso instintivamente, alzando ambas manos. Su garganta se secó, pero logró musitar: —Soy yo, señor. Fabio. No dispare.
Los ojos de Dante se estrecharon, intentando enfocar a la figura en penumbra. El brillo de la lámpara finalmente confirmó la identidad del sirviente, y el joven dejó escapar un suspiro entrecortado, aunque no bajó el arma de inmediato.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Dante, con una mezcla de irritación y alarma mientras su dedo permanecía peligrosamente cerca del gatillo—. ¿Por qué irrumpes en mi cuarto a esta hora?
Fabio bajó lentamente las manos, pero su postura seguía reflejando una cautela extrema. —Me pidieron que viniera a buscarlo. Acompáñeme, por favor. Es urgente.
Las tablas del suelo crujieron bajo las pantuflas de Dante mientras seguía a Fabio. Los corredores de la vieja villa, tan fríos como el invierno calabrés que rugía afuera, estaban envueltos en sombras, iluminados solo por el parpadeo de algunas lámparas de aceite. El olor a cera derretida y madera vieja impregnaba el aire, intensificando la sensación de encierro.
Dante ajustó el abrigo gris oscuro alrededor de su esbelta figura, tratando de contener el temblor en sus manos. No sabía si era por el frío o por el nerviosismo que le encogía el pecho, un miedo visceral que lo había acompañado toda su vida. Desde niño, había aprendido que la noche era el momento más peligroso, el momento en que los enemigos de su padre salían de las sombras. Dormía con una Glock bajo la almohada, y no por precaución, sino porque su vida dependía de ello.
—¿A dónde vamos, Fabio? —preguntó Dante, con voz baja y cargada de desconfianza.
El hombre le lanzó una mirada rápida, cargada de algo que Dante no supo descifrar: preocupación, quizás, o incluso pena. —Es mejor que lo vea usted mismo, señor.
El corazón de Dante latió aún más rápido. La paranoia, que ya se había instalado en él como un huésped permanente, comenzó a formular teorías terribles. ¿Acaso todo eso era un plan para deshacerse de él?
El recuerdo de Gianluca lo golpeó con fuerza. Él siempre había tenido una presencia magnética. Su voz dominaba las habitaciones, su sonrisa desarmaba enemigos y aliados por igual. Dante, en cambio, era un observador; su arma era el silencio, el sigilo, su refugio eran las sombras, lejos de las expectativas que el título de jefe conllevaba. Pero todo cambió el día que encontraron el cuerpo de Gianluca flotando en el Tíber. El agua había borrado su sonrisa característica, y el mensaje que acompañó su muerte quedó grabado en la mente de Dante. Había sido escrito en una tablilla de madera, clavada al pecho de Gianluca: "Il sangue non basta". Era una declaración de guerra, una sentencia que aún veía en sus pesadillas.
Las palabras de su padre volvieron a resonar en su cabeza:
—Un Bellandi no tiene elección. Nuestra sangre nos condena.
Cada capo, antes de morir, dejaba instrucciones claras para que su hijo mayor asumiera el mando. Los miembros decidían aceptarlo debido a un código de lealtad hacia la familia, aunque no todos compartían esa visión. Para muchos, la sangre no era suficiente; el liderazgo debía ser ganado, no otorgado como un legado. En la 'Ndrangheta, ser el líder significaba más que portar un nombre. Significaba caminar con un blanco en la espalda, marcado por enemigos dentro y fuera. Y esa marca no desaparecía jamás.
Dante tragó saliva, sintiendo cómo la presión lo ahogaba. ¿Qué sabía él de liderar? Había aprendido a obedecer, a sobrevivir, pero nunca a mandar. La sombra de su padre era tan imponente que incluso en la muerte parecía aplastarlo.
El eco de los pasos de Dante resonaba en el corredor, cada vez más lento y pesado mientras seguía a Fabio. Pero algo no cuadraba. La dirección que tomaban llevaba a los aposentos privados de su padre, un lugar que, según Vittorio Bellandi, debía permanecer inviolado salvo por una emergencia. Y su padre estaba muerto.
Miró de reojo a Fabio, atento a cada movimiento de su silueta corpulenta. En su mente resonaban las palabras de su padre, tantas veces repetidas, como un mantra oscuro:
—Escúchame bien, hijo mío. No puedes confiar en nadie, ni siquiera en tu sombra. En este mundo, la traición puede venir de quien menos lo esperas. Debes sacarte el corazón del pecho y reemplazarlo por una roca. Nadie es tu amigo, nadie. Recuérdalo: tus sirvientes te serán leales mientras los mantengas contentos. Incluso el perro más fiel, a veces muerde la mano que lo alimenta.
El peso de esas palabras parecía más real que nunca. Su mano rozó la Beretta oculta bajo el abrigo de lana oscuro, buscando seguridad en el frío acero, mientras intentaba aparentar una calma que estaba lejos de sentir.
Finalmente, ambos se detuvieron frente a una enorme puerta de roble macizo, reforzada con hierro forjado. Los nudos de la madera parecían ojos, observándolo con una burla silenciosa. Fabio se giró hacia él, su expresión más sombría de lo habitual.
—Avanti, signore —dijo con una leve inclinación de cabeza, antes de empujar la puerta y apartarse.
Dante titubeó un instante, pero avanzó, cada fibra de su cuerpo gritando peligro. Al cruzar el umbral, el peso de lo que vio lo golpeó como un mazo.
Una decena de hombres y su madre rodeaban la cama de su padre. Todos con rostros rígidos y miradas cargadas de solemnidad, vestidos de negro. El aire estaba impregnado de un silencio denso, interrumpido solo por el suave crepitar de la chimenea que iluminaba la estancia con su luz vacilante. En el centro de la escena, sobre la cama, yacía el cuerpo inerte de Vittorio Bellandi.
Los ojos de Dante se clavaron en el rostro pálido de su padre. El imponente capo dei capi de la 'Ndrangheta, el hombre cuya presencia llenaba cualquier habitación, ahora no era más que un cascarón vacío. Su piel, grisácea, contrastaba con las sábanas de lino blanco que lo envolvían como un sudario.
Un nudo se formó en la garganta de Dante, tan apretado que apenas podía respirar. Sintió un impulso visceral de salir corriendo, de abandonar esa villa, ese mundo, esa vida. Pero su cuerpo no le obedeció. Permaneció inmóvil, sus grandes ojos pardos clavados en la escena frente a él.
—No... —murmuró, su voz apenas fue un susurro.
Una lágrima, caliente y pesada, rodó por su mejilla. Era una mezcla de pena y desesperación, una tristeza por la pérdida de su padre, pero también por lo que esa muerte significaba. Su corazón latía con fuerza, cada golpe una advertencia de lo que estaba por venir.
La habitación parecía haberse congelado en el tiempo. Las cortinas cerradas sumían la habitación en penumbras y las velas proyectaban sombras vacilantes en las paredes de piedra. El olor a cera quemada y flores marchitas impregnaba el aire. Dante Bellandi se encontraba de pie junto a la cama de su padre, incapaz de apartar la mirada del cuerpo inmóvil de Vittorio Bellandi, el hombre que había sido su guía, su verdugo y su protector.
Un murmullo suave, una voz femenina cargada de pesar, rompió el silencio sepulcral.
—Ha sido un infarto fulminante.
Dante giró bruscamente. De pie junto a él estaba su madre, Mirella Bellandi, una mujer cuyos ojos azules reflejaban astucia. Llevaba un vestido negro de encaje que parecía absorber toda la luz de la habitación. Su rostro, enmarcado por mechones de cabello castaño rojizo cuidadosamente recogidos, estaba surcado de lágrimas que seguían cayendo sin tregua.
—Madre —masculló Dante, su voz quebrada, cargada de incredulidad.
Mirella asintió lentamente y sus labios temblaban mientras intentaba mantenerse fuerte.
—Se ha ido —susurró con un tono que contenía una mezcla de resignación y dolor—. Mi querido Vittorio se ha ido.
Dante sacudió la cabeza, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar.
—No lo entiendo —dijo, su voz alzándose ligeramente, como si buscara una explicación que pudiera devolverle la lógica al caos—. Padre estaba bien. No parecía estar enfermo.
Mirella se acercó más, su presencia emanaba una calma sombría. Apoyó una mano fría y temblorosa en el brazo de su hijo.
—Así es el corazón... tan impredecible —musitó, mirando al cadáver de su esposo con una mezcla de amor y desesperanza.
Dante no respondió. Se dio la vuelta lentamente, sus ojos regresando al cuerpo de su padre. Vittorio parecía dormido, pero la rigidez de su expresión borraba cualquier esperanza de que simplemente despertara. Su pecho ya no subía ni bajaba, y el imperio que había gobernado con puño de hierro estaba ahora desprovisto de su fuerza.
La mano de Mirella se posó en el hombro de Dante, dándole un apretón ligero.
—Ha llegado el día, caro mio —dijo, su voz cargada de una gravedad que hizo que el corazón de Dante se hundiera aún más—. Es tu momento. Solo tú tienes el poder de hacer prevalecer el legado familiar.
Dante cerró los ojos, inhalando profundamente, como si al hacerlo pudiera contener el miedo que crecía en su interior. Pero el aire no llenó sus pulmones; estaba atrapado en un torbellino de emociones que no sabía cómo manejar.
—No puedo... —susurró, su voz apenas audible.
—Claro que puedes —respondió Mirella con firmeza, girándolo suavemente para que la mirara—. Tu padre te preparó para esto, aunque no lo supieras. En cada palabra dura, en cada orden, en cada mirada, él te estaba enseñando.
Dante negó con la cabeza, sintiendo cómo el peso de sus palabras lo aplastaba.
—Apenas cumplí veintitrés años. ¿Qué sé yo de la 'Ndrangheta, de lealtades, de guerras y traiciones?
Mirella lo observó detenidamente, sus ojos estaban llenos de una mezcla de compasión y severidad.
—No eres un ragazzo, Dante. Ya no. Este mundo no deja espacio para la juventud. Eres un Bellandi, y los Bellandi no se doblegan, no importa qué tan pesada sea la carga.
***
El camerino estaba iluminado por un tenue resplandor dorado, emanado de los antiguos globos que rodeaban el espejo. Los muebles de madera oscura y el elegante empapelado rojo daban al espacio una atmósfera de lujo sobrio, impregnado de historia. Aquí, generaciones de bailarinas habían dejado sus sueños y miedos grabados en cada grieta del suelo. Svetlana ajustó el tirante de su tutú blanco, que brillaba como un campo de nieve bajo la luz. Frente al espejo, su reflejo le devolvió una mirada determinada, aunque sus ojos verdes no podían esconder el torbellino de emociones que se agitaba en su interior.
«Hoy es el día», pensó, dejando escapar un suspiro apenas perceptible. Su pecho se expandía con cada respiración profunda, mientras intentaba domar los nervios que amenazaban con apoderarse de ella. La tela delicada del traje acariciaba su piel como un recordatorio de los sacrificios que había hecho para llegar hasta aquí.
Había soñado con este momento desde que tenía uso de razón. A los tres años, cuando sus pequeños pies habían tocado las frías tablas del estudio de ballet, su madre le había dicho que tenía la gracia de una princesa. Pero Svetlana nunca había querido ser solo una princesa. Quería ser una leyenda. Quería que su nombre quedara grabado en la historia del Bolshói, como lo estuvieron en su tiempo Pavlova y Ulanova. No solo danzar por belleza, sino por significado.
Esa memoria le sacó una sonrisa efímera, pero luego la realidad de todo lo que había enfrentado se hizo presente. Los entrenamientos extenuantes, las lágrimas contenidas en noches solitarias, y las veces en que su cuerpo temblaba de agotamiento. Las críticas despiadadas de los instructores, las veces que había caído y tenido que levantarse con el mismo porte elegante, sin permitirse el lujo de un gesto de frustración. La danza exigía perfección, pero ella sabía que lo que realmente la hacía inmortal no era la técnica, sino el alma que vertía en cada movimiento.
La puerta del camerino se entreabrió, y una cabecita rubia apareció con ojos curiosos y una sonrisa tímida. Era Anya, su hermanita de siete años, que había convencido a su madre para que la dejara darle un beso de buena suerte antes del debut.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Anya en un susurro, como si temiera romper la magia del momento.
Svetlana se agachó y tomó las pequeñas manos de su hermana entre las suyas, notando la calidez de esa conexión tan pura.
—Solo un poquito, солнышко (solcito). Pero cuando piense en ti, sé que todo saldrá bien.
Anya sonrió ampliamente y le plantó un beso en la mejilla.
—Eres la mejor bailarina del mundo, Sveta. ¡Papá dice que brillas más que las estrellas!
El nudo en el pecho de Svetlana se deshizo con esas palabras, y su mirada se suavizó. Pero también sintió el peso de esas expectativas. Brillar como las estrellas… su madre solía decirle lo mismo cuando la veía practicar en la sala de su casa, antes de que la enfermedad la confinara a una silla de ruedas. Era su legado, la danza corría por su sangre, un arte que su madre no pudo continuar, pero que Svetlana había jurado llevar más lejos de lo que nadie esperaba.
—Ve a tu asiento, pequeña. Prometo que bailaré como nunca antes lo he hecho.
Cuando Anya salió corriendo por el pasillo, dejando tras de sí un eco de risas, Svetlana volvió al espejo. Ajustó los últimos mechones de su cabello, recogido en un moño perfecto adornado con pequeñas perlas, y repasó mentalmente cada paso de El lago de los cisnes. Pero esta noche no era solo técnica; era pasión, era emoción, era todo lo que había contenido dentro de su corazón en estos años.
El asistente de escena, Nikolai, apareció en la puerta, vestido de negro y con una expresión seria, aunque sus ojos traicionaban un atisbo de orgullo.
—Cinco minutos, Svetlana.
—Gracias, Kolya.
Él asintió y desapareció, dejándola sola con el zumbido de su sangre en los oídos y el rugido distante de la audiencia. Sabía que el teatro estaba lleno. Las entradas para el recital se habían agotado semanas atrás, y entre el público estaban críticos importantes, celebridades locales y su familia, sentada en la primera fila.
Las cortinas se levantaron y Svetlana sintió el aire cálido del escenario. El suelo bajo sus zapatillas era firme, y las luces cegadoras bañaban todo a su alrededor. Cerró los ojos un instante, permitiéndose un momento de introspección. Su mente viajó al pasado, a las risas de su padre, a las lágrimas de frustración, a los días en que quiso renunciar, y finalmente, al rostro de Anya diciendo que era la mejor bailarina del mundo.
Cuando sonó la primera nota de la orquesta, todo se desvaneció. El miedo, las dudas, las expectativas. Lo único que quedó fue la música y ella.
Con movimientos precisos y llenos de gracia, se convirtió en Odette. Cada arabesque, cada giro, contaba una historia. Y en ese instante, Svetlana no solo estaba bailando. Estaba volando.
Desde el primer compás, Svetlana entregó al papel con una devoción absoluta. Cada paso, cada salto, fue una manifestación de su alma. En el pas de deux con el príncipe, su cuerpo se convirtió en un poema viviente, con sus movimientos fluidos como el agua de un lago. En un arabesque penché, su pierna se alzó con una línea tan perfecta que el público contuvo la respiración. Luego, en la secuencia seguida de entrechat quatre, sus pies parecieron apenas tocar el suelo, desafiando la gravedad con una ligereza sobrenatural.
El clímax llegó con los fouettés en tournant. Cada pirouette fue una declaración de poder y gracia. Las luces del escenario capturaron el destello de su vestido al girar, creando la ilusión de que Svetlana era un cisne real, atrapado entre el cielo y el agua. Cuando finalmente cayó de rodillas en la escena de la muerte de Odette, su expresión de dolor y sacrificio llenó el teatro con una emoción palpable.
Los aplausos continuaron, retumbando como una tormenta de júbilo en el teatro. Los bailarines del cuerpo de ballet se alinearon tras Svetlana, formando un cuadro armonioso, una constelación de figuras que reflejaban la grandiosidad del momento. Ella, aún envuelta en la intensidad de su última pose, sintió la adrenalina recorrer cada fibra de su cuerpo. El sudor perlaba su piel, pero su respiración permanecía controlada, igual que su porte.
Con una gracia innata, inclinó la cabeza y ejecutó una reverencia profunda, tan medida y majestuosa como cada movimiento que había desplegado sobre el escenario. Su tutú blanco se extendió levemente a su alrededor, como las alas de un cisne plegándose tras un vuelo triunfal.
Entonces, una lluvia de flores comenzó a caer desde las primeras filas. Lirios, rosas y orquídeas descendieron en un torrente de pétalos, llenando el aire con un perfume dulce y embriagador. Pero entre todas las flores, un ramillete de lirios blancos capturó su atención. Su corazón dio un pequeño vuelco: eran sus favoritos.
Con una ligera sonrisa, se apartó del centro del escenario y giró hacia el director del ballet, quien avanzaba hacia ella con una expresión de satisfacción difícil de disimular.
—Brava, Svetlana —dijo con voz solemne, su mirada cargada de reconocimiento—. Has hecho historia esta noche.
Las palabras resonaron en sus oídos como una melodía, como el eco de un destino que siempre había soñado pero que, en este instante, se sentía más real que nunca. Sin embargo, no tuvo tiempo de responder.
Una figura masculina la esperaba tras bambalinas. Al girar, su sonrisa se ensanchó al reconocer al hombre que siempre había estado en las sombras de sus sueños.
—¡Papá! —exclamó, su voz quebrándose por la emoción.
Áleksei Ivanov, un hombre de porte recio y cabellos ya entrecanos, la esperaba con un ramo de lirios blancos en las manos. Sus ojos azules brillaban con un orgullo indisimulado, la misma mirada que ella recordaba desde niña, cuando él la observaba practicar en la sala de su hogar, con el viejo tocadiscos reproduciendo los mismos acordes que hoy la habían acompañado en su consagración.
Él abrió los brazos y ella corrió hacia él, hundiéndose en su abrazo. La calidez de su padre la envolvió como un refugio seguro, y cuando apoyó la cabeza contra su pecho, percibió el aroma familiar a tabaco suave y madera, una combinación que le traía recuerdos de inviernos junto a la chimenea y cuentos susurrados antes de dormir.
—¡Eras sublime, Svetlana! —dijo Áleksei con voz ronca, incapaz de ocultar la emoción—. Nunca había visto algo tan hermoso en mi vida.
Ella cerró los ojos un instante, dejando que esas palabras la llenaran por completo. Pero cuando se separó, sus pasos la llevaron instintivamente hacia la mujer que esperaba unos pasos más atrás.
Tatiana, su madre, estaba sentada en su silla de ruedas, con el rostro iluminado por una mezcla de amor y nostalgia. Aunque la enfermedad había apagado la fuerza en su cuerpo, su mirada conservaba el mismo resplandor vibrante de su juventud.
Svetlana se arrodilló ante ella y tomó su mano con delicadeza, como si sostuviera algo frágil pero invaluable.
—¿Cómo estuve, mamá? —preguntó en un susurro, su voz cargada de una vulnerabilidad que pocas veces dejaba ver.
Tatiana acarició su rostro con dedos temblorosos, con la ternura infinita de una madre que ve en su hija la extensión de sus propios sueños.
—Maravillosa, mi pequeña —susurró con emoción contenida—. Cada movimiento fue una obra de arte, cada salto, un suspiro de los cielos. Estoy tan orgullosa de ti.
El nudo en la garganta de Svetlana se apretó con fuerza. No había aplauso ni crítica en el mundo que pudiera igualar el peso de esas palabras.
Pero antes de que las lágrimas pudieran traicionarla, una voz infantil la sacó de su trance.
—¡Svety!
Anya, su hermanita de ocho años, corrió hacia ella con los brazos abiertos. Su cabello rubio ondeaba como un halo dorado bajo la luz del pasillo, y su vestido azul contrastaba con el negro del telón tras ella. Svetlana la alzó con facilidad, girándola en el aire en un movimiento fluido, como si aún estuviera danzando.
—¡Gracias, Annyushka! —murmuró, riendo cuando la pequeña se aferró a su cuello—. Sabía que me traerías suerte.
Pero Anya frunció el ceño y, con toda la solemnidad de su corta edad, se llevó una mano al estómago, que gruñó en protesta.
—Tengo mucha hambre, Svety. ¿Podemos irnos ya?
Svetlana rió, depositando un beso en su mejilla antes de colocarla en el suelo.
—Vayan ustedes adelantándose —les dijo a su familia—. La profesora quiere hablar conmigo antes de que me vaya.
Áleksei se inclinó con la misma elegancia de antaño, recogió una de las flores caídas y la deslizó entre los rizos oscuros de su hija mayor.
Mientras veía a su familia alejarse, Svetlana sintió algo nuevo instalarse en su pecho: no solo satisfacción, sino una calma profunda, una certeza de que estaba en la mejor etapa de su vida.
El teatro comenzaba a vaciarse, pero la magia de la noche permanecía flotando en el aire, suspendida como un recuerdo imborrable.
Giró hacia el escenario una vez más, dejando que su mirada recorriera cada destello de las luces, cada sombra proyectada en el suelo, cada pétalo esparcido como testigo de su triunfo.
Era su sueño, hecho realidad.
***
Svetlana salió del teatro Bolshói con una ligereza que parecía desafiar las leyes de la gravedad. El frío mordía sus mejillas, pero la calidez de las palabras de su maestra, Irina Vladímirovna, la protegía de cualquier inclemencia.
—Eres mi pequeña estrella, Svetlana. La más brillante de todas. Esta noche has hecho historia.
Esa frase seguía resonando en su mente como una melodía inolvidable. Moscú brillaba con su aura invernal, pero ninguna luz igualaba la sensación que palpitaba en su interior. Su corazón latía con fuerza, no solo por la emoción, sino porque sabía que esa noche marcaría el inicio de algo extraordinario.
El aire estaba impregnado de nieve fresca y del leve aroma a madera quemada de las chimeneas cercanas. Las calles empedradas reflejaban el titilar de los faroles antiguos, mientras un carruaje pasaba envuelto en el vapor de su propio aliento. Svetlana, envuelta en un abrigo de lana blanca y una bufanda de cashmere que le cubría parte del rostro, caminaba con prisa, aunque su mente flotaba lejos de la realidad.
Se detuvo un instante, dejando que la brisa le acariciara el rostro. Cerró los ojos y respiró profundamente. Todavía podía sentir el peso de las zapatillas de punta, el calor del escenario bajo sus pies, la tensión de cada fibra de su cuerpo mientras ejecutaba el pas de deux que había arrancado lágrimas en el público. Su debut como prima ballerina. Un sueño hecho realidad.
Pensó en Anna Pavlova, Maya Plisetskaya y Margot Fonteyn. En esas noches donde ellas también debieron haber sentido que el universo entero las miraba. Y ahora, ella, Svetlana Aleksándrovna Ivanov, ascendía a ese pedestal que tanto había admirado.
Sonrió. No era solo felicidad. Era orgullo, alivio… y un leve vértigo. Lo más difícil apenas comenzaba.
—Basta —se dijo en un susurro, aunque su voz se perdió entre los sonidos de la ciudad—. Es hora de celebrar.
La nieve caía en copos ligeros, fundiéndose en su cabello castaño oscuro, recogido en un moño bajo. El White Rabbit no estaba lejos. Su familia la esperaba allí, ansiosa por compartir su triunfo. Pensó en su padre con su orgullo contenido, en su madre con sus dulces palabras de aliento y en Anya, su pequeña hermana, narrando la función con su efusividad habitual. La imaginó contando al camarero cada detalle, convencida de que el mundo entero debía saber que su hermana era la nueva estrella del Bolshói.
Ese pensamiento la hizo reír en voz baja.
El viento sopló con fuerza, obligándola a apretar la bufanda contra su piel. Sus botas resonaron sobre el empedrado mojado mientras cruzaba una calle estrecha. A su alrededor, las sombras de la ciudad parecían alargarse bajo el parpadeo de los faroles. Las calles traseras del Bolshói solían estar tranquilas a esa hora, casi demasiado. Pero Svetlana estaba acostumbrada a ellas. El teatro era su hogar. Y esas calles, aunque solitarias, nunca le habían causado temor.
Hasta ese momento.
Un chirrido desgarrador quebró el silencio. Neumáticos derrapando. Un motor rugiendo. Una van negra se detuvo bruscamente a pocos metros de ella.
Svetlana se giró. Su instinto le gritó: corre.
Lo hizo.
Pero no fue lo suficientemente rápida.
Tres sombras emergieron del vehículo. Se movieron con precisión, como si hubiesen ensayado ese momento. Vestidos de negro, con rostros en parte cubiertos, exudaban una determinación fría que la paralizó por un instante fatal.
Uno bloqueó su camino. Otro la sujetó por los brazos.
—¡Qué están haciendo?! ¡Suéltenme! —gritó, retorciéndose con todas sus fuerzas.
El tercero avanzó con calma aterradora. Un pañuelo blanco en su mano.
Svetlana pugnó por liberarse, su formación en danza le daba agilidad, pero ellos eran demasiado fuertes. Su grito desesperado se perdió en la noche cuando una mano rugosa cubrió su boca.
El olor químico la golpeó de inmediato. Un dulce y letal adormecimiento se filtró en sus sentidos. Sus extremidades se tornaron pesadas, su visión, borrosa. Luchó por resistir.
—No... por favor... —susurró en un hilo de voz antes de que todo se volviera negro.
Uno de los hombres la alzó como si fuese una pluma. La luz de un farol iluminó su rostro inerte un instante antes de que desapareciera en la van. Las puertas se cerraron de golpe. El vehículo arrancó y se perdió en la noche helada de Moscú.
Mientras tanto, en el White Rabbit, Áleksei Ivanov miraba por el ventanal con el ceño fruncido. Su reloj marcaba las 22:15. Su esposa, sentada a su lado, intentaba calmar a Anya, que no dejaba de preguntar por Svetlana.
—Debería haber llegado ya. Dijo que no se tardaría —murmuró Áleksei, cada vez más inquieto.
—Estará bien, cariño. Tal vez alguien la detuvo para felicitarla. Es una noche importante para ella —dijo Tatiana, aunque su voz carecía de convicción.
Pero Svetlana no estaba con admiradores, ni caminaba hacia ellos. La noche, que había comenzado como un sueño, había dado un giro oscuro e irreversible. Y mientras su familia esperaba, ajena a lo ocurrido, la joven bailarina se deslizaba más y más lejos, atrapada en un destino que nadie había previsto.
El salón principal de la villa Bellandi estaba bañado por la luz cálida de lámparas de araña de cristal de Murano, que lanzaban destellos dorados sobre las paredes de estuco envejecido y los suelos de mármol travertino. Las columnas de piedra, talladas con intrincados motivos renacentistas, se alzaban como silenciosos testigos del poder ancestral de la familia. El eco de las conversaciones flotaba en el aire, cargado de una tensión que ninguno de los invitados se atrevía a nombrar. Al otro lado de las puertas dobles de madera de nogal, un centenar de hombres aguardaban. Sabían lo que estaba por suceder. Él, sin embargo, no.Cada uno de los movimientos de Dante Bellandi parecía parte de un ritual heredado. Su andar era firme, calculado, como si el peso de los ojos ajenos no le importara, pero por dentro, una tormenta rugía. El eco de sus pasos en el mármol parecía marcar el compás de un destino ineludible.Fabio Mancini, la sombra fiel de su padre, se detuvo frente a él y extendió la m
El jet privado descendió lentamente, sus turbinas emitiendo un rugido profundo que se desvaneció al tocar tierra. A través de las pequeñas ventanillas ovaladas, el paisaje era un vasto lienzo de blanco inmaculado. Montañas distantes se alzaban como sombras difusas, y los árboles, desnudos y cubiertos de escarcha, salpicaban el horizonte como figuras congeladas en el tiempo. La pista de aterrizaje, ubicada en un aeródromo privado, estaba cubierta por una fina capa de nieve recién caída, y la iluminación tenue hacía que el lugar pareciera aún más aislado, como si estuviera en el fin del mundo.Dentro del avión, el ambiente era lujoso pero sombrío. Los asientos de cuero beige relucían bajo las luces cálidas, y las superficies de madera pulida reflejaban con discreción los tonos dorados del interior. Era un espacio diseñado para el confort extremo, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula opulenta.El hombre más robusto del grupo, con una
El rugido de un motor rompió el silencio gélido de la noche. Una camioneta negra, blindada y lujosa, se detuvo frente a la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad se alzaba como una fortaleza imponente, en medio de las 50 hectáreas que componían ese reino oculto, un santuario de secretos y traiciones. Invisible a los ojos de la policía, protegido por pactos secretos y lealtades compradas, era el corazón de la Ndrangheta, la mafia italiana.Dos hombres salieron primero del vehículo, con abrigos gruesos y armas visibles, observando todo con la atención de quien sabe que cualquier sombra puede ser una amenaza. Detrás de ellos, otros dos hombres flanqueaban a una mujer que temblaba de pies a cabeza. Svetlana, con las manos atadas, apenas llevaba ropa que le protegiera del invierno feroz. Su rostro, marcado por una mezcla de miedo y confusión, giraba constantemente, tratando de entender dónde estaba y por qué.Frente a ella, una mansión que se podía describir como un castillo
A las nueve de la mañana, Svetlana se encontraba sentada a la mesa en una de las cocinas de la villa Bellandi, con un plato de comida frente a ella, pues a petición de Fabio, la mujer que había sido designada para cuidarla, la había llevado a conocer el lugar para que se familiarizara. La casa, impregnada del aroma a especias y madera vieja, parecía tan opresiva como las cadenas invisibles que la mantenían allí. Giulia, una matrona de rostro severo, le instó a comer con un gesto de desdén, pero Svetlana ni siquiera se movió. No tenía apetito. Su mente estaba abrumada por la sensación de estar atrapada en un lugar desconocido, lejos de todo lo que alguna vez había conocido. Solo deseaba desaparecer, huir de allí, aunque sabía que eso era imposible.A lo lejos, una joven de su misma edad la observaba con curiosidad desde un rincón de la cocina, mientras su madre continuaba picando verduras con la destreza de quien lleva toda la vida haciéndolo.—Fiorella, deja de estar mirando a esa muc
Svetlana sintió cómo el pánico la invadía de nuevo. Giró la cabeza lentamente, y ahí estaba él. Era un hombre de veintitantos años de edad, de complexión atlética, alto, vestido de forma muy elegante, cabello oscuro y ojos penetrantes. Había entrado por una puerta que parecía surgir de la nada, oculta entre los arbustos.Sus ojos la observaban con una mezcla de intriga y diversión. Era como si estuviera disfrutando de aquel momento, como si quisiera ver qué haría ella a continuación.El miedo la paralizó, y sus manos perdieron fuerza. Antes de que pudiera reaccionar, su agarre se soltó y comenzó a caer. Pero no tocó el suelo.El hombre fue más rápido. Con un movimiento ágil, cruzó la distancia que los separaba y la atrapó en el aire. El impacto de su cuerpo contra el suyo le robó el aliento a Svetlana, y cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos.El mundo pareció detenerse.Él la sostuvo con firmeza, como si fuera lo más natural del mundo. Sus ojos, que momentos antes había
—¿Quien te envió? —preguntó Dante. No esperaba una respuesta, pero necesitaba ganar tiempo.El hombre simplemente avanzó, con movimientos metódicos, buscando un ángulo para disparar de nuevo.El ambiente en el dormitorio era denso, cargado de tensión. Dante se quedó detrás de la pesada cómoda, mientras sus sentidos se agudizaban. Escuchó el leve sonido de los pasos del intruso. El hombre, ágil como un felino, se movía calculando el siguiente ataque, pero Dante no era un novato; había pasado toda su vida preparándose para situaciones como esa.El atacante levantó su arma nuevamente, pero al apretar el gatillo, el sonido seco de un arma encasquillada rompió el silencio. La confusión momentánea del hombre fue todo lo que Dante necesitó. Sin dudarlo, salió de su posición y se lanzó sobre él como un rayo, impactándolo con toda la fuerza de su cuerpo.El golpe fue brutal, ambos hombres cayeron al suelo con un estruendo que hizo vibrar la habitación. La pistola del atacante salió disparada d
La habitación donde Svetlana estaba retenida era pequeña, pero decorada con un lujo sobrio que solo acentuaba la ironía de su situación. Las cortinas, de un blanco impoluto, contrastaban con la prisión que representaban, y la ventana, asegurada con rejas de hierro forjado, permitía el paso de una luz tenue que apenas suavizaba la frialdad del amanecer en Gambarie d’Aspromonte. Desde allí, se vislumbraba un paisaje montañoso cubierto de niebla, un recordatorio cruel de la libertad que le había sido arrebatada.Svetlana se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados con fuerza, tratando de sofocar la tormenta que rugía dentro de ella. Se detuvo frente a la cama, un mueble demasiado elegante para alguien tratado como un simple rehén, y se dejó caer. Las ganas de llorar la asfixiaban, pero no podía permitírselo; cada lágrima sería una concesión a sus captores, un signo de debilidad que no estaba dispuesta a mostrar.El crujido metálico de la cerradura la arrancó de sus pensamientos
Svetlana se abalanzó hacia la puerta en cuanto escuchó el eco distante de unos pasos apagándose en el pasillo. Giró el picaporte con ansias desesperadas, solo para encontrarse con la cruel realidad: estaba encerrada una vez más. Resopló con frustración, golpeó la madera maciza con el puño cerrado y maldijo su mala suerte en ruso, sus palabras impregnadas de una rabia contenida.—Проклятие! —gruñó, apretando los dientes.Con el corazón latiendo desbocado, sus ojos claros recorrieron la habitación con una mezcla de desesperación y determinación. Notó una ventana en la pared opuesta, su única esperanza de escape. Se apresuró hacia ella, pero al intentar abrirla descubrió que estaba sellada herméticamente, con cerraduras de seguridad que parecían burlarse de su impotencia.—¡Demonios!—vociferó, y su voz rebotó en las paredes elegantes, pero frías como la situación que la atrapaba.Se dejó caer al suelo, abatida, las piernas dobladas bajo su cuerpo tembloroso. Las lágrimas brotaron sin con